Los giros
de la historia son a veces inesperados y, desde la perspectiva del tiempo,
siempre sorprendentes. Nadie podía imaginarse, el 19 de julio de 1870[1], año en el que Francia
declararía la guerra a Prusia – que acabaría permitiendo a Bismarck la
proclamación del II Reich, y el nacimiento de Alemania, tras conseguir la
victoria – que tan solo 81 años después, esos mismos dos países, acabarían
formando el germen de la actual Unión Europea junto con otros 4 estados
europeos: la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA). Habían de pasar
todavía muchas cosas en esos 81 años que no iban a invitar a la conclusión
final, entre ellas, dos agresiones más de Alemania contra la soberanía
francesa, hechos que no vendrían sino a confirmar, como ya apuntaba, que la
historia sigue caminos solo escrutables desde la confianza que da el
conocimiento de los hechos.
La
declaración de Schuman, ministro francés de Asuntos exteriores, confirmada por
el tratado de París de 1951, marcaba un antes y un después en lo que serían la
relaciones entre los estados europeos al renunciar, por primera vez, a la
soberanía sobre un sector industrial esencial, además del reconocimiento implícito
que implicaba de un país que lo había invadido 3 veces en menos de un siglo. Se
iniciaba así un camino que debía estabilizar por fin Europa a través de la
federalización siguiendo el modelo norteamericano, y aunque era un primer paso
desde su punto de vista, no se conocía todavía el camino a seguir ni cómo
superar las diferentes reticencias. Una cosa era llegar a un acuerdo comercial
con ventajas para todas las partes, otra muy diferente poner fin a siglos y
siglos de intereses en conflicto a lo largo y ancho de la vieja Europa. En
cualquier caso, la puerta había quedado abierta.
El
siguiente paso lógico era la creación de un mercado que no abarcara solo un
sector industrial y así fue como, a propuesta de los Países Bajos, se firmó en
Roma (1957) el tratado que daba nacimiento a la Comunidad Económica Europea
(CEE), cimentada sobre la idea liberal de que la eliminación de las
regulaciones fronterizas para las mercancías industriales iba a beneficiar a
todos los ciudadanos de los seis miembros fundacionales. Se trataba, todavía,
de crear un espacio interior de libre circulación de mercancías, pero ahora
también con una política común en cuanto a los aranceles impuestos al mercado
exterior a la CEE. La ambiciosa idea de crear unos Estados Federados de Europa
sigue sin ser abordada.
La CEE
seguiría creciendo bajo esta idea, facilitar el libre comercio entre sus
estados miembros, lo que ofrecía un enorme atractivo para la expansión de las
diferentes economías. En el año 1973, Reino Unido, Dinamarca e Irlanda se unían
al proyecto del mercado común. La CEE se constituía en una organización de 9
miembros.
Ya en los
ochenta, la mirada se fijó en el sur de Europa, con la entrada de Grecia
(1981), Portugal y España (1986), el principal carácter fundador de la CEE, el
libre mercado, se revestía también de la solidaridad implícita al incorporar al
grupo economías menos desarrolladas, que por contrapartida ofrecían nuevas
posibilidades de crecimiento para las grandes potencias europeas.
Con la
nueva ampliación, eran 12 ya los miembros de la CEE que, además de seguir con
el proceso de construcción europea, iban a afrontar dos grandes retos a finales
de los años 80 y principios de los 90. Por un lado, la caída del muro de Berlín
y la posible reunificación de Alemania, por el otro, en la lógica heredada de
la Guerra Fría, el temor de París y Londres frente al enorme peso que había
adquirido la República Federal Alemana. Como solución a esos temores se propuso
la creación de un Banco Central Europeo y una moneda única que eliminara la
preeminencia del marco alemán como moneda de referencia, de este modo quedaba “diluido”,
en definitiva, el poder de influencia de Alemania. Tal como nos comentaba Wilfried
Guth[2] en 1989:” […] la clave de un progreso efectivo en la
vía de la unión monetaria y de la creación de un verdadero sistema bancario
central europeo reside en la voluntad política de los gobiernos de los países
miembros de renunciar a la soberanía nacional en favor de una soberanía
compartida –y más eficaz – a nivel comunitario.”
En este nuevo escenario de soberanía
compartida, libre de recelos, que quedaría finalmente establecido en el
Tratado de Maastricht en 1992, se enmarcaba la reunificación alemana en el
contexto de lo que a partir de entonces sería la Unión Europea.
Si bien, como hemos comentado, la Unión
Europea tiene como fin último la integración federal de los diferentes países
que la componen, para formar una unidad más fuerte que la suma de sus
integrantes, el papel de otra de las instituciones supranacionales más
importantes, la Organización de las Naciones Unidas (ONU), tendría como función
principal, al menos en sus orígenes, la creación de un foro mundial de representación
de cada una de esas soberanías. Su fin principal sería la creación de un punto
de encuentro en el que poder resolver los conflictos entre países antes de
recurrir a la violencia. Tal era ya el deseo del presidente norteamericano
Wilson cuando, al fin de la Gran Guerra, pretendió establecer las bases para
evitar que se repitiera, impulsando la Sociedad de Naciones. El hecho de que
finalmente EEUU no se adhiriera la hería de muerte ya antes de nacer. Tal como S.
Zweig la definía[3]:”
Una ocasión única, tal vez la más
decisiva de la Historia, se ha malgastado de una manera lamentable”.
La ONU establecía el estado como unidad
primaria en el orden internacional, cuya soberanía debía siempre respetarse y,
al menos teóricamente, en condiciones de total igualdad. Pero, tal como Taylor
y Curtis[4] postulan, esa capacidad de
intervención en los asuntos internos de sus miembros ha ido incrementándose
desde su fundación en 1945. Esa implicación en los asuntos internos conlleva el
reconocimiento de los factores actuales e históricos de desestabilización en el
mundo, y la asunción de que las condiciones políticas, económicas y sociales
internas tienen repercusiones a nivel global. Prueba del nuevo carácter moral
creciente adoptado por la ONU fue la insistencia con la que EEUU y Reino Unido
trataron de conseguir la autorización del Consejo de Seguridad de la ONU para
la invasión de Irak en 2003. En cualquier caso, tan cierto es que su
persistencia no tuvo éxito como que la negativa de la ONU no logró frenar el
ataque.
A propósito del Consejo de Seguridad de
la ONU hay que decir que subsana uno de los errores cometidos en la formación
de la Sociedad de Naciones y mantiene formalmente la preeminencia de las
naciones vencedoras de la 2ª Guerra Mundial, con lo que quedaba garantizada,
desde el inicio, la viabilidad de la institución. Su composición matiza
claramente, siendo generosos, la aparente condición de igualdad de los 193
miembros actuales. Formado por un total de 15 estados, los 5 miembros permanentes
(EEUU, Reino Unido, Francia, Rusia y China), poseen el poder de vetar cualquier
resolución del propio Consejo[5]:” Indeed, this tension
between the recognition of power politics through the Security Council veto,
and the universal ideals underlying the United Nations, is a defining feature
of the organization”. Esos principios universales están mejor plasmados en la Asamblea
General, donde están representados todos los estados miembros, que participan,
esta vez sí, en condiciones de igualdad: un estado, un voto. Esta capacidad de
representación no está, en cambio, respaldada por poder alguno de decisión, ya
que la Asamblea General no tiene capacidad de emitir resoluciones, sólo
recomendaciones.
Antes de presentar otras grandes
organizaciones a nivel mundial, con poderes formales menos evidentes, debería
hablar de unos actores principales que, gracias a la globalización, se han
introducido en el panorama internacional con enorme fuerza. A las clásicas
relaciones entre estados, que desde siempre habían liderado el diseño de la
realidad, se han unido otro tipo de organizaciones creadas en el mismo seno de
sus sociedades y que se interrelacionan unas con otras fuera del marco
estado-estado[6]:”
Greater clarity
is obtained by analyzing intergovernmental and inter-society relations, with no
presumption that one sector is more important than the other”. Según la
clasificación de Willets, esa mayor claridad se obtiene a partir del análisis
de las relaciones que se establecen entre los gobiernos y las organizaciones no
gubernamentales. Además de los aproximadamente 200 estados presentes
actualmente en el panorama internacional, deberemos también tener en cuenta a
las compañías multinacionales como Apple, Pzifer o Exxon, organizaciones con un
ámbito de actividad nacional (como la Asociación Nacional del Rifle en los
EEUU), organizaciones estatales supranacionales (como la OTAN) y lo que hoy
identificamos como las verdaderas organizaciones no gubernamentales, las ONG
(como la BRAC: Bangladesh Rural Advancement Committee). Todas estas
organizaciones tienen hoy en día un enorme poder para modular las acciones y
decisiones que toman los gobiernos. Reconocer su influencia es también admitir
que el modelo de relaciones internacionales es mucho más complejo de lo
aceptado hasta ahora, siendo el primer paso para poder alcanzar soluciones a
los conflictos que, necesariamente, serán también complejas. La importancia y
poder de influencia de estos nuevos actores y, por encima de todos, la de las compañías
multinacionales queda bien claro[7]:” In 2004, the 50 largest
transnational industrial companies, by sales, each had annual revenues greater
than the GNP of 133 members of the United Nations”.
Retrocedamos ahora un poco en el tiempo y
volvamos al final de la Segunda Guerra Mundial, un momento clave en el que era
necesario recuperar y reforzar el sistema capitalista frente al riesgo que
representaba para las élites el tener al, de nuevo, enemigo comunista en pleno
corazón de Europa. De los Acuerdos de Bretton Woods surgieron dos instituciones,
el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, que se iban a encargar de
establecer el nuevo orden económico mundial frente al modelo marxista
interpretado por la URSS. Su función principal debía ser la supervisión de los
mercados financieros, ofrecer liquidez, así como facilitar financiación a
países en problemas, con la promesa de que su gestión rendiría en beneficio de
todos los ciudadanos. En definitiva, los diferentes estados se supeditaban a
instituciones independientes con el fin de evitar la recesión de los años 20 y
30.
Todo fue relativamente bien hasta la
primera crisis del petróleo en los años 70, a la que siguió la crisis de la
libra esterlina en 1976. Algo iba a cambiar, el rescate del Reino Unido por
parte del FMI venía subordinado a la realización de ajustes sociales, privatizaciones
y a la aceptación de mayores tasas de desempleo, la clase obrera era derrotada[8]:” La etiqueta «neoliberalismo» resulta apropiada para lo que vendría a
continuación: el rechazo del corporativismo social de posguerra que había
sustentado el crecimiento occidental, así como el giro hacia el monetarismo y
la desreglamentación. […] El FMI devino así no solo un financiador, sino un
artífice a escala global de importantes cambios en las políticas internas”.
El FMI había iniciado una época en la que el capital iba a poder circular por
todo su ámbito de influencia, cada vez más grande, sin ningún tipo de control
ético o moral. La duda sobre la promesa inicial de redistribución de la riqueza
crecía tanto como los beneficios de los graduados de Harvard empleados en Wall
Street[9]: “En septiembre de 1982, el presidente mexicano saliente, José López
Portillo, denunciaba públicamente «la plaga financiera (...) que estaba
causando cada vez mayores estragos en todo el mundo»”.
[1] Kinder,
H., Hilgemann, W., & Hergt, M. (2007). Atlas histórico mundial (Vol. 11).
Ediciones Akal.
[2] Guth, W.
(1989). La creación de un Banco Central Europeo (BCE). Política Exterior, 3(9),
55-57.
[3] Zweig,
S. (1927). Momentos estelares de la humanidad. Wilson fracasa. El Acantilado,
2012, p. 263.
[4] Devon
E.A. Curtis and Paul Taylor. "The United Nations". En: John Baylis
(et al). The globalization of World Politics. p. 312-328. Oxford: Oxford
University, cop. 2008
[5] Devon
E.A. Curtis and Paul Taylor. "The United Nations". p. 312-328.
[6] Peter
Willets. "Transnational
actors and international organizations in global politics". En:
John Baylis (et al). The globalization of World Politics. p. 330-347. Oxford:
Oxford University, cop. 2008
[7] Peter
Willets. "Transnational
actors and international organizations in global politics". p.
330-347.
[8] Mazower,
M. El auténtico Nuevo Orden Económico Internacional. Gobernar el mundo:
historia de una idea desde 1815 (p. 435-475). Valencia: Berlín Libros 2018.
[9] Peter
Willets.
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