14 de diciembre de 2020

Estado de sitio, de Costa-Gavras.

 


Decía el grandísimo Gabriel García Márquez en su famoso discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura, en el año 1982, a propósito de La Soledad de América Latina[1]:” Un presidente prometeico atrincherado en su palacio en llamas murió peleando solo contra todo un ejército, y dos desastres aéreos sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro de corazón generoso, y la de un militar demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo. En este lapso ha habido 5 guerras y 17 golpes de estado […]”. Se refería García Márquez al periodo comprendido entre el incendio del Palacio de la Moneda de Chile, en el que resistía el Presidente Allende en 1973, y los dudosos accidentes aéreos en los que perdieron la vida el presidente Jaime Roldós de Ecuador y el general Ómar Torrijos de Panamá[2] en 1981.

Costa-Gavras sitúa su película un poco antes, en 1970, pero conviene recordar cual era la situación general en la América Latina de entonces, convertida en el patio trasero de los EEUU, campo en el que jugaba con ventaja frente a su adversario, la URSS, por simple proximidad geográfica.

El escenario que nos plantea el director griego es un país, Uruguay, cuya oligarquía económica mantiene el poder bajo una apariencia democrática con el apoyo soterrado de los EEUU, que se encarga de instruir al aparato policial y militar para mantener a raya las demandas de libertad de las nuevas generaciones, que quedan encarnadas por los jóvenes idealistas universitarios de doctrina marxista. Costa-Gavras retrata la lucha ideológica que representa la Guerra Fría. Por un lado, el mantenimiento de un sistema capitalista estable y predecible que aboga por un estado liberal basado en la promesa de recompensa a los méritos y el trabajo individual. Por el otro, el descontento con la realidad de un mundo en el que el éxito está restringido a una reducida élite por derecho de nacimiento.

Esa es la trampa de la Guerra Fría, que nadie gana, porque parece no haber más salida que la propuesta por los dos extremos en conflicto. Este hecho queda perfectamente reflejado en el momento en que la guerrilla izquierdista, Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros­, se enfrenta finalmente al dilema de tener que utilizar la más extrema violencia para combatir la misma violencia contra la que lucha, pero que no resulta tan evidente. ­   

Nos lo vuelve a explicar muy bien García Márquez en el mismo discurso pronunciado en Estocolmo que siempre conviene revisitar:” Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras fructíferas de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de nuestra soledad.” Eso era, en definitiva, la Guerra Fría, dos grandes disputándose el mundo o, en este caso, un pequeño país de América Latina.

22 de abril de 2020

La creación del nacionalismo.




“Resumo, señores: el hombre no es esclavo ni de su raza, ni de su lengua, ni de su
religión, ni de los cursos de los ríos, ni de la dirección de las cadenas de montañas.
Una gran agregación de hombres, sana de espíritu y cálida de corazón,
crea una conciencia moral que se llama una nación.”

Ernest Renan[1]


Nos dice Yuval Noah Harari, en su best seller Sapiens (De animales a dioses)[2], a propósito del nacionalismo, que no se trata de una mentira, que simplemente es imaginación. Me encanta esta brevísima definición porque, de alguna manera, absuelve a los hombres y mujeres del sentimiento de culpa por la mentira, tan asociado a nuestra cultura judeo-cristiana, y además, porque también tiene en consideración ese sentimiento de necesidad de amparo por algo superior como algo inherente al alma humana. Ya a finales del siglo XVIII, fruto del pensamiento ilustrado, creímos ser capaces de liberarnos de ese amparo, tan útil en los siglos anteriores para mantener sano el espíritu y ofrecer el consuelo, el conocimiento y la atención que ni la ciencia ni los gobernantes habían podido ofrecer hasta ese momento. Desde nuestra nueva visión positivista, habíamos tenido éxito en nuestra búsqueda de Dios y lo habíamos encontrado en nosotros mismos[3], aunque quizás demasiado pronto, lo que rápidamente puso en evidencia la necesidad de encontrar un nuevo asidero que permitiera legitimar el poder. Quizás fruto de la falta de confianza en el hombre como individuo, ese poder ya no podía proceder nunca más de arriba pero, aun así, debía emanar de algo que lo superara, aunque esta vez el origen sería distinto, vendría de abajo.

La idea de la necesidad de legitimación de la monarquía por parte del poder divino, representado en la Europa continental por la Iglesia católica, no es nueva, por supuesto, ha sido descrita por numerosos autores, entre ellos B. Anderson (1936-2015), que en referencia a la nación nos dice[4]:” S’imagina com a sobirana perquè el concepte va nàixer en una època en què la Il·lustració i la Revolució estaven destrossant la legitimitat del reialme per voluntat de Déu, jeràrquic i dinàstic”. Pienso que un buen ejemplo de esa necesidad de legitimación frente al pueblo podría ser la coronación de Napoleón como emperador de los franceses en 1804: tan solo 15 años después de la Revolución Francesa. El golpe de Estado de 18 Brumario y el establecimiento del Consulado (1799-1804), bajo cierta apariencia democrática, no pareció suficiente para mantener su posición en Francia y proseguir con sus ideas expansionistas, acudiendo nuevamente al poder religioso, como lo demuestra la  presencia del papa Pío VII en su coronación. 
     
En cualquier caso, y volviendo a Harari, parece como si el historiador israelí bebiera de las fuentes de Anderson en su concepción de las comunidades imaginadas, y ambos de las fuentes del materialismo histórico. Habiendo introducido ya a uno de los autores que va a guiarnos en este basto mundo del estudio del nacionalismo, sólo me queda presentar al profesor E. Hobsbawm (1917-2012), de la misma corriente marxista que los dos autores anteriores.

Tanto Anderson como Hobsbawm coinciden en la modernidad del concepto de nación pero, ¿es posible establecer una fecha? Anderson es poco específico en cuanto a la datación de su nacimiento y nos habla de finales del s. XVIII[5], Hobsbawm, en cambio, afina un poco más y lo establece más adelante en el tiempo, de forma aproximada, en 1830[6], desligándola completamente del año concreto de la Revolución francesa de 1789 que, visto desde un punto de vista romántico, quizás cuadraría mucho mejor.

Pero, ¿qué es una nación? Ambos coinciden en la dificultad de definir el concepto. Para Anderson es, ante todo, un artefacto cultural[7], idea de la cual no anda Hobsbawm muy alejado cuando sitúa la idea de nación únicamente[8]:” en la cabeza de los nacionalistas”. No cabe duda, sea posible o no su definición, de que se trata de un concepto poderoso y con una extraordinaria capacidad de movilizar, tanto en sentido positivo como negativo, a los millones de personas que nos encontramos bajo su influencia, nos guste o no. Es por ese motivo que Anderson se pregunta[9]:” per què els individus estan disposats a morir per aquestes invencions?. Por mi parte sólo cabría añadir por qué están dispuestos también a matar, aunque su carácter esté ya implícito en la cita.

Tratando de saltar el obstáculo, Anderson hace su aportación en el intento de definición del concepto de nación:

Seguint un esperit antropològic, per tant, propose la definició següent de nació: una comunitat política imaginada com a inherentment limitada i sobirana. Es imaginada perquè ni els membres de la nació més petita mai no arribaran a conèixer la major part de la resta dels seus compatriotes [...] tanmateix, en la ment de cada un viu la imatge de la seva comunió.
(Benedict Anderson, “Comunitats imaginades”. Afers, 2005)

Especifica más adelante Anderson que el concepto de soberanía del que habla la cita anterior nace de la ruptura con el poder monárquico y el poder divino al que estaba ligada en la época. Hoy en día, una vez esta antigua  fractura ha sido ya consolidada, el término soberanía vendría a definir, en mi opinión, el deseo de ruptura con el poder político (democrático o no) que impide a una nación constituirse en estado.

Anderson da un papel clave, en la creación de la conciencia nacional, a lo que él denomina capitalismo de imprenta. Siguiendo la escuela marxista, enfoca la industria editorial como una herramienta al servicio de las nuevas comunidades imaginadas, con sus diferentes lenguas vernáculas, frente a la antigua comunidad imaginada: la cristiandad[10]. Cierto es que Anderson nos explica que esta nueva industria tuvo que salvar el obstáculo de la enorme cantidad de lenguas vernáculas existentes, cuyo conocimiento era ahora clave para acceder al poder, pero con el latín no hubiera podido acceder a los lectores en masa, ya que esta lengua era solo accesible para una élite muy reducida y dado que las lenguas vernáculas eran mayoritariamente utilizadas y transmitidas de forma oral. La incipiente idea de nación, junto con una enorme capacidad de producción editorial favorecía la unificación de estas lenguas vernáculas:

Res millor per «ajuntar» llengües vernaculars relacionades que el capitalisme, el qual, dins dels límits imposats per les gramàtiques i les sintaxis, va crear llenguatges impresos mecànicament reproduïts capaços de ser disseminats pel mercat. Aquestes llengües impreses van assentar les bases de la consciència nacional [...].
(Benedict Anderson, “Comunitats imaginades”. Afers, 2005)

Anderson no niega un interés previo de la población por el tema del nacionalismo[11]:” […] cercaven sobretot aquelles obres que despertaven l’interès del nombre més gran possible de contemporanis”, pero le otorga a la imprenta y a su capacidad de producción una importancia capital, aunque no menor que la que le concede al sentimiento que por su lengua vernácula tenían sus propios hablantes:

[…] aquelles llengües que per als seus parlants eren (i son) la pedra angular de les seus existències, era immensa; tan immensa, de fet, que si el capitalisme imprès hagués hagut d’explotar cada mercat vernacle oral en potència s’hauria quedat en un capitalisme d’unes dimensions insignificants.
(Benedict Anderson, “Comunitats imaginades”. Afers, 2005)

Le otorga a la lengua nada menos que la categoría de piedra angular. No quiero quitarle ni un ápice de la importancia que la lengua puede tener para un pueblo, pero no me atrevería a darle este grado de trascendencia. En este sentido, me inclino más por la opinión de Hobsbawm, que entiende la lengua como una herramienta al servicio de la política, en el sentido en que ésta queda ligada irremediablemente a la idea de nación. Al igual que el interés por la nación es explotado por el capitalismo de imprenta de Anderson, la lengua es, según Hobsbawm, un instrumento al servicio del nacionalismo:

Porque, contrariamente a lo que afirma el mito nacionalista, la lengua de un pueblo no es la base de la conciencia nacional, sino, citando a Einar Haugen, un «artefacto cultural».
(Eric Hobsbawm, “Naciones y nacionalismo desde 1780”. Crítica, 1998)

Nos volvemos a encontrar con el concepto «artefacto cultural». En este punto, si se me permite la licencia, todo se me aparece como un artefacto cultural, tanto la nación, como la lengua como instrumento al servicio de la idea de nación, lo que me permite, una vez más, darme cuenta de lo poderosas que pueden ser las ideas; qué lástima no ser capaces de utilizar semejante instrumento para un bien común, pongamos por ejemplo, la erradicación del hambre en el mundo[12], pero esa es otra historia que nada tiene que ver con el nacionalismo, ¿o sí?

Estemos o no de acuerdo, la lengua se ha convertido actualmente en uno de los pilares básicos de muchas de las naciones que aspiran a constituirse en Estado. Me pregunto porque es necesario remontarse siglos y siglos atrás en el tiempo para reforzar esa idea. Me parece suficiente argumento el amor que un pueblo pueda sentir por su lengua en este preciso momento, sin que sea necesario argumentar que ya fuera hablada hace cientos o miles de años. Claro que este mismo argumento podría utilizarse con la idea de nación, en mi opinión, de forma igualmente válida. Por supuesto, no negare la ingenuidad de pensar que sea suficiente con la voluntad, pero si se me permite, sólo quería dejar constancia de la misma. Sin embargo, Hobsbawm relativiza enormemente la importancia de la lengua en movimientos nacionalistas como el catalanismo en su camino a su constitución en Estado:

Tampoco el catalanismo como movimiento (conservador) cultural y lingüístico se remonta más allá del decenio de 1850 y la fiesta dels Jocs Florals (análogos a los Eisteddfodau galeses) no se resucitó antes de 1859. La lengua misma no se estandarizó eficazmente hasta el siglo XX, y el regionalismo catalán no se interesó por la cuestión lingüística hasta mediados del decenio de 1880 o más tarde.
(Eric Hobsbawm, “Naciones y nacionalismo desde 1780”. Crítica, 1998)

Otro de los puntos en los que no estoy en desacuerdo con Anderson, y su visión romántica del nacionalismo, es en la desvinculación que hace del mismo y sentimientos como el racismo:

En una època en què és tan comú que els intel·lectuals progressistes, cosmopolites (sobretot a Europa?) insistesquen en el caràcter gairebé patològic del nacionalisme, el seu fonament en el temor i l’odi als altres, i les seues afinitats amb el racisme, convindrà recordar que les nacions inspiren amor, i sovint un amor profundament abnegat.
(Benedict Anderson, “Comunitats imaginades”. Afers, 2005)

Como Hobsbawm, veo claro vínculos entre el racismo y el nacionalismo:

Además, hay una analogía evidente entre la insistencia de los racistas en la importancia de la pureza social y los horrores de la mezcla de razas y la insistencia de tantas […] formas de nacionalismo lingüístico en la necesidad de purificar la lengua nacional de elementos extranjeros.
(Eric Hobsbawm, “Naciones y nacionalismo desde 1780”. Crítica, 1998)

No quisiera que pareciera que critico el romanticismo de Anderson, un romántico nunca lo haría, pero sí la prevalencia de la cantidad sobre la calidad. Desde un punto de vista positivo, puedo aceptar el mejor de los sentimientos de cualquier nacionalista y su esperanza en un futuro mejor para su comunidad. Incluso puedo llegar a aceptar que se trate de una inmensa mayoría de ellos, pero no las consecuencias que ha tenido a lo largo de nuestra historia reciente. Sin pretender achacarlo exclusivamente a causas nacionalistas, baste recordar los estragos de la Primera y Segunda Guerra Mundial, que me dan pie a despedirme con una cita del gran Stefan Zweig[13]:” He visto nacer y expandirse ante mis propios ojos las grandes ideologías de masas: el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y, sobre todo, la peor de todas las pestes: el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea.
   
 


[1] Conferencia dictada en la Sorbona, París, el 11 de marzo de 1882. Ed. digital: Franco Savarino, 2004
[2] Yuval Harari, Sapiens (De animales a dioses), pág. 446, ePub.
[3] JAESCHKE, W. «La consciència de la modernitat». Web del Profesor Alcoberro en la que se expone, a propósito de Hegel, el sentimiento imperante en la sociedad de la época de las revoluciones de 1789 y 1830: “Dios a muerto”.  
[4] Benedict Anderson, Comunitats imaginades (Valencia: Editorial Afers, 2005), 25.
[5] Benedict Anderson, Comunitats imaginades (Valencia: Editorial Afers, 2005), 22.
[6] Eric Hobsbawm, Naciones y nacionalismo desde 1780 (Barcelona: Crítica, 1998), 27.
[7] Benedict Anderson, Comunitats imaginades (Valencia: Editorial Afers, 2005), 22.
[8] Eric Hobsbawm, Naciones y nacionalismo desde 1780 (Barcelona: Crítica, 1998), 17.
[9] Benedict Anderson, Comunitats imaginades (Valencia: Editorial Afers, 2005), 165.
[10] Benedict Anderson, Comunitats imaginades (Valencia: Editorial Afers, 2005), 62.
[11] Benedict Anderson, Comunitats imaginades (Valencia: Editorial Afers, 2005), 58.
[12] Según ACNUR, 8.500 niños mueren cada día de desnutrición. https://eacnur.org/blog/cuantos-ninos-mueren-de-hambre-al-dia-tc_alt45664n_o_pstn_o_pst/
[13] Stefan Zweig, El mundo de ayer (Barcelona: Acantilado, 2011), Kindle, Pos 52.


BIBLIOGRAFIA.

Benedict Anderson. Comunitats imaginades: Reflexions sobre l'origen i la propagació del nacionalisme. Valencia: Editorial Afers, 2005.
Emil Ludwig. Napoleón. Madrid: Juventud, 2003.
Eric Hobsbawm. Naciones y nacionalismo desde 1780. Barcelona: Crítica, 1998.
Hermann Kinder, Werner Hilgemann, and Manfred Hergt. Atlas Histórico Mundial: De los orígenes a nuestros días. Madrid: Ediciones Akal, 2007.
Renan, E. “¿Qué es una nación?”. Conferencia dictada en la Sorbona, París, el 11 de marzo de 1882. Madrid: Instituto de Estudios Políticos, 1957.
Yuval Harari. Sapiens: De animales a dioses. Ed. Debate, 2015.

20 de febrero de 2020

El consuelo o una visión antropológica de la religión.


No me resisto a reconocer, de salida, la tremenda fascinación que siempre he sentido por el hecho religioso; se trata de una atracción, he de decirlo ya, semejante a la que podría sentirse frente a la belleza de un cuadro exquisito, que corresponde con el preciso momento en que se es capaz de sentir tanto su belleza como la doliente incapacidad de siquiera realizar una obra semejante. Y es que uno no ha sido bendecido con la gracia de la fe, si se me permite tal aproximación al oxímoron, pero reconoce que, para quien no tiene todas las respuestas, puede resultar un buen refugio al que acudir, incluso en estos confortables e individualistas tiempos occidentales, en los que pudiera parecer que ya no necesitamos cobijo de ningún tipo que no provenga de los tiernos brazos de nuestro Estado del bienestar y del calor de nuestras sobreestimadas ciencias naturales, a las que sin embargo tantísimo debemos.

Sin ambición de una datación estricta ni pretenciosa sí que me gustaría, para empezar, establecer un marco cronológico simple, aunque amplio, en la historia de la religión. Éste iría desde los primeros vestigios de enterramientos prehistóricos encontrados en la Sima de los Huesos de Atapuerca, datados en unos 400.000 años[1], que ya denotaban una preocupación trascendente por la muerte, hasta los nuevos movimientos religiosos (NMR) de este principio del s. XXI en el que nos encontramos. Dos hitos a destacar, en mi opinión, entre un punto de partida muy alejado ya y nuestro presente; la muerte de Dios anunciada por Hegel[2], a principios del s. XIX, desde el positivismo, el optimismo y la confianza en el progreso de la humanidad proveniente de la Ilustración, y posteriormente por Nietzsche, aunque esta vez, dejándonos solos ante el abismo por nuestro insensato afán en la búsqueda de respuestas. Ya iniciándose en el último cuarto del s. XX, con los NMR, estamos presenciando lo que Oliver Roy llama secularización de la religión:

La secularización y la globalización han obligado a las religiones a separarse de la cultura, a concebirse como autónomas y a reconstruirse dentro de un espacio que ya no es territorial y que por tanto ya no está sometido a lo político.
(Oliver Roy, “LA SANTA IGNORANCIA”. Península, 2010)

Si atendemos a ciertos datos[3] podríamos concluir que la religión está en la actualidad en franco retroceso, al menos en Occidente, pero según la tesis de Roy, parece más bien que estamos asistiendo:” a nuevas formas de visibilidad de lo religioso”.  
Este desmedido intervalo de tiempo, y su no del todo absurda cronología, sólo me sirve para subrayar el hecho de que el fenómeno religioso nos ha acompañado desde el preciso momento en que hemos podido considerarnos humanos, o al menos datarlo científicamente, hasta la actualidad.

Pero el marco cronológico en el que vamos a situarnos es mucho más reducido y se iniciaría, de forma solo tangencial en este texto, con los antiguos pensadores griegos y romanos (s. V a. c.), que ya mostraron interés por la historia de la religión. Ya en el s. XVIII de nuestra era, fruto del racionalismo imperante y con los primeros estudios comparativos, como el de J.F. Lafitau, que establecía una primera conexión entre los indios americanos y los antiguos griegos (y por extensión, con todos los pueblos ágrafos anteriores), cuyas deidades tenían en común la pretensión de comprender los fenómenos naturales que les acontecían. Desde la perspectiva racionalista antes mencionada, parece lógico que convinieran en definir la religión como un intento (fallido) de interpretar su entorno, de aprehenderlo. Para Lafitau[4]:” todas las culturas paganas eran esencialmente idénticas y diferentes de las civilizaciones cristianas”. En definitiva, la racionalidad de la época estableció la irracionalidad como el origen de la religión. 
  
Pero ya centrándonos en nuestra era, y habiendo puesto en evidencia que el interés por los orígenes de la religión no apareció de repente en el s. XIX, podemos convenir, como hace la profesora Manuela Cantón, que sus fundadores académicos serían F.M. Müller (1823-1900), E.B. Tylor (1832-1917) y J.G. Frazer (1854-1941). La pregunta que centraba pues sus estudios era[5]:” cómo la gente había llegado a creer en dioses”, cada uno de los tres autores mencionados propuso orígenes diferentes para la religión, pero todos lo hicieron desde un esquema evolucionista y todos convenían en entender le idea primigenia de la religión como una respuesta racional a las dudas planteadas al hombre sobre sí mismo y sobre el mundo que le rodeaba. Una primera respuesta racional que debe ser enmarcada dentro del momento en el que surge la necesidad de respuestas, una situación en la que el nivel de conocimiento y las herramientas disponibles para desarrollarla no existían.

Una falta de herramientas a la que, en mucha menor medida, también se enfrentó Müller, Tylor y Frazer, pero que aun así, consiguieron iniciar la investigación sistemática y científica y, tal como nos dice Cantón[6]: “emancipar el estudio de la religión de la perspectiva excluyente de los teólogos”. Ese fue su gran logro, a pesar del ambiente que impregnaba la época victoriana, que los abocaba inexorablemente a un etnocentrismo salvaje fruto del positivismo europeo, a pesar de unos datos históricos todavía sin verificar y a pesar de no haber confrontado ciertas hipótesis con el trabajo de campo, fijaron un punto de salida a partir del cual se ha podido erigir la antropología de la religión.

Iniciemos pues el viaje de búsqueda del origen de la religión con Müller, filólogo alemán que abrió el camino a las múltiples vías desde las que se puede abordar la religión: la antropología, la lingüística, la sociología o la arqueología, y por supuesto, el que lo centrará en ese momento, como nos dice Cantón[7]:” el análisis comparativo de religiones y mitos; el origen, desarrollo y evolución de la religión”. Müller, al igual que Tylor, creía que la religión nacía de la creencia en la existencia del alma humana[8], quedando así definida, para ellos, la religión. Pero, ¿de dónde nacía concretamente esa creencia?

Parece como si los hombres, por lo menos en un nivel bajo de cultura, estuvieran profundamente preocupados por dos tipos de problemas biológicos. En primer lugar, ¿cuál es la diferencia entre un cuerpo muerto y uno vivo?, ¿cuál es la causa del sueño, el trance, la enfermedad, la muerte? En segundo lugar, ¿qué son esas formas humanas que aparecen en los sueños y visiones?
(Lessa y Vogt 1972:12)

Frente a los fenómenos de la naturaleza y el reflejo que éstos tenían sobre ellos mismos, nuestros antiguos habrían desarrollado una primera trinidad: cuerpo, vida y espíritu. Pero para que la religión apareciera como institución social no era suficiente con la creencia en almas o espíritus, Tylor sabía que era necesario que quedaran establecidos ciertos rituales que implicaran al resto de esos primeros creyentes, pero el enfoque individualista de Tylor no permitía ese salto. Durkheim nos ayudará en este sentido más adelante.

Pero no nos olvidemos de Frazer ni de la teoría evolucionista. En el esquema cronológico de la evolución humana, que empieza con la magia, avanza hacia la religión y termina con la ciencia, queda establecida la magia como el origen de todas las religiones, iniciando una polémica que aun hoy no ha sido resuelta. Pero, ¿cómo se produce el cambio de magia a religión?, para Frazer se trata de un tema de desarrollo intelectual, de evolución, el mago es racional, no cree en poderes sobrenaturales ya que él los controla, pero cuando ese control deja de ser evidente, y se demuestra el error dada la complejidad de los fenómenos naturales y la imposibilidad real de control y/o predicción, llega un punto en el que deben desarrollarse otros mecanismos que permitan volver a la zona de confort, es decir, donde nos sintamos satisfechos con una nueva concepción de nuestro universo volviendo a tener el mando.

Por resumirlo en un sentido menos académico, nos damos cuenta de que el mago falla más que una escopeta de feria, por lo que hay que buscar otras alternativas para apelar a esos poderes superiores que, ahora sí, se han revelado superiores al hombre: necesitamos los ritos religiosos para apelar a ellos. La diferencia con Tylor radica, como se ha mencionado anteriormente, en que el modelo magia-religión-ciencia es evolutivo, es decir, es necesario abandonar una fase para pasar a la siguiente:

Mientras que Frazer distinguía entre magia, ciencia y religión, sosteniendo que la ciencia era la forma de pensamiento dominante en Europa occidental, Tylor afirmaba que las tres estaban presentes en todas las culturas humanas.
(Brian Morris, “Introducción al estudio antropológico de la religión”. Paidós, 1995)

Pese a que las evidencias etnográficas refutaron el modelo de Frazer y, efectivamente, acababan concluyendo que las tres categorías podían convivir simultáneamente en una misma cultura, sus teorías evolucionistas sirvieron de base para muchas investigaciones posteriores.

Como ya avanzábamos anteriormente, el debate sobre cómo distinguir la magia de la religión seguía abierto. Ante la posición ya esbozada de los evolucionistas decimonónicos, Durkheim le imprimía a la magia un carácter individual que la alejaba de las instituciones objeto de su interés, la religión tenía en cambio un carácter colectivo que permitía asociar a los hombres entre sí, lo que encajaba mucho mejor en su esquema de pensamiento. Malinowski en cambio entendía la magia como un medio para superar estados de estrés y la religión como un fin en sí mismo, una celebración.

Y Alberle, que identifica ciertos rituales para el control del entorno natural con la magia y del entorno social con la religión. Valga por tanto esta breve retrospectiva de los conceptos magia y religión para incidir, una vez más, en el hecho de que todos estos intentos de diferenciación estricta no han tenido éxito hasta ahora, y que sigue habiendo una frontera muy fina entre una y otra. Parece claro, en cualquier caso, que no es una disyuntiva en la que sea muy conveniente ahondar por parte de algunas religiones que quizás la consideren ya superada.

Y llegamos a Émile Durkheim (1858-1917), que junto con Karl Marx (1818-1883) y Max Weber (1864-1920) podríamos considerar los padres fundadores de la sociología como disciplina académica. A partir de ahora la antropología y la sociología, rama desde la que vamos a afrontar la cuestión religiosa, va a centrarse en los aspectos más funcionales de la misma. Así nos lo explica la profesora Cantón:

Durkheim vio la religión como una institución útil. Ni la consideró un error producto de un pasado de ignorancia, ni un obstáculo al progreso. Las representaciones religiosas son representaciones colectivas que expresan realidades colectivas, lo que convierte a los hechos religiosos, en consecuencia, en hechos sociales.
(Manuela Cantón, “La razón hechizada. Teorías antropológicas de la religión”. Ariel, 2001)

Y respecto a su carácter institucional, el mismo Durkheim nos lo deja claro[9]:” Es, en efecto, un postulado esencial de la sociología el que una institución humana no puede descansar en el error ni en la mentira: en tal caso no podría haber perdurado”, dando todo el valor moral y científico a las religiones primitivas, dado que respondían a las mismas necesidades existenciales, que van a ser la base de su estudio y que le permitirán la extrapolación posterior al resto de religiones.

Durkheim considera la religión un hecho social que debe ser estudiado desde la objetividad y la ciencia, dejando de lado el factor sobrenatural que la acompaña y que no encaja con el carácter científico que quiere imprimirle. Al contrario que Marx, pensaba que la religión era algo inherente a la sociedad humana, con una función perfectamente definida que veremos más adelante, y no una herramienta para buscar consuelo por unas condiciones de vida precarias que sólo llevaba al conformismo. Marx consideraba que cuando esas condiciones precarias desaparecieran, con la recuperación de la confianza en la humanidad y el advenimiento del comunismo, lo haría también la religión.

Durkheim entiende la religión como un factor cohesionador, una argamasa cuya función es unir a unos hombres con otros, cuyo efecto va perdiendo fuerza a lo largo de la historia a medida que se van encontrando nuevas formas de relacionarse, se me ocurren por ejemplo desde las relaciones comerciales y diplomáticas, hasta los nacionalismos de los siglos XVIII y XIX, o la actual globalización provocada por irrupción en nuestras vidas de internet.
En Las formas elementales de la vida religiosa (1915), analizando las formas más primitivas de religión como método de estudio, Durkheim distingue dos esferas principales en las que puede dividirse todo hecho religioso: lo profano y lo sagrado, de carácter antagónico, desde donde llega a su conocida definición de la religión:

una religión es un sistema solidario de creencias y de prácticas relativas a las cosas sagradas, es decir separadas, interdictas, creencias y prácticas que unen en una misma comunidad moral, llamada Iglesia, a todos aquellos que se adhieren a ellas.
(Émile Durkheim, “Las formas elementales de la vida religiosa”. Akal, 1982)

Las prácticas (o ritos) establecen cómo deben ser las relaciones de la comunidad con las cosas sagradas. Una ceremonia de bautizo cristiana, por ejemplo, sigue una liturgia (rito) muy concreta cuya finalidad es la admisión de un nuevo miembro en el seno de la iglesia cristiana, siguiendo la creencia de que el agua utilizada (en el rito) purificará el espíritu ante su nacimiento en el seno de la iglesia.

Otra de las cuestiones que aborda Durkheim atañe a la cuestión de que los dioses sean o no una condición necesaria: ¿son imprescindibles para el nacimiento de una religión?, ¿son esenciales para que la religión pueda cumplir con su función?, me parecen cuestiones muy interesantes para confrontar con nuestra concepción occidental de la religión. Con la constatación de que el budismo no ha requerido de la creencia en divinidades o, cuanto menos, juegan un papel secundario, llega a la conclusión de que la religión no puede ser definida en relación a ellas y no son por tanto un factor esencial para su aparición ni su desarrollo:

En efecto, todo lo esencial del budismo se contiene en cuatro proposiciones que los fieles llaman las cuatro nobles verdades. La primera establece la existencia del dolor como algo ligado al perpetuo fluir de las cosas; la segunda muestra en el deseo la causa del dolor; la tercera hace de la supresión del deseo el único medio de suprimir el dolor, la cuarta enumera las tres etapas por las que hay que pasar para llegar a esta supresión […]
(Émile Durkheim, “Las formas elementales de la vida religiosa”. Akal, 1982)               

Como Durkheim, el interés de Max Weber no se centra en la veracidad de los dogmas ni entra a valorar si una creencia religiosa es o no razonable, como buen padre de la sociología, su interés se dirige a desgranar la influencia que estos dogmas y creencias tienen sobre las actividades del hombre y especialmente sobre la ética y la economía. Seguimos indagando en los aspectos más funcionales de la religión.

Según Weber, la influencia en la sociedad de las religiones fundadas sobre la idea de la salvación, valga de ejemplo la cristiana, es enorme. La propia idea de salvación lleva intrínseco un mensaje de cambio en el statu quo, algo no funciona en una sociedad en la que alguien o algo debe salvarnos, y por tanto va a haber tensión entre la nueva idea, en este caso y en última instancia, de amor al prójimo (incluso al enemigo), y la sociedad “injusta” preestablecida. La religión viene en este caso a cambiar el orden social, a provocar una revolución. 

Sin enemigos no hay lucha, sin lucha no hay competencia, sin competencia no hay capitalismo; parece clara también la afectación que las religiones de la salvación tienen en nuestro sistema económico: el capitalismo. Pero una cosa es el mensaje original del enviado que vino a salvarnos y otro la utilización que de él hace la institución que lo gestiona y, según nos indica Freund[10] a propósito de la sociología de Weber:” en general las religiones han encontrado formas de acuerdo con las fuerzas económicas – una Iglesia institucionalizada se convierte inevitablemente en una fuerza de este género –“, excepción hecha con la puritana, que ha encontrado en la santificación del trabajo un encaje mejor a nivel ético. 

Weber se interesó también por las actitudes de las diferentes capas sociales ante el fenómeno religioso; me interesa particularmente la actitud de los comerciantes que, según Freund, entraña más contrastes. Parecería lógico que los comerciantes se mantuvieran centrados en sus actividades mundanas, la actividad comercial poco o nada tiene que ver con aspectos que incumban al más allá, o digámoslo de otro modo, y es que Dios no parecería ser una variable que atender a la hora de realizar una transacción, sin embargo[11]:” […] en el curso de la historia comprobamos el fenómeno inverso. Por lo general, los burgueses fueron en otro tiempo las personas más piadosas”. Me atrevo a postular, más allá de la ética puritana mencionada anteriormente, que esa tendencia a priori antinatural hacia la religión, podría ser compensada por una querencia natural al conservadurismo, que ofrece la estabilidad necesaria para las relaciones comerciales. Siempre, por supuesto, que no se convierta, de manera puntual, en un freno para su desarrollo. Lo lamento mucho, ha vuelto a surgir el marxista que vive en mí.

Introduzcámonos ahora en el simbolismo, otro de los elementos importantes estudiados por Weber como herramienta básica de la sociología que es, ¿cómo actúa el hombre frente a unas fuerzas que no se manifiestan de manera directa?, ¿cómo se entra en contacto con ellas?, ¿cómo se explican?, ¿cómo salvamos estas limitaciones del lenguaje?, todo a través de los símbolos. Y centrémonos ahora en la antropología simbólica que[12]:” entiende la cultura como un sistema de símbolos y significados compartidos” y que es, en definitiva el estudio de la manera en la que el hombre ha intentado superar las barreras que le imponía el propio lenguaje.

Tal como nos indica el Profesor Vallverdú introduciendo a Clifford Geertz:

Ha sido considerado el creador de la antropología simbólica moderna, centrada en las diferentes maneras en las que la gente entiende su entorno y las acciones de los demás miembros de su sociedad. Todas estas interpretaciones se establecen, según Geertz, por medio de símbolos y procesos, como por ejemplo los rituales; y a través de ellos los seres humanos dan significados a sus acciones. En definitiva, se trata de una forma de lenguaje.
(Jaume Vallverdú, “Antropología simbólica. Teoría y etnografía sobre religión, simbolismo y ritual”. UOC, 2008)                    

En este punto vamos a hablar de la religión en base a los símbolos. Geertz los define como “fuentes extrínsecas de información”, en contraposición a los genes, para las que no existe un método biológico de transmisión. El símbolo es la herramienta que permite[13]instituir los procesos sociales y psicológicos que modelan la conducta pública”, es decir, permitir la cohesión de un determinado grupo de individuos o sociedad bajo una concepción común de la existencia y del universo en el que se encuentra, dado que esa información no puede transmitirse de forma intrínseca (como los genes). Intentaré expresarlo con un ejemplo, en el caso del cristianismo podríamos convenir que miembros de esa misma religión se identificarían mutuamente y de forma rápida, en cualquier parte del mundo, gracias a una pequeña cruz colgada al cuello. 
Quizás no sea tan importante en la época que vivimos, pero no cuesta demasiado imaginarse lo reconfortado que se sentiría un peregrino francés cruzando Palestina en el s. XII, al encontrarse con un correligionario en un lugar tan alejado de su tierra natal. Nuestro viajero francés entendería automáticamente que, en lo esencial, su concepción de la existencia y la del oriundo palestino serían similares, con lo que su relación nunca partiría de cero, al contrario de lo que podría pasar si se hubiera encontrado con un musulmán, hecho para el cual no era demasiado buena época; todo esto más allá de la bondad de las personas independientemente de su religión, espero que se me entienda. Y dado que los valores culturales, o las creencias religiosas, no pueden transmitirse genéticamente tal como se ha avanzado anteriormente, que decir de la utilidad de los símbolos para que esos procesos que modelan la conducta pública puedan ser transmitidos no sólo en el espacio sino en el tiempo a las generaciones siguientes.

Es en el ejemplo anterior de la cruz donde toma forma la utilidad de los símbolos, y es que lo que pretende transmitir va más allá de la forma física, para eso sería suficiente con que llevara una simple tarjeta que lo identificara como peregrino, una especie de acreditación medieval que lo reconociera como tal, si se me permite. Idealmente, ambos participantes del encuentro casual sabrían que han sido educados en el amor al prójimo, en la piedad y en la creencia de que las acciones en esta vida tienen su repercusión tras la muerte; saber eso, de un simple vistazo, es mucho. El símbolo, por tanto, es útil a la religión en tanto representa una verdad trascendente, que le permite transmitir de forma rápida y relativamente sencilla la serie de conceptos complejos que le son característicos.  

Decía el historiador Yuval Noah Harari que:

Hoy en día se suele considerar que la religión es una fuente de discriminación, desacuerdo y desunión. Pero, en realidad, la religión ha sido la tercera gran unificadora de la humanidad, junto con el dinero y los imperios. Puesto que todos los órdenes y jerarquías sociales son imaginados, todos son frágiles, y cuanto mayor es la sociedad, más frágil es. El papel histórico crucial de la religión ha consistido en conferir legitimidad sobrehumana a estas frágiles estructuras.
(Yuval N. Harari, “Sapiens. De animales a dioses”. Debate, 2015)


Aceptar y valorar no solo el papel histórico de la religión, sino el actual, no es en absoluto sencillo. Nuestra propia tradición católica reciente no invita precisamente a ser benévolo a la hora de valorar la importancia que las religiones en general, y la católica en particular, ha tenido a lo largo de la historia de la humanidad, ahora ya en el sentido cronológico más amplio que seamos capaces de imaginar. No cabe duda, en cualquier caso, de que negar su importancia no tiene ningún sentido y que debemos aceptar que es un hecho que nos define como especie, seamos o no religiosos (o espirituales, como diría alguien que cree que no lo es).

A lo largo de este ensayo se ha intentado dar una idea muy general de cómo se ha afrontado su estudio, especialmente en los últimos dos siglos, pero no quería finalizarlo sin dejar constancia, una vez más, del aspecto más funcional que, en mi opinión, tiene y ha tenido la religión, que no es otro que el consuelo que ha ofrecido. La vida ha sido muy dura a lo largo de la historia y no ha tenido excesivo valor hasta hace muy poco tiempo, casi un instante cuanto menos en occidente, siendo quizás la única herramienta puesta al servicio de la gente común para reconfortarse, para superar las desgracias que devenían a la inmensa mayoría de la población. Hablo de una herramienta más al estilo de Eliade, personal e introspectiva, poco útil, sí, desde un punto de vista sociológico. He de reconocer que para un agnóstico y suspicaz marxista comedido como el que escribe no deja de ser extraña una opinión así pero, ¿no es parte también del espíritu humano la contradicción?




[2] JAESCHKE, W. «La consciència de la modernitat». Nota extraída de la web del Profesor Alcoberro:
[3] Según indica Oliver Roy, en EEUU el número de seminaristas católicos ha pasado de 49.000 en 1965 a 4.700 en 2002.
[4] CANTON, M. “Teorías antropológicas de la religión”, p. 38-39.
[5] MORRIS, B. “Introducción al estudio antropológico de la religión”, p. 119.
[6] CANTON, M. “Teorías antropológicas de la religión”, p. 41.
[7] CANTON, M. “Teorías antropológicas de la religión”, p. 41.
[8] Animismo: creencia en seres espirituales.
[9] Durkheim, E. “Las formas elementales de la vida religiosa”, p. 2
[10] Freund, J. “Sociología de Max Weber”, p. 163
[11] Freund, J. “Sociología de Max Weber”, p. 180
[12] Vallverdú, J. “Antropología simbólica. Teoría y etnografía sobre religión, simbolismo y ritual”, p. 36

[13] Geertz, C. “La interpretación de las culturas”, p. 91 

BIBLIOGRAFIA.

Cantón, M. (2001) "Construyendo la religión como objeto de conocimiento antropológico", a: Cantón, M. La razón hechizada. Teorías antropológicas de la religión. Barcelona: Ariel.
Durkheim, E. (1982) “Introducción” i “Definición del fenómeno religioso y de la religión”, a: Durkheim, E. Las  formas elementales de la vida religiosa. Madrid: Akal.
Freund, J. (1986) “La sociología religiosa”, a: Freund, J. Sociología de Max Weber. Barcelona: Península.
Geertz, C. (1990) "la religión como sistema cultural", a Geertz, C. La interpretación de las culturas. Barcelona: Gedisa.
Geertz, C. (1990) “Ethos, cosmovisión y el análisis de los símbolos sagrados”, a Geertz, C. La interpretación de las culturas. Barcelona: Gedisa.
Morris, B. (1995) "La tradición antropológica", a: Morris, B. Introducción al estudio antropológico de la religión. Barcelona: Paidós.
Vallverdú, J. (2008) “Fundamentos y desarrollo de la tradición simbolista”, a: Vallverdú, J. Antropología simbólica. Teoría y etnografía sobre religión, simbolismo y ritual. Barcelona: UOC.