25 de abril de 2021

La ciencia y la tecnología desde una perspectiva interdisciplinaria.


No deja de resultar curioso que el Profesor Lewis Wolpert defienda la completa separación entre ciencia y tecnología en el marco del Nobel Symposium[1]. Resulta llamativo por dos razones principales, las cuales son consecuencia una de la otra; y es que conviene recordar que en los Premios Nobel son galardonadas aquellas personas o instituciones que, con investigaciones, descubrimientos o con sus notables contribuciones, han colaborado – for the greatest benefit to humankind[2]en algunos de los campos más destacados de las ciencias duras, como son la Física o la Química, poniéndolas además en el mismo nivel de contribuciones que podríamos llamar menos cuantificables, como la Literatura, y el que quizás sea el fin último: la Paz mundial.

Y es que, según parece, el famoso químico, ingeniero y escritor sueco, fundador de los Premios Nobel, tenía más clara que el profesor Wolpert su responsabilidad en las investigaciones que lo llevaron a la invención de la dinamita. No parecería, por tanto – en mi humilde opinión – y sin pretender valorar todavía la cuestión desde un punto de vista sociológico, el marco más adecuado para lavarse las manos, cual Poncio Pilato, acerca de las responsabilidades de los científicos en cuanto a las aplicaciones de sus investigaciones o lo que él denomina tecnología.

Obviando por ejemplo a Julio Verne o Asimov, Wolpert parte de la idea de que el conocimiento científico es considerado, desde siempre, peligroso, lo que contribuye a que veamos a los científicos como varones de mediana edad, emocionalmente deteriorados y peligrosos; no puedo evitar preguntarme de dónde vendrá esa idea tan diferente a la que tengo yo de los investigadores actuales. Como bien dice el profesor la ciencia nos dice cómo es el mundo, que es justo lo que hacen las ideologías, pero pretender que el cómo es la única pregunta posible o, cuanto menos, la más importante, no deja de tener ciertas connotaciones cientificistas.

La diferencia de la ideología con la ciencia social o, tal como nos indica Bohannan, con cualquier otra ciencia – en un enfoque muy en la línea de la sociología del conocimiento científico (SCC) – radica en el hecho de que[3]:” sus proposiciones no son presentadas como teorías para para ser criticadas, probadas y mejoradas sino como premisas para ser aceptadas con fe […] La moralidad de la ciencia, como la moralidad de la religión, debe ser mantenida bajo constante y atenta vigilancia”. Creer ciegamente en la ciencia puede ser tan pernicioso como hacerlo en la religión, con el peligro añadido de creer – sí, creer – que se hace desde una atalaya inexpugnable donde las debilidades del hombre no pueden alcanzarlo.

Parece por tanto Wolpert en la línea de la imagen tradicional de la ciencia que, situada en esa atalaya mencionada anteriormente, es completamente ajena al mundo en el que se desarrolla hasta el punto de[4]:” considerar éticamente inaceptable o poco práctico censurar cualquier aspecto relacionado con el intento de comprender la naturaleza de nuestro mundo”. Concepción que ya en los años sesenta fue puesta en duda por los sociólogos de la Escuela de Edimburgo que, a través del Strong Programme, pretendían ir más allá de lo que había ido hasta entonces la sociología de la ciencia y establecer por fin el estrecho vínculo existente entre ciencia y sociedad a través de la SCC, es decir, abrir la caja negra de la ciencia y abordar el estudio de la ciencia desde la ciencia, pero esta vez sin los complejos que hasta entonces habían tenido los estudios que interrelacionaban el todo formado por la ciencia, la tecnología y la sociedad.

Es a partir de los años ochenta, en muchos casos como consecuencia directa del Strong Programme, cuando se empieza a abordar esta nueva perspectiva desde las diversas disciplinas sociales: filósofos, historiadores y, por supuesto, sociólogos, empiezan a preguntarse el porqué de la forma final de los dispositivos que disfrutamos gracias a las investigaciones científicas.

El papel que Wolpert le asigna a la tecnología es meramente gregario. Su relación con la ciencia es poco menos que circunstancial. Pudiera decirse que invita a lanzar la piedra sin preocuparse de a quien pueda alcanzar o el daño que pueda causarle; esa responsabilidad debe quedar muy lejos de las preocupaciones de un científico, cuyo objetivo debe estar centrado irremediablemente en descifrar a toda costa el mundo que le rodea[5]: “La ciencia produce ideas acerca de cómo funciona el mundo, mientras que las ideas en el campo de la tecnología dan lugar a objetos utilizables”, eludiendo cualquier responsabilidad al respecto:” […] la verdadera naturaleza de la ciencia reside en que no es posible predecir qué es lo que va a ser descubierto y cómo podrían aplicarse esos descubrimientos”. Su único compromiso deberá ser advertirnos de los peligros en tanto que sean capaces de predecirlos cuando no adquieran vida propia, la decisión deberá quedar en manos de los representantes políticos de la sociedad que representan, con lo que demuestra una enorme confianza en nuestro sistema de organización.

La SCC pretende ayudarnos a encontrar el término medio entre esta visión aséptica que nos ofrece Wolpert de la ciencia y el punto en el que se cree que su descontrol y completa desvinculación de la sociedad es la causa de todos los males que asolan el mundo. Podría decirse, por ejemplo, que la investigación requerida para el desarrollo de una vacuna – que en este caso sería el dispositivo o artefacto técnico – debería representar el bien máximo para una sociedad, a no ser que los intereses socio-económicos intervengan para limitar la distribución a través de las patentes.

La relación entre ciencia, tecnología y sociedad es, como nos muestra la SCC, mucho más estrecha de lo que nos indica el profesor Wolpert. Ya a finales de los sesenta se intuía esa relación y el impacto que las dos primeras tenían sobre la tercera. Es en ese momento cuando se inician los primeros movimientos sociales que exigen un control público que pueda evaluar el impacto causado por la ciencia y la tecnología. En el ámbito educativo ya se pretendía reforzar las ciencias sociales para que permitan a la sociedad la obtención de una visión más crítica, y es en ese momento también cuando se empieza a ver a la ciencia y la tecnología como un motor de desarrollo económico que puede ser utilizado políticamente.

Todo esto crea el entorno necesario para darse cuenta de la importancia de profundizar en el estudio de esas relaciones y de la necesidad de afrontarlo, dada su complejidad, utilizando todas las disciplinas de las ciencias sociales y, además, algunas de las ya empleadas por las ciencias duras.

Nos dice Wolpert[6], en relación a quienes pretenden establecer y clarificar esas íntimas relaciones entre ciencia, tecnología y sociedad – bioeticistas y biomoralistas – que pertenecen a una industria en expansión y con interés personal en hallar dificultades. Quizás sea este un buen momento para recordar, esperando que no se me acuse de ventajismo, que la industria farmacéutica factura alrededor de 1,32 billones de euros, que es casi el doble del presupuesto anual de EEUU en defensa y que la mitad de esa producción está controlada por sólo quince multinacionales[7]. Ejemplos no faltarían, en todo caso, para identificar y cuantificar las verdaderas industrias. Más peligroso me parece, si cabe, el ejemplo utilizado para apoyar la amenaza de prohibición que, según él, se cierne sobre su liberalismo investigacional, si se me permite llamarlo así, a propósito de la relación entre raza e inteligencia.

No dudo de las buenas intenciones del profesor Wolpert, tampoco creo que esté eludiendo, en ningún caso, la responsabilidad y el compromiso de la comunidad científica con un mundo mejor, es solo que yo no tengo la confianza que él demuestra en las instituciones que gobiernan nuestra sociedad ni en la prensa que las capitaliza.



[1]Virtual Museums and Public Understanding of Science and Culture”, que se celebró entre el 26 y

el 29 de mayo de 2002 en Estocolmo (Suecia).

El Nobel Symposia ha sido administrado por la Fundación Nobel hasta el año 2019.

Nobel Symposia. NobelPrize.org. Nobel Media AB 2021. Wed. 17 Mar 2021. <https://www.nobelprize.org/about/nobel-symposia/>

[2] Alfred Nobel.

[3] Bohannan, Paul (2010). "Para raros, nosotros. Introducción a la antropología cultural". Madrid: Akal. p. 250.

[4] Wolpert, L. (2008). ¿Es peligrosa la ciencia? Ars Medica, 1, p. 134.

[5] Wolpert, L. p. 129.

[6] Wolpert, L. p. 133.

18 de marzo de 2021

La Gran Divergencia



Resulta un tanto paradójico que, tal como el historiador británico A.G. Hopkins consideraba, la globalización y el estudio de sus “orígenes, naturaleza y consecuencias[1] no hubiera sido aun correctamente atendido, desde la generalización de su uso allá por los años 90, por la rama de las humanidades que parecería más lógico se encargara: la Historia, cuanto menos en lo que a sus orígenes se refiere:

A large and illuminating literature on the economics, politics, and sociology of the phenomenon now lies readily at hand. With a few exceptions, however, historians have still to participate in the discussion or even to recognize the subject. (A.G. Hopkins, “Globalization in World History”. Pimlico, 2002)

Y esa es precisamente la invitación de Hopkins, introducir la globalización en la agenda de los historiadores desligándola, además, de la convicción general de que fue un proceso en el que sólo estuvo implicado occidente. El debate acerca de cuándo se inició la globalización sigue abierto, sin embargo, es una discusión en la que sorprendentemente, hasta ahora, no se había implicado a los historiadores. Hopkins propone una categorización en las 4 formas que, según él, ha tomado la globalización a lo largo de la historia: globalización arcaica, protoglobalización, globalización moderna y postcolonial. Se trata para él de abrir el debate, de iniciar la vía que debe llevar al estudio sistemático de la globalización con todas las herramientas actualmente disponibles para los historiadores.

La primera de las categorías, la globalización arcaica,  abarca el periodo más extenso:” […] refers to a form that was present before industrialization and the nation state made their appearance[2]. Esta era estuvo caracterizada, tal como Hopkins apunta, por la combinación entre el, todavía débil, poder del estado y unos sistemas de creencias religiosas que permitían el movimiento de ideas, y con ellas:” people and goods, across regions and continents[3]. En este largo periodo ya se anunciaba la importancia que iban a tener las ciudades, así como la especialización del trabajo y, tal como nos indica Hopkins, su prevalencia en el debate actual sobre la globalización.

Parece claro que el término global en este periodo debe ser considerado desde un punto de vista relativo y no debería entenderse en la acepción actual y su capacidad de interconexión, ya sea de personas como de mercancías; pero creo que es conveniente pararse un segundo para valorar esa relatividad y encuadrarla con la concepción que del mundo se tenía en esa época. Y es que, posiblemente, el salto mental que se debió realizar para metabolizar mentalmente, por ejemplo, la amplitud geográfica de las nuevas rutas comerciales que se estaban creando, pueda ser, cuanto menos, comparable al que nos ha supuesto la irrupción del concepto de globalización de los años 90, sino mayor. 

Hopkins establece el siguiente periodo, la protoglobalización, aproximadamente entre el año 1600 y 1800, estableciendo un ámbito geográfico mucho más amplio del que cabría esperar desde una visión eurocentrista, este proceso  tiene lugar tanto en Europa como en Asia así como en partes de África:

[…] the “rise of the West” was complemented by developments in other parts of the world. The fact that these have yet to receive appropriate recognition points enticingly to prospects for future comparative work in the field of global history. (A.G. Hopkins, “Globalization in World History”. Pimlico, 2002)

Productos como el azúcar, que los portugueses llevaron a Brasil, el tabaco de la América precolombina, el té de las Indias Orientales, el café de los árabes o el opio chino crearon un mercado que trascendía los respectivos ámbitos culturales, creando un flujo, más o menos constante, que seguía el eje este-oeste, y que podía ya entenderse en el término más amplio de la palabra global.

La aparición del estado-nación y la difusión de la industrialización marcan el inicio de la tercera categoría, la globalización moderna, alrededor de 1800. Pero algo ha cambiado respecto a las dos etapas anteriores:

As Tony Ballantyne demonstrates the cosmopolitanism that was such a marked feature of archaic and proto-globalization was corralled, domesticated, and harnessed to new national interests. (A.G. Hopkins, “Globalization in World History”. Pimlico, 2002)

Aparece por tanto, en esta etapa, el marco en el que va a desarrollarse, a mi entender, nuestra globalización contemporánea. Un marco en el que llegaremos a ver a algunas de esas naciones estado pujando en aeropuertos por mercancías sanitarias compradas por otros países[4], velando exclusivamente por el interés de sus propias fronteras y mostrando, más descarnadamente si cabe, el mayor reto al que se enfrenta una globalización en la que ya no existen ciudadanos sino consumidores, tal como Hopkins nos explica: “Free trade is challenged by fair trade[5].

Y llegamos, según la clasificación de Hopkins, a nuestra etapa contemporánea que denomina postcolonial. Ésta se iniciaría alrededor de 1950 con la creación de las modernas estructuras supranacionales que intentarán encauzar, de forma efectiva y por la vía diplomática, los conflictos surgidos de esas relaciones internacionales cada vez más sencillas a nivel logístico, con un transporte cada vez más rápido y económico tanto de mercancías como de personas, y técnico, gracias a las nuevas formas de comunicación, que van a permitir el traslado de la información a un ritmo desconocido hasta entonces. Según Hopkins, con la creación de estas nuevas estructuras supranacionales – valga de ejemplo la ONU – se rompe el marco del estado nación como vehículo de globalización.

En mi opinión, la creación de estas nuevas instituciones, vendría más bien a reforzar el marco en el que las naciones más poderosas podrían revestir de legitimidad el poder conseguido tras la Segunda Guerra Mundial – tras haber fracasado en el intento de creación de la Sociedad de Naciones al finalizar la Gran Guerra – ¿cómo podría entenderse sino, que en la mayor organización a nivel mundial, las mayores potencias[6] se reservaran el derecho a veto? Permítaseme aludir una vez más, y no como ejemplo más flagrante (solo más reciente), al caso mencionado anteriormente, tristemente brindado por la crisis del covid-19.

El mismo Hopkins, a propósito del liderazgo de los Estados Unidos, reconoce que el debate está abierto:” This theme connects directly with the lively debate in the current social science literature on whether globalization strengthens or weakens the nation state[7]. Mi posición en este debate sería de reserva en cuanto al estado nación como concepto todavía por definir de forma clara e inequívoca, pero claramente a favor del beneficio que, para los estados-nación más fuertes, ha supuesto la globalización.

A propósito de la definición del resbaladizo concepto de estado nación y de su pretendida fuerza y  composición monolítica, conviene atender al profesor Philip White, historiador estadounidense que nos advierte:” Clearly those who believe globalization will eliminate the “nation state” have yet to define what it is that will be eliminated or what will replace it[8]. Y es que, volviendo a mi absurdo ejemplo anterior, caeríamos en un error al pensar que un gobierno que roba material sanitario representa a todos los ciudadanos de ese país.

Por supuesto, White va mucho más allá, y nos habla de los diferentes grupos étnicos que componen esa nación, pero lo hace además de la heterogeneidad étnica subyacente en esos países, que la globalización está potenciando. White es, en definitiva, defensor de la idea del debilitamiento del estado nación gracias a la globalización:” My conclusion will be that, if we are fortunate, globalization will indeed relegate the ‘nation estate,’ as originally conceived, to the dustbin of history.[9], entendiendo el estado nación como un grupo étnico único o, cuanto menos, en el que solo se defienden los intereses del grupo predominante. Continuando con el hilo de mi opinión, me permitiría añadir que ese debilitamiento solo será de aplicación en los estados-nación más débiles, a saber, la gran mayoría.    

Pero volvamos a la clasificación de las diferentes etapas por las que, desde un punto de vista histórico, ha transcurrido la globalización. Y es que ya anunciábamos que la propuesta de división de Hopkins era más bien una invitación a su revisión por parte de la comunidad académica. El historiador Robbie Robertson reduce a tres las etapas, según él, la verdadera globalización se iniciaría aproximadamente en el año 1500, fecha a partir de la cual podría considerarse completo el comercio a través de todos los continentes. Aquí encontramos la principal diferencia con Hopkins, que consistiría principalmente en no considerar como globalización verdadera épocas anteriores al año 1500 pero, si bien es cierto que nunca constituyeron procesos verdaderamente globales según nuestra visión actual, me inclino más por la clasificación de Hopkins, dado que considero tiene más en cuenta la visión que de su universo tenían nuestros antepasados. Globalización arcaica sí, pero globalización al fin y al cabo; quizás desde el preciso momento en que el hombre salió de áfrica.

Siguiendo con las etapas establecidas esta vez por Robertson, llegaríamos a la segunda, que se iniciaría con la industrialización aproximadamente en el año 1800, fecha en la que se iniciaría la Gran Divergencia, para llevarnos hasta el inicio, en el año 1945, de la tercera etapa, en la que nos encontramos y que coincidiría también con la clasificación establecida por Hopkins.

Centrémonos un poco más en la Gran Divergencia, ese momento clave en el que Europa parece despegarse del resto del mundo iniciando el liderazgo económico occidental que ha llegado hasta nuestros días. Veámoslo en el siguiente gráfico (en términos de PIB per cápita):

¿Cómo se explica este salto? El geógrafo estadounidense J. Diamond lo hace desde un punto de vista, cómo no, geográfico. Su visión determinista sitúa la Gran Divergencia en Europa por casualidad, como producto de, entre otros, unos accidentes geográficos relativamente salvables, un clima benigno y la inmunidad microbiana conseguida tras siglos de convivencia con animales domésticos y ganadería.

Desde otra visión, el historiador británico Niall Ferguson, le otorga al desarrollo de nuestras instituciones el papel principal, indicando además el camino para alcanzar el mismo nivel de desarrollo a través de las six killer apps of prosperity. La mirada de Ferguson tiene el inconveniente de que infravalora la complejidad y funcionalidad de algunas de las instituciones que se desarrollaron fuera de nuestro continente, por lo que podría tacharse de excesivamente eurocentrista.

Conviene por eso escuchar con atención lo que nos dice Kenneth Pomeranz, profesor de Historia de la Universidad de Chicago, que nos presenta un punto de vista diferente, poniendo en valor el desarrollo industrial de otras áreas geográficas, como el Delta del Yangzi, en China, además de restringir la Gran Divergencia a determinadas zonas geográficas europeas y no asimilarlas a todo el continente por igual[10]. Sin diferencias demográficas o económicas relevantes entre las zonas industriales comparadas por Pomeranz y en referencia a la visión que se tenía hasta ese momento, nos expone el verdadero hecho diferencial, el acceso a los recursos del Nuevo Mundo:

[…] such stories often “internalize” the extraordinary ecological bounty that Europeans gained from the New World. […] This ignores the exceptional scale of the New World windfall, the exceptionally coercive aspects of colonization and the organization of production there […] what happened in the New World was very different from anything in either Europe or Asia. (K. Pomeranz, “The Great Divergence”. Princeton University Press, 2000)

Parece que poniendo en valor las dos partes del estudio de la Gran Divergencia, y no solo la europea, afloran otro tipo de factores obviados hasta el momento, despiste que, por la evidencia flagrante de su peso, solo podrían ser explicado, una vez más, por una excesiva aproximación eurocentrista. Pomeranz establece como factor decisivo, además de los inmensos recursos llegados de ultramar, el fácil – y afortunado – acceso a los recursos energéticos, esenciales para la Revolución Industrial, incluso por encima de la supuesta mayor capacidad creativa de los europeos[11].

Pomeranz parece establecer el marco en el que podemos empezar a dudar acerca de que la globalización signifique occidentalización. Así parece haber sido desde el inicio de esta última (?) etapa de la globalización en la que estamos inmersos, pero la emergencia tecnológica y económica de países como China, parece querer determinar un cambio en el equilibrio mundial:

Quizás, solo quizás, hayamos también sobreestimado los parámetros a través de los cuales hemos medido hasta ahora la Gran Divergencia, de forma relativamente sencilla en términos de PIB, o a través de los diferentes parámetros que evalúan el bienestar, todos sin duda totalmente fiables y válidos, pero ¿qué hay de los parámetros que valoran la felicidad?, ¿podemos afirmar, sin lugar a equivocarnos, que hemos alcanzado también, en algún momento, un nivel de felicidad superior al del  resto de países de los que divergimos?, ¿podemos utilizar los mismos parámetros para evaluar la felicidad en el este que en el oeste?

¿No podría considerarse también una visión excesivamente eurocentrista el hecho de que predomine en la evaluación la preponderancia tecnológica y económica occidental? Y por último, ¿es posible que estemos asistiendo, con la emergencia de China, a una nueva etapa en la globalización mundial? Desde la caída del muro de Berlín, no ha existido ningún contrapeso al modelo de crecimiento capitalista occidental, por lo que es posible que estemos asistiendo a un cambio en las influencias que la globalización, entendida al estilo occidental, nos ha traído, o cuanto menos, algún tipo de alternativa; veremos.



[1] Hopkins, Globalization in World History, 2.

[2] Ibíd., 4.

[3] Ibíd., 5.

[4] “Subastas a pie de pista para quedarse con un avión y confiscaciones: la guerra entre países por las mascarillas”, eldiario.es, 02/04/20, https://www.eldiario.es/internacional/Sobornos-proveedores-homologacion-confiscacion-destinado_0_1012449582.html

[5] Hopkins, Globalization in World History, 1.

[6]  China, Francia, Rusia, Reino Unido y Estados Unidos.

[7] Hopkins, Globalization in World History, 10.

[8] White, Global History, 258.

[9] Ibíd., 259.

[10] “European industrialization was still quite limited outside of Britain until at least 1860. Thus, positing a European miracle based on features common to Western Europe is risky, all the more so since much of what was widely shared across Western Europe was at least equally present elsewhere in Eurasia”. Pomeranz, The Great Divergence, 16.

[11] “Technological inventiveness was necessary for the Industrial Revolution, but it was not sufficient or uniquely European”. The Great Divergence, 17. 

23 de febrero de 2021

El mundo actual (III): ¿hacia dónde vamos?


Resulta complicado, para un pesimista nato como el que escribe, resistirse a iniciar este breve ensayo siquiera mencionando – y espantando de paso cualquier mal augurio – una de las peores conclusiones posibles a la cuestión de hacia dónde va el mundo. Así que, habrá que admitir – para mejor olvidar rápidamente – la verosimilitud de la posibilidad de una guerra entre EEUU y China; idea no del todo descabellada por poco que echemos la vista atrás. Graham Allison[1], exdirector del Centro Belfer sobre ciencias y asuntos internacionales en la Universidad de Harvard, utiliza la parábola de “la Trampa de Tucídides”, aplicada al escenario geopolítico actual, para explicar tal posibilidad[2]:” Según Allison, el poder establecido quiere defender el statu quo como Esparta reaccionó frente a la emergencia de Atenas como una potencia nueva. El poder dominante y el emergente son impulsados por ambiciones comunes: desear ser una gran nación; considerar a la otra parte como el obstáculo principal para realizar su sueño o visión […]”. Sobra decir quien es Esparta y Atenas en esta historia. Y efectivamente, queda justificada una postura, cuanto menos, no demasiado optimista[3]:” Desde la metáfora del historiador griego, el politólogo estadounidense analiza la trayectoria histórica en la cual, 12 de los 16 conflictos que derivaban de la rivalidad entre la nueva potencia y la dominante en los últimos 500 años, resultaban en guerras”.

En cualquier caso, el escenario que plantea Allison no deja de arrastrar ciertas reminiscencias del marco binario desarrollado a lo largo de la Guerra Fría que, aunque sin llegar al enfrentamiento directo, concluyó con un claro vencedor. Y con ese triunfo llegó la errónea presunción de que sólo existía una alternativa para la gobernanza mundial: un único modelo político, llamado liberalismo, y un solo sistema económico, el capitalismo. Según Hurrell, el orden mundial establecido por los EEUU a lo largo del s. XX se cimentaba sobre tres pilares básicos[4]: un poder incomparable desde varios puntos de vista (militar, económico, moral, …), el control de diversas instituciones internacionales creadas tras la Segunda Guerra Mundial (ONU, FMI, …) y su capacidad para conformar alianzas tanto hacia el este como al oeste.

Pero, aunque China podría representar el paradigma del auge de esa nueva potencia que iba a configurarse como contrapeso a los EEUU[5]:” It is not only China's dynamism that is so captivating. It is its scale. Never in human history have so many people had their life chances changed so dramatically and so quickly. The renowned development economist Jeffrey Sachs claims that China is the most successful development story in world history”, podríamos concluir que un análisis desarrollado desde ese punto de vista binario estaría lejos de representar la realidad actual, y es que[6]:” For some time, China's economic success put the almost as important modernization of India into the shade”. Con una reorientación de su economía hacia el sector servicios – fruto de profundas reformas producto de la liberalización – iniciada a principios de los años noventa, India se ha convertido en una potencia mundial en cuanto a prestación de servicios de las Tecnologías de la Información[7]:” El sector de servicios es la parte más dinámica de la economía india. Contribuye a más de la mitad del PIB (49,1%), y emplea a 31,8% de la fuerza laboral. El rápido crecimiento de la industria del software estimula las exportaciones de servicios y moderniza la economía india: el país ha aprovechado su amplia población educada angloparlante para convertirse en un gran exportador de trabajadores en servicios TI, subcontratación de servicios de negocios y programación”.

Pero no sólo China e India se presentan como paradigmas del éxito de los países emergentes, podríamos añadir también estados como Rusia, Brasil y Sudamérica – para completar los países BRICS – o Japón, Corea del Sur y Taiwán, por citar algunos ejemplos más. Aunque pueden establecerse diversos motivos que explican el enorme desarrollo económico de estos países tales como los mencionados por Bisley, a saber, la adopción de los sistemas de libre mercado, así como la adopción del principio de meritocracia y el estado de derecho (Mahbubani 2008: 51-99), existe un catalizador principal que, por encima de todos, lo ha permitido, se trata de la globalización[8]:” As Phil Cerny's chapter in this volume explains, the linkages between states and societies facilitated by the growth in networks of trade, investment and communication have provided many with economic, political and cultural opportunities that had hitherto not been available. Without the ability to tap into global markets, whether for capital, finished goods, raw inputs or commodity sales, the dramatic changes in economic fortunes in Shanghai, Caracas and Mumbai would have been unimaginable”.

La conclusión no parece ser simplemente un declive en el poder de influencia de los EEUU en la gobernanza mundial, cuyo liderazgo parece ser todavía claro, más bien podría decirse que se trata del nacimiento de un nuevo orden en el que algunos países asiáticos parecen poder ofrecer una alternativa. Quién sabe si eso nos llevará a la configuración de una nueva manera de gestionar las relaciones internacionales, y es que parece que, por primera vez en las últimas décadas parece existir una alternativa a la depredadora economía capitalista que ha venido marcando el camino para beneficio de unos pocos. Tal y cómo Mahbubani nos explica[9]:” any lingering Western assumption that the developed Western countries will naturally do a better job in managing global challenges than any of their Asian counterparts will have to be rethought. An objective assessment would show that Asians are proving to be capable of delivering a more stable world order (2008: 234)”, quien parece invitarnos, a los occidentales, a adoptar una posición de humildad frente a los enormes retos ya planteados y cuya gestión va a marcar el camino que ha de seguir nuestra civilización. Problemas como el cambio climático o la erradicación de la pobreza son desafíos a los que nuestra cultura occidental no ha sabido, hasta ahora, dar una respuesta clara a nivel global.

Esperemos que esta aceptación implícita de demasiados sistemas de gobierno autocráticos en el complejo nuevo orden mundial no lleve a una reducción del esfuerzo por conseguir, por fin, que se cumplan todos y cada uno de los DDHH en todos y cada uno de los países que componen el mundo. No puedo dejar de lamentarme tampoco por el hecho de que el triunfo aplastante del modelo capitalista, aceptado incluso por los países emergentes que le disputan la hegemonía a los EEUU, no haya sido precedido por la victoria del modelo político liberal que lo apadrinaba, cuanto menos, justo tras la finalización de la Segunda Guerra Mundial, cuando el recuerdo de los horrores cometidos estaba todavía fresco en la memoria y se creía posible un mundo más justo y seguro para todos. El sincero entusiasmo por el cercano anuncio de la erradicación de la pobreza en China[10] no debería hacernos olvidar que se trata de una dictadura, aunque no deja de ser paradójico que la promesa primigenia del capitalismo sea cumplida por un país autodenominado comunista. La condición del primero era disponer de vía libre para actuar sin ataduras, su sistema antagónico todo lo contrario. El primero lo consiguió, el segundo nunca lo sabremos.

Parece claro entonces que nos dirigimos a un cambio en el eje del poder sobre el cual ha girado el mundo en el último siglo, tal como Bisley nos dice[11]:” Alongside the United States, India, China, Russia and Japan will comprise the five most important power-centers in world politics. The geographic concentration of these powers' interests in Asia mean that world politics in the coming years is going to become Asian-centric”.

Los atentados sufridos por los EEUU en 2001 supusieron un giro radical en su política exterior hacia un mayor intervencionismo unilateral que, junto con la crisis económica de 2007, iniciada en el mismo corazón del capitalismo, no ha venido sino a acelerar la aparición de una alternativa. Parece atisbarse una mayor preocupación por una más justa distribución de la riqueza a nivel interno y mundial, sin obtener correspondencia en algunos casos, lamentablemente, con el mantenimiento de las libertades individuales básicas. Parece cumplirse, una vez más, alguna especie de ley natural que impide convergir en un mismo tiempo y lugar una justa distribución de la riqueza que permita una vida digna y un gobierno democrático que consienta el cumplimiento de los DDHH. Quizás la única esperanza que nos quede, viendo hacia donde nos dirigimos, es que, en algún momento, lo segundo sea consecuencia de lo primero, aunque ya conocemos también lo peligrosos que pueden ser este tipo de sueños.

Conviene, no obstante, rebajar el nivel de optimismo. Lo que parecía una nueva configuración del orden mundial, basado en la posibilidad de influencia en la gobernanza mundial de varios países ha venido desinflándose en los últimos años y, con la excepción de China, parece que, en su mayoría han vuelto a adoptar un papel secundario[12]. La incapacidad de algunos países emergentes, como Brasil o Sudáfrica, para ofrecer a sus ciudadanos unas condiciones de vida conforme al papel protagonista que esperaban adoptar en el escenario internacional, debilita enormemente la alternativa que habían presentado y parece invitar a ordenar primero el propio jardín.

Otro de los factores que parece haber puesto freno a una mayor influencia de muchos de los países emergentes es la posibilidad de su acceso a las armas nucleares[13]:” The renewed importance of nuclear weapons is apparent; they are central to the structure of regional security complexes, and in the construction of great power hierarchies and the distribution of seats at the top tables”. Pudiera parecer un contrasentido que uno de los mayores peligros a los que se enfrenta el mundo – cuya supuesta amenaza supuso la intervención unilateral de los EEUU en Irak, que por su carácter desestabilizador parecía anunciar el declive de su papel principal en el orden mundial – vuelva a configurarse en una herramienta geopolítica tan poderosa; más si cabe teniendo en cuenta que en ninguno de esos horribles atentados perpetrados por al-Qaeda fue utilizada ninguna arma de destrucción masiva.

Actualmente, se piensa que sólo nueve países disponen de armas nucleares: EEUU, Rusia, Reino Unido, Francia y China – todos miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU – además de India, Paquistán, Corea del Norte e Israel. Pero el temor de las potencias nucleares no parece ser tanto que otros países se unan al club nuclear, que también, como que lo hagan otro tipo de elementos[14]:” Globalization has heightened concern that a non-state actor such as a terrorist organization or criminal group might try to acquire a nuclear weapon or radiological material—the kind that could be used in a so-called 'dirty bomb'(Allison 2005)”. Pero, habiendo quedado tan terriblemente claro que no es necesario para un grupo terrorista disponer de armas de destrucción masiva para causar innombrable dolor y que, muy al contrario, lo que debería causar pavor es su horrible simplicidad, ¿a qué se debe esta renovada centralidad de las armas de destrucción masiva en el escenario mundial?, o quizás, ¿dejó alguna vez de ser importante?

El giro fue, sin duda, tremendo[15]:” Seized by the urgency of the terrorist challenge and exasperated by the perceived inadequacy of existing collective security institutions, the Bush Administration embraced a strongly unilateralist foreign policy agenda after 9/11, proclaiming the need for pre-emptive strikes and ‘regime change’ as necessary expedients to prevent the uncontrolled spread of WMD to both ‘rogue’ states and terrorists”. Presentaba al terrorismo como la mayor amenaza a la que se enfrentaban los EEUU en particular y el mundo en general. La posibilidad de que estos grupos terroristas obtuvieran acceso a las armas de destrucción masiva era simplemente la excusa necesaria para emprender la nueva guerra.

Tras el nacimiento de al Qaeda, y con la aparición de Estado Islámico en el año 2014 se producía una evolución en los objetivos de los radicales islámicos, además de continuar llevando el terror a los mismos centros neuronales de occidente[16]:” For al-Qaeda, the goal of establishing a caliphate encompassing the global ummah was a distant aspiration, which would be realized only following the defeat of the 'Zionist-Crusader' alliance and the collapse of its associated puppet regimes in Muslim-majority countries. Conversely, establishing a stem-land for the caliphate has been a far more immediate priority for IS's followers”.  

El orden mundial que había mantenido estable Oriente Medio desde el final de la Primera Guerra Mundial, en base al apoyo explícito o implícito, a sus respectivos socios autocráticos locales, de las principales potencias de cada momento – Francia, Reino Unido en primer lugar y posteriormente EEUU y la URSS – aun a costa de las degradantes condiciones de vida de sus habitantes, había llegado a su fin. Ya más recientemente, la Primavera Árabe de 2010 parecía la última oportunidad para las grandes potencias, de arreglar el desaguisado[17]:” Despite early hopes that the 'Arab Spring' would marginalize the jihadists, however, the swift failure of reform efforts ultimately provided a new window of opportunity for extremism in the Middle East and beyond”.  

Lamentablemente, los intereses de EEUU estaban centrados en otro sitio[18]:” With the advent of the Arab Spring, and in the context also of the United States' ongoing rebalance to the Asia-Pacific and away from other arenas, the delicate stability of the post-Ottoman order is now disintegrating”. En definitiva, con la invasión de Irak de 2003, EEUU había iniciado el último capítulo de una serie histórica de catastróficas intervenciones occidentales en Oriente Medio que iba a impedir que sus propios ciudadanos decidieran por si mismos el camino que debía llevarles a alcanzar la autonomía después de tantas décadas de intervencionismo extranjero.  Bien al contrario, organizaciones terroristas como Estado Islámico se han encontrado, en el actual mundo globalizado, el terreno abonado para causarnos el mayor daño en nuestras propias ciudades, no solo con los más horrendos atentados, sino provocando la huida de refugiados que, huyendo de la guerra, llegan a nuestras costas alimentando, además, el discurso de la extrema derecha, que no hace sino retroalimentar las causas que han provocado esa migración.

Lo que se iniciaba con una confesión no puede sino acabar con otra, y es que más que entrever hacia dónde va el nuevo orden mundial, si lo entendemos como una sucesión lineal de la historia, lo que veo es un círculo vicioso del que nos va a ser muy complicado salir.



[1] G. Allison fue además exsecretario adjunto de Defensa de Estados Unidos para políticas y planificación y autor del libro Destined for War: Can America and China Escape Thucydides's Trap?

[2] Jenny SHIN. Destinado a la guerra. Observatorio de Análisis de los Sistemas Internacionales (OASIS), 2020, p. 253.

[3] Jenny SHIN: op. cit., p. 251.

[4] Andrew HURRELL. "Rising powers and the emerging global order". En: John Baylis (Ed.). The globalization of World Politics. Oxford University Press, New York, 2020, p. 85.

[5] Nick BISLEY: "Global Power Shift: The Decline of the West and the Rise of the Rest?". En: Mark Beeson and Nick Bisley (Eds.). Issues in 21st Century World Politics, Basingstoke, Palgrave Macmillan, 2017, p. 69.

[6] Nick BISLEY: op. Cit., p. 69.

[8] Nick BISLEY: op. Cit., p. 70.

[9] Nick BISLEY: op. Cit., p. 73.

[11] Nick BISLEY: op. Cit., p. 78.

[12] Andrew HURRELL: op. Cit., p. 95.

[13] Andrew HURRELL: op. Cit., p. 95.

[14] Sheena CHESTNUT. "Proliferations of weapons of mass destruction". En: John Baylis (Ed.). The globalization of World Politics. Oxford University Press, New York, 2020, p. 468.

[15] Andrew PHILLIPS. "Global Terrorism". En: Mark Beeson and Nick Bisley (Eds.). Issues in 21st Century World Politics. 3ª Ed. Basingstoke: Palgrave Macmillan, cop. 2017, p. 57.

[16] Andrew PHILLIPS: op. Cit., p. 60.

[17] Andrew PHILLIPS: op. Cit., p. 58.

[18] Andrew PHILLIPS: op. Cit., p. 63.

29 de enero de 2021

El mundo actual (II): instituciones para la gobernabilidad mundial.

 


Los giros de la historia son a veces inesperados y, desde la perspectiva del tiempo, siempre sorprendentes. Nadie podía imaginarse, el 19 de julio de 1870[1], año en el que Francia declararía la guerra a Prusia – que acabaría permitiendo a Bismarck la proclamación del II Reich, y el nacimiento de Alemania, tras conseguir la victoria – que tan solo 81 años después, esos mismos dos países, acabarían formando el germen de la actual Unión Europea junto con otros 4 estados europeos: la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA). Habían de pasar todavía muchas cosas en esos 81 años que no iban a invitar a la conclusión final, entre ellas, dos agresiones más de Alemania contra la soberanía francesa, hechos que no vendrían sino a confirmar, como ya apuntaba, que la historia sigue caminos solo escrutables desde la confianza que da el conocimiento de los hechos. 

La declaración de Schuman, ministro francés de Asuntos exteriores, confirmada por el tratado de París de 1951, marcaba un antes y un después en lo que serían la relaciones entre los estados europeos al renunciar, por primera vez, a la soberanía sobre un sector industrial esencial, además del reconocimiento implícito que implicaba de un país que lo había invadido 3 veces en menos de un siglo. Se iniciaba así un camino que debía estabilizar por fin Europa a través de la federalización siguiendo el modelo norteamericano, y aunque era un primer paso desde su punto de vista, no se conocía todavía el camino a seguir ni cómo superar las diferentes reticencias. Una cosa era llegar a un acuerdo comercial con ventajas para todas las partes, otra muy diferente poner fin a siglos y siglos de intereses en conflicto a lo largo y ancho de la vieja Europa. En cualquier caso, la puerta había quedado abierta.  

El siguiente paso lógico era la creación de un mercado que no abarcara solo un sector industrial y así fue como, a propuesta de los Países Bajos, se firmó en Roma (1957) el tratado que daba nacimiento a la Comunidad Económica Europea (CEE), cimentada sobre la idea liberal de que la eliminación de las regulaciones fronterizas para las mercancías industriales iba a beneficiar a todos los ciudadanos de los seis miembros fundacionales. Se trataba, todavía, de crear un espacio interior de libre circulación de mercancías, pero ahora también con una política común en cuanto a los aranceles impuestos al mercado exterior a la CEE. La ambiciosa idea de crear unos Estados Federados de Europa sigue sin ser abordada.

La CEE seguiría creciendo bajo esta idea, facilitar el libre comercio entre sus estados miembros, lo que ofrecía un enorme atractivo para la expansión de las diferentes economías. En el año 1973, Reino Unido, Dinamarca e Irlanda se unían al proyecto del mercado común. La CEE se constituía en una organización de 9 miembros.

Ya en los ochenta, la mirada se fijó en el sur de Europa, con la entrada de Grecia (1981), Portugal y España (1986), el principal carácter fundador de la CEE, el libre mercado, se revestía también de la solidaridad implícita al incorporar al grupo economías menos desarrolladas, que por contrapartida ofrecían nuevas posibilidades de crecimiento para las grandes potencias europeas.

Con la nueva ampliación, eran 12 ya los miembros de la CEE que, además de seguir con el proceso de construcción europea, iban a afrontar dos grandes retos a finales de los años 80 y principios de los 90. Por un lado, la caída del muro de Berlín y la posible reunificación de Alemania, por el otro, en la lógica heredada de la Guerra Fría, el temor de París y Londres frente al enorme peso que había adquirido la República Federal Alemana. Como solución a esos temores se propuso la creación de un Banco Central Europeo y una moneda única que eliminara la preeminencia del marco alemán como moneda de referencia, de este modo quedaba “diluido”, en definitiva, el poder de influencia de Alemania. Tal como nos comentaba Wilfried Guth[2] en 1989:” […] la clave de un progreso efectivo en la vía de la unión monetaria y de la creación de un verdadero sistema bancario central europeo reside en la voluntad política de los gobiernos de los países miembros de renunciar a la soberanía nacional en favor de una soberanía compartida –y más eficaz – a nivel comunitario.”

En este nuevo escenario de soberanía compartida, libre de recelos, que quedaría finalmente establecido en el Tratado de Maastricht en 1992, se enmarcaba la reunificación alemana en el contexto de lo que a partir de entonces sería la Unión Europea.

Si bien, como hemos comentado, la Unión Europea tiene como fin último la integración federal de los diferentes países que la componen, para formar una unidad más fuerte que la suma de sus integrantes, el papel de otra de las instituciones supranacionales más importantes, la Organización de las Naciones Unidas (ONU), tendría como función principal, al menos en sus orígenes, la creación de un foro mundial de representación de cada una de esas soberanías. Su fin principal sería la creación de un punto de encuentro en el que poder resolver los conflictos entre países antes de recurrir a la violencia. Tal era ya el deseo del presidente norteamericano Wilson cuando, al fin de la Gran Guerra, pretendió establecer las bases para evitar que se repitiera, impulsando la Sociedad de Naciones. El hecho de que finalmente EEUU no se adhiriera la hería de muerte ya antes de nacer. Tal como S. Zweig la definía[3]:” Una ocasión única, tal vez la más decisiva de la Historia, se ha malgastado de una manera lamentable”.

La ONU establecía el estado como unidad primaria en el orden internacional, cuya soberanía debía siempre respetarse y, al menos teóricamente, en condiciones de total igualdad. Pero, tal como Taylor y Curtis[4] postulan, esa capacidad de intervención en los asuntos internos de sus miembros ha ido incrementándose desde su fundación en 1945. Esa implicación en los asuntos internos conlleva el reconocimiento de los factores actuales e históricos de desestabilización en el mundo, y la asunción de que las condiciones políticas, económicas y sociales internas tienen repercusiones a nivel global. Prueba del nuevo carácter moral creciente adoptado por la ONU fue la insistencia con la que EEUU y Reino Unido trataron de conseguir la autorización del Consejo de Seguridad de la ONU para la invasión de Irak en 2003. En cualquier caso, tan cierto es que su persistencia no tuvo éxito como que la negativa de la ONU no logró frenar el ataque.

A propósito del Consejo de Seguridad de la ONU hay que decir que subsana uno de los errores cometidos en la formación de la Sociedad de Naciones y mantiene formalmente la preeminencia de las naciones vencedoras de la 2ª Guerra Mundial, con lo que quedaba garantizada, desde el inicio, la viabilidad de la institución. Su composición matiza claramente, siendo generosos, la aparente condición de igualdad de los 193 miembros actuales. Formado por un total de 15 estados, los 5 miembros permanentes (EEUU, Reino Unido, Francia, Rusia y China), poseen el poder de vetar cualquier resolución del propio Consejo[5]:” Indeed, this tension between the recognition of power politics through the Security Council veto, and the universal ideals underlying the United Nations, is a defining feature of the organization”. Esos principios universales están mejor plasmados en la Asamblea General, donde están representados todos los estados miembros, que participan, esta vez sí, en condiciones de igualdad: un estado, un voto. Esta capacidad de representación no está, en cambio, respaldada por poder alguno de decisión, ya que la Asamblea General no tiene capacidad de emitir resoluciones, sólo recomendaciones.   

Antes de presentar otras grandes organizaciones a nivel mundial, con poderes formales menos evidentes, debería hablar de unos actores principales que, gracias a la globalización, se han introducido en el panorama internacional con enorme fuerza. A las clásicas relaciones entre estados, que desde siempre habían liderado el diseño de la realidad, se han unido otro tipo de organizaciones creadas en el mismo seno de sus sociedades y que se interrelacionan unas con otras fuera del marco estado-estado[6]:” Greater clarity is obtained by analyzing intergovernmental and inter-society relations, with no presumption that one sector is more important than the other”. Según la clasificación de Willets, esa mayor claridad se obtiene a partir del análisis de las relaciones que se establecen entre los gobiernos y las organizaciones no gubernamentales. Además de los aproximadamente 200 estados presentes actualmente en el panorama internacional, deberemos también tener en cuenta a las compañías multinacionales como Apple, Pzifer o Exxon, organizaciones con un ámbito de actividad nacional (como la Asociación Nacional del Rifle en los EEUU), organizaciones estatales supranacionales (como la OTAN) y lo que hoy identificamos como las verdaderas organizaciones no gubernamentales, las ONG (como la BRAC: Bangladesh Rural Advancement Committee). Todas estas organizaciones tienen hoy en día un enorme poder para modular las acciones y decisiones que toman los gobiernos. Reconocer su influencia es también admitir que el modelo de relaciones internacionales es mucho más complejo de lo aceptado hasta ahora, siendo el primer paso para poder alcanzar soluciones a los conflictos que, necesariamente, serán también complejas. La importancia y poder de influencia de estos nuevos actores y, por encima de todos, la de las compañías multinacionales queda bien claro[7]:” In 2004, the 50 largest transnational industrial companies, by sales, each had annual revenues greater than the GNP of 133 members of the United Nations”.

Retrocedamos ahora un poco en el tiempo y volvamos al final de la Segunda Guerra Mundial, un momento clave en el que era necesario recuperar y reforzar el sistema capitalista frente al riesgo que representaba para las élites el tener al, de nuevo, enemigo comunista en pleno corazón de Europa. De los Acuerdos de Bretton Woods surgieron dos instituciones, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, que se iban a encargar de establecer el nuevo orden económico mundial frente al modelo marxista interpretado por la URSS. Su función principal debía ser la supervisión de los mercados financieros, ofrecer liquidez, así como facilitar financiación a países en problemas, con la promesa de que su gestión rendiría en beneficio de todos los ciudadanos. En definitiva, los diferentes estados se supeditaban a instituciones independientes con el fin de evitar la recesión de los años 20 y 30.

Todo fue relativamente bien hasta la primera crisis del petróleo en los años 70, a la que siguió la crisis de la libra esterlina en 1976. Algo iba a cambiar, el rescate del Reino Unido por parte del FMI venía subordinado a la realización de ajustes sociales, privatizaciones y a la aceptación de mayores tasas de desempleo, la clase obrera era derrotada[8]:” La etiqueta «neoliberalismo» resulta apropiada para lo que vendría a continuación: el rechazo del corporativismo social de posguerra que había sustentado el crecimiento occidental, así como el giro hacia el monetarismo y la desreglamentación. […] El FMI devino así no solo un financiador, sino un artífice a escala global de importantes cambios en las políticas internas”. El FMI había iniciado una época en la que el capital iba a poder circular por todo su ámbito de influencia, cada vez más grande, sin ningún tipo de control ético o moral. La duda sobre la promesa inicial de redistribución de la riqueza crecía tanto como los beneficios de los graduados de Harvard empleados en Wall Street[9]: “En septiembre de 1982, el presidente mexicano saliente, José López Portillo, denunciaba públicamente «la plaga financiera (...) que estaba causando cada vez mayores estragos en todo el mundo»”.



[1] Kinder, H., Hilgemann, W., & Hergt, M. (2007). Atlas histórico mundial (Vol. 11). Ediciones Akal.

[2] Guth, W. (1989). La creación de un Banco Central Europeo (BCE). Política Exterior, 3(9), 55-57.

[3] Zweig, S. (1927). Momentos estelares de la humanidad. Wilson fracasa. El Acantilado, 2012, p. 263.

[4] Devon E.A. Curtis and Paul Taylor. "The United Nations". En: John Baylis (et al). The globalization of World Politics. p. 312-328. Oxford: Oxford University, cop. 2008

[5] Devon E.A. Curtis and Paul Taylor. "The United Nations". p. 312-328.

[6] Peter Willets. "Transnational actors and international organizations in global politics". En: John Baylis (et al). The globalization of World Politics. p. 330-347. Oxford: Oxford University, cop. 2008

[7] Peter Willets. "Transnational actors and international organizations in global politics". p. 330-347.

[8] Mazower, M. El auténtico Nuevo Orden Económico Internacional. Gobernar el mundo: historia de una idea desde 1815 (p. 435-475). Valencia: Berlín Libros 2018.

[9] Peter Willets.