22 de abril de 2020

La creación del nacionalismo.




“Resumo, señores: el hombre no es esclavo ni de su raza, ni de su lengua, ni de su
religión, ni de los cursos de los ríos, ni de la dirección de las cadenas de montañas.
Una gran agregación de hombres, sana de espíritu y cálida de corazón,
crea una conciencia moral que se llama una nación.”

Ernest Renan[1]


Nos dice Yuval Noah Harari, en su best seller Sapiens (De animales a dioses)[2], a propósito del nacionalismo, que no se trata de una mentira, que simplemente es imaginación. Me encanta esta brevísima definición porque, de alguna manera, absuelve a los hombres y mujeres del sentimiento de culpa por la mentira, tan asociado a nuestra cultura judeo-cristiana, y además, porque también tiene en consideración ese sentimiento de necesidad de amparo por algo superior como algo inherente al alma humana. Ya a finales del siglo XVIII, fruto del pensamiento ilustrado, creímos ser capaces de liberarnos de ese amparo, tan útil en los siglos anteriores para mantener sano el espíritu y ofrecer el consuelo, el conocimiento y la atención que ni la ciencia ni los gobernantes habían podido ofrecer hasta ese momento. Desde nuestra nueva visión positivista, habíamos tenido éxito en nuestra búsqueda de Dios y lo habíamos encontrado en nosotros mismos[3], aunque quizás demasiado pronto, lo que rápidamente puso en evidencia la necesidad de encontrar un nuevo asidero que permitiera legitimar el poder. Quizás fruto de la falta de confianza en el hombre como individuo, ese poder ya no podía proceder nunca más de arriba pero, aun así, debía emanar de algo que lo superara, aunque esta vez el origen sería distinto, vendría de abajo.

La idea de la necesidad de legitimación de la monarquía por parte del poder divino, representado en la Europa continental por la Iglesia católica, no es nueva, por supuesto, ha sido descrita por numerosos autores, entre ellos B. Anderson (1936-2015), que en referencia a la nación nos dice[4]:” S’imagina com a sobirana perquè el concepte va nàixer en una època en què la Il·lustració i la Revolució estaven destrossant la legitimitat del reialme per voluntat de Déu, jeràrquic i dinàstic”. Pienso que un buen ejemplo de esa necesidad de legitimación frente al pueblo podría ser la coronación de Napoleón como emperador de los franceses en 1804: tan solo 15 años después de la Revolución Francesa. El golpe de Estado de 18 Brumario y el establecimiento del Consulado (1799-1804), bajo cierta apariencia democrática, no pareció suficiente para mantener su posición en Francia y proseguir con sus ideas expansionistas, acudiendo nuevamente al poder religioso, como lo demuestra la  presencia del papa Pío VII en su coronación. 
     
En cualquier caso, y volviendo a Harari, parece como si el historiador israelí bebiera de las fuentes de Anderson en su concepción de las comunidades imaginadas, y ambos de las fuentes del materialismo histórico. Habiendo introducido ya a uno de los autores que va a guiarnos en este basto mundo del estudio del nacionalismo, sólo me queda presentar al profesor E. Hobsbawm (1917-2012), de la misma corriente marxista que los dos autores anteriores.

Tanto Anderson como Hobsbawm coinciden en la modernidad del concepto de nación pero, ¿es posible establecer una fecha? Anderson es poco específico en cuanto a la datación de su nacimiento y nos habla de finales del s. XVIII[5], Hobsbawm, en cambio, afina un poco más y lo establece más adelante en el tiempo, de forma aproximada, en 1830[6], desligándola completamente del año concreto de la Revolución francesa de 1789 que, visto desde un punto de vista romántico, quizás cuadraría mucho mejor.

Pero, ¿qué es una nación? Ambos coinciden en la dificultad de definir el concepto. Para Anderson es, ante todo, un artefacto cultural[7], idea de la cual no anda Hobsbawm muy alejado cuando sitúa la idea de nación únicamente[8]:” en la cabeza de los nacionalistas”. No cabe duda, sea posible o no su definición, de que se trata de un concepto poderoso y con una extraordinaria capacidad de movilizar, tanto en sentido positivo como negativo, a los millones de personas que nos encontramos bajo su influencia, nos guste o no. Es por ese motivo que Anderson se pregunta[9]:” per què els individus estan disposats a morir per aquestes invencions?. Por mi parte sólo cabría añadir por qué están dispuestos también a matar, aunque su carácter esté ya implícito en la cita.

Tratando de saltar el obstáculo, Anderson hace su aportación en el intento de definición del concepto de nación:

Seguint un esperit antropològic, per tant, propose la definició següent de nació: una comunitat política imaginada com a inherentment limitada i sobirana. Es imaginada perquè ni els membres de la nació més petita mai no arribaran a conèixer la major part de la resta dels seus compatriotes [...] tanmateix, en la ment de cada un viu la imatge de la seva comunió.
(Benedict Anderson, “Comunitats imaginades”. Afers, 2005)

Especifica más adelante Anderson que el concepto de soberanía del que habla la cita anterior nace de la ruptura con el poder monárquico y el poder divino al que estaba ligada en la época. Hoy en día, una vez esta antigua  fractura ha sido ya consolidada, el término soberanía vendría a definir, en mi opinión, el deseo de ruptura con el poder político (democrático o no) que impide a una nación constituirse en estado.

Anderson da un papel clave, en la creación de la conciencia nacional, a lo que él denomina capitalismo de imprenta. Siguiendo la escuela marxista, enfoca la industria editorial como una herramienta al servicio de las nuevas comunidades imaginadas, con sus diferentes lenguas vernáculas, frente a la antigua comunidad imaginada: la cristiandad[10]. Cierto es que Anderson nos explica que esta nueva industria tuvo que salvar el obstáculo de la enorme cantidad de lenguas vernáculas existentes, cuyo conocimiento era ahora clave para acceder al poder, pero con el latín no hubiera podido acceder a los lectores en masa, ya que esta lengua era solo accesible para una élite muy reducida y dado que las lenguas vernáculas eran mayoritariamente utilizadas y transmitidas de forma oral. La incipiente idea de nación, junto con una enorme capacidad de producción editorial favorecía la unificación de estas lenguas vernáculas:

Res millor per «ajuntar» llengües vernaculars relacionades que el capitalisme, el qual, dins dels límits imposats per les gramàtiques i les sintaxis, va crear llenguatges impresos mecànicament reproduïts capaços de ser disseminats pel mercat. Aquestes llengües impreses van assentar les bases de la consciència nacional [...].
(Benedict Anderson, “Comunitats imaginades”. Afers, 2005)

Anderson no niega un interés previo de la población por el tema del nacionalismo[11]:” […] cercaven sobretot aquelles obres que despertaven l’interès del nombre més gran possible de contemporanis”, pero le otorga a la imprenta y a su capacidad de producción una importancia capital, aunque no menor que la que le concede al sentimiento que por su lengua vernácula tenían sus propios hablantes:

[…] aquelles llengües que per als seus parlants eren (i son) la pedra angular de les seus existències, era immensa; tan immensa, de fet, que si el capitalisme imprès hagués hagut d’explotar cada mercat vernacle oral en potència s’hauria quedat en un capitalisme d’unes dimensions insignificants.
(Benedict Anderson, “Comunitats imaginades”. Afers, 2005)

Le otorga a la lengua nada menos que la categoría de piedra angular. No quiero quitarle ni un ápice de la importancia que la lengua puede tener para un pueblo, pero no me atrevería a darle este grado de trascendencia. En este sentido, me inclino más por la opinión de Hobsbawm, que entiende la lengua como una herramienta al servicio de la política, en el sentido en que ésta queda ligada irremediablemente a la idea de nación. Al igual que el interés por la nación es explotado por el capitalismo de imprenta de Anderson, la lengua es, según Hobsbawm, un instrumento al servicio del nacionalismo:

Porque, contrariamente a lo que afirma el mito nacionalista, la lengua de un pueblo no es la base de la conciencia nacional, sino, citando a Einar Haugen, un «artefacto cultural».
(Eric Hobsbawm, “Naciones y nacionalismo desde 1780”. Crítica, 1998)

Nos volvemos a encontrar con el concepto «artefacto cultural». En este punto, si se me permite la licencia, todo se me aparece como un artefacto cultural, tanto la nación, como la lengua como instrumento al servicio de la idea de nación, lo que me permite, una vez más, darme cuenta de lo poderosas que pueden ser las ideas; qué lástima no ser capaces de utilizar semejante instrumento para un bien común, pongamos por ejemplo, la erradicación del hambre en el mundo[12], pero esa es otra historia que nada tiene que ver con el nacionalismo, ¿o sí?

Estemos o no de acuerdo, la lengua se ha convertido actualmente en uno de los pilares básicos de muchas de las naciones que aspiran a constituirse en Estado. Me pregunto porque es necesario remontarse siglos y siglos atrás en el tiempo para reforzar esa idea. Me parece suficiente argumento el amor que un pueblo pueda sentir por su lengua en este preciso momento, sin que sea necesario argumentar que ya fuera hablada hace cientos o miles de años. Claro que este mismo argumento podría utilizarse con la idea de nación, en mi opinión, de forma igualmente válida. Por supuesto, no negare la ingenuidad de pensar que sea suficiente con la voluntad, pero si se me permite, sólo quería dejar constancia de la misma. Sin embargo, Hobsbawm relativiza enormemente la importancia de la lengua en movimientos nacionalistas como el catalanismo en su camino a su constitución en Estado:

Tampoco el catalanismo como movimiento (conservador) cultural y lingüístico se remonta más allá del decenio de 1850 y la fiesta dels Jocs Florals (análogos a los Eisteddfodau galeses) no se resucitó antes de 1859. La lengua misma no se estandarizó eficazmente hasta el siglo XX, y el regionalismo catalán no se interesó por la cuestión lingüística hasta mediados del decenio de 1880 o más tarde.
(Eric Hobsbawm, “Naciones y nacionalismo desde 1780”. Crítica, 1998)

Otro de los puntos en los que no estoy en desacuerdo con Anderson, y su visión romántica del nacionalismo, es en la desvinculación que hace del mismo y sentimientos como el racismo:

En una època en què és tan comú que els intel·lectuals progressistes, cosmopolites (sobretot a Europa?) insistesquen en el caràcter gairebé patològic del nacionalisme, el seu fonament en el temor i l’odi als altres, i les seues afinitats amb el racisme, convindrà recordar que les nacions inspiren amor, i sovint un amor profundament abnegat.
(Benedict Anderson, “Comunitats imaginades”. Afers, 2005)

Como Hobsbawm, veo claro vínculos entre el racismo y el nacionalismo:

Además, hay una analogía evidente entre la insistencia de los racistas en la importancia de la pureza social y los horrores de la mezcla de razas y la insistencia de tantas […] formas de nacionalismo lingüístico en la necesidad de purificar la lengua nacional de elementos extranjeros.
(Eric Hobsbawm, “Naciones y nacionalismo desde 1780”. Crítica, 1998)

No quisiera que pareciera que critico el romanticismo de Anderson, un romántico nunca lo haría, pero sí la prevalencia de la cantidad sobre la calidad. Desde un punto de vista positivo, puedo aceptar el mejor de los sentimientos de cualquier nacionalista y su esperanza en un futuro mejor para su comunidad. Incluso puedo llegar a aceptar que se trate de una inmensa mayoría de ellos, pero no las consecuencias que ha tenido a lo largo de nuestra historia reciente. Sin pretender achacarlo exclusivamente a causas nacionalistas, baste recordar los estragos de la Primera y Segunda Guerra Mundial, que me dan pie a despedirme con una cita del gran Stefan Zweig[13]:” He visto nacer y expandirse ante mis propios ojos las grandes ideologías de masas: el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y, sobre todo, la peor de todas las pestes: el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea.
   
 


[1] Conferencia dictada en la Sorbona, París, el 11 de marzo de 1882. Ed. digital: Franco Savarino, 2004
[2] Yuval Harari, Sapiens (De animales a dioses), pág. 446, ePub.
[3] JAESCHKE, W. «La consciència de la modernitat». Web del Profesor Alcoberro en la que se expone, a propósito de Hegel, el sentimiento imperante en la sociedad de la época de las revoluciones de 1789 y 1830: “Dios a muerto”.  
[4] Benedict Anderson, Comunitats imaginades (Valencia: Editorial Afers, 2005), 25.
[5] Benedict Anderson, Comunitats imaginades (Valencia: Editorial Afers, 2005), 22.
[6] Eric Hobsbawm, Naciones y nacionalismo desde 1780 (Barcelona: Crítica, 1998), 27.
[7] Benedict Anderson, Comunitats imaginades (Valencia: Editorial Afers, 2005), 22.
[8] Eric Hobsbawm, Naciones y nacionalismo desde 1780 (Barcelona: Crítica, 1998), 17.
[9] Benedict Anderson, Comunitats imaginades (Valencia: Editorial Afers, 2005), 165.
[10] Benedict Anderson, Comunitats imaginades (Valencia: Editorial Afers, 2005), 62.
[11] Benedict Anderson, Comunitats imaginades (Valencia: Editorial Afers, 2005), 58.
[12] Según ACNUR, 8.500 niños mueren cada día de desnutrición. https://eacnur.org/blog/cuantos-ninos-mueren-de-hambre-al-dia-tc_alt45664n_o_pstn_o_pst/
[13] Stefan Zweig, El mundo de ayer (Barcelona: Acantilado, 2011), Kindle, Pos 52.


BIBLIOGRAFIA.

Benedict Anderson. Comunitats imaginades: Reflexions sobre l'origen i la propagació del nacionalisme. Valencia: Editorial Afers, 2005.
Emil Ludwig. Napoleón. Madrid: Juventud, 2003.
Eric Hobsbawm. Naciones y nacionalismo desde 1780. Barcelona: Crítica, 1998.
Hermann Kinder, Werner Hilgemann, and Manfred Hergt. Atlas Histórico Mundial: De los orígenes a nuestros días. Madrid: Ediciones Akal, 2007.
Renan, E. “¿Qué es una nación?”. Conferencia dictada en la Sorbona, París, el 11 de marzo de 1882. Madrid: Instituto de Estudios Políticos, 1957.
Yuval Harari. Sapiens: De animales a dioses. Ed. Debate, 2015.