7 de enero de 2021

El mundo actual (I): la Guerra Fría.


Tras la finalización de la Segunda Guerra Mundial, el sentimiento de cansancio y hartazgo de miseria, muerte, destrucción y sufrimiento debía ser parecido al de 1918, cuando la Primera Guerra Mundial concluyó con la primera derrota de Alemania. Entonces no sabían que acabaríamos numerando las guerras mundiales, pero la concepción del mundo y del estado de las cosas era similar, cuanto menos, en todo el continente europeo. Esa concepción, uniforme en lo esencial, iba a cambiar con la Revolución de Octubre de 1917. Al sistema democrático liberal capitalista que venía dirigiendo hasta entonces la Europa occidental iba a contraponerse una nueva ideología que había sacado del letargo medieval a Rusia, donde no alcanzaron las revoluciones del siglo anterior, lo llamaron comunismo. Tras la derrota del enemigo común, había desaparecido el nexo de unión entre estas dos ideologías y, más allá de las luchas de poder entre las potencias ganadoras, salieron a relucir esas diferentes concepciones que se tenían del mundo futuro que había de surgir de las ruinas europeas.

La propia Guerra Fría iba a contribuir a tapar los fracasos, antes y durante la guerra, de los líderes europeos en Europa occidental, algunos de los cuales habían incluso colaborado con el enemigo. Era terreno abonado para que el socialismo se abriera camino como alternativa razonable, oportunidad truncada por el miedo al modelo totalitario comunista[1] que traería la nueva política de bloques. Europa central y oriental, en cambio, no tuvo opción ninguna de adoptar un modelo democrático, con sus países arrasados por la guerra y las antiguas élites desaparecidas o directamente eliminadas, los gobiernos fueron directamente situados en la órbita de Moscú.

La necesidad de protección fronteriza que tenía la URSS frente a una tercera invasión alemana era el punto a partir del cual iba a desencadenarse el choque de trenes que ya anunciaban las diferencias ideológicas[2]:” La Unión Soviética había sido invadida dos veces a través de Polonia a lo largo de este siglo […]. Ni Churchill ni Roosevelt podían entender plenamente el shock que había sido la invasión alemana en 1941 ni la determinación de Stalin de establecer un cordón de seguridad de estados satélites para que los rusos no pudieran volver a ser sorprendidos nunca más. Cabría afirmar que los orígenes de la Guerra Fría se sitúan en esa experiencia traumática.

Polonia es un caso paradigmático de esta fase inicial de la Guerra Fría, el control de ese país era considerado imprescindible para la seguridad de la URSS[3]:” Convencido de que los alemanes se recuperarían pronto y volverían a constituir una amenaza para la Unión Soviética, Stalin consideraba imprescindible tomar las medidas necesarias para asegurar la futura seguridad de su país mientras el mundo era todavía maleable. Esa seguridad exigía, como mínimo, instaurar gobiernos sumisos en Polonia y en otros estados clave de Europa del Este”. Todas las promesas de establecer un gobierno democrático en Polonia fueron rotas tras la entrada de las tropas rusas en 1944; paradójicamente era la segunda vez que lo hacían en 5 años, la primera en connivencia con los invasores ─ gracias al Pacto Mólotov-Ribbentrop ─ que ahora expulsaba. El muro “protector” construido a base de países estaba empezando a levantarse incluso antes de finalizar la guerra.

El año 1953 marca el inicio de la que probablemente fuera la época más peligrosa de la Guerra Fría y, posiblemente, de la historia de la humanidad. En los diez años que van hasta 1963 se produjo el fin de los grandes imperios coloniales francés y británico en África y Asia, al menos, como los habíamos entendido hasta ese momento. La forma de ejercer el dominio iba a cambiar, así como el eje de poder, que se configuraba ya claramente entre las dos superpotencias[4]: EEUU y URSS. El proceso de descolonización fue decisivo en la preparación del nuevo terreno de juego, que iba a dejar vacante el espacio en el que iba a librarse la guerra sin batallas entre los Estados Unidos y la Unión Soviética.

Los británicos supieron prever mucho mejor que los franceses lo que iba a suceder y optaron más pronto que tarde por una retirada que les permitiera ahorrar esfuerzos frente a lo que veían inevitable, manteniendo además lazos afectivos y económicos con la creación de la Commonwealth. París pagó más caro el proceso queriendo mantener el control de sus colonias por la fuerza, sobretodo en el caso de Argelia, que estuvo a punto de costarle su propia república en 1958, cuando el presidente De Gaulle tuvo que detener un golpe de estado que pretendía socavarla.

1953 es también el año en el que muere Stalin; con la desaparición de la figura del dictador se pone fin también a la tremenda influencia que su personalidad había ejercido en todas las esferas de poder, por encima incluso del propio PCUS. Tras una intensa batalla política, Kruschev se hace con el mando del partido. Estos movimientos hicieron creer a algunos países que la fuerza ejercida desde Moscú se había debilitado, atreviéndose a reclamar reformas, entre ellos Hungría, donde se produjo una revuelta en 1956 que pedía la llegada de la democracia. Kruschev se encargó de recordarles que Moscú mantenía todavía el control mandando tanques a Budapest y aplastando de forma sangrienta la revuelta. 

Entretanto, el General Eisenhower, antiguo comandante supremo de los aliados en Europa, accedía a la presidencia de los EEUU en el año 1952. El nuevo presidente pensaba que la expansión del comunismo era un problema real e inminente, iniciando así una política más intervencionista[5] y cambiando la visión del uso que habían de tener las armas nucleares. En esencia se trataba de que, ya que ambas potencias disponían de la capacidad de aniquilarse mutuamente, y de que esa fuerza podía desatarse en cualquier momento por factores irracionales, debían prepararse para que se mantuviera un equilibrio que evitara el desastre. Algo parecido debieron pensar los soviéticos, ya que ese equilibrio se iba produciendo en base al aumento de la capacidad destructiva de ambos bandos. El caso es que la nueva política de Eisenhower supuso un llamativo aumento en el gasto armamentístico norteamericano, que había sufrido, como es lógico, una bajada espectacular desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. El gasto militar se casi cuadruplicó en el periodo 1950-1953[6].

Pero a pesar de ese enorme gasto militar, EEUU podía ofrecer a la mayoría de sus ciudadanos un floreciente estado del bienestar, contrapartida que no podía brindar al suyo la Unión Soviética. Reflejo de esa diferencia fue la creación del infame Muro de Berlín en 1961, que pretendía evitar por la fuerza la huida de su población hacia Occidente en busca de libertad y unas mejores condiciones de vida.

Con el triunfo en las elecciones norteamericanas del presidente Lyndon Johnson, en 1964, se inició una nueva fase. La escalada armamentística parecía pasar factura y el foco de atención se redirigía hacia el interior de las propias fronteras, intentando mejorar las condiciones sociales y los derechos civiles de los ciudadanos en general y los afroamericanos en particular. Aun así, continuaban abiertos diversos conflictos, entre ellos la Guerra de Vietnam, que de hecho acabaría costándole la presidencia a Johnson. A su vez, en Moscú, Brezhnev lidiaba con cuestiones similares y debía también desviar recursos militares para intentar mejorar las condiciones de vida de la población de la URSS, aunque sin demasiado éxito. El desencanto con el sistema centralista y burocrático impuesto por Moscú seguía creciendo, sobre todo en las regiones más periféricas.

En Checoslovaquia, liderado por el líder del Partido Comunista Alexander Dubček, se produjo un intento de reforma del sistema comunista impuesto por el Kremlin, no se trataba de un proceso de ruptura, sino de reforma del propio modelo, que simplemente buscaba más libertad. Inquieto por la posibilidad de que Checoslovaquia se pasara al bloque occidental, Moscú decidió la invasión del país, poniendo fin así a la Primavera de Praga el 21 de agosto de 1968.  

Más preocupados ahora por la política interior, las dos potencias habían iniciado un proceso de distensión que acabaría con la firma de los acuerdos SALT I, el 26 de mayo de 1972, que limitaban el número de las armas estratégicas de ambas superpotencias y la otrora impensable visita del presidente norteamericano a la Unión Soviética en 1974.

Esa distensión llegó a su término a finales de la década de los 70. La URSS había iniciado una fase muy activa de intervenciones en diversas zonas de África y Afganistán en apoyo de los movimientos antiimperialistas iniciados en los años 50. Los Estados Unidos, entretanto, estaban inmersos en una crisis moral, política y económica. Este hecho, junto con las maniobras soviéticas en el Tercer Mundo, que fueron vistas por la administración Carter como el inicio de una nueva fase expansionista de los soviéticos, provocó un enfriamiento de las relaciones que se alargó hasta la propia caída de la URSS en el año 1991.

Con la llegada de Reagan a la presidencia norteamericana en 1981 parecía que se reactivaba la Guerra Fría; consciente de su superioridad económica y de su fortaleza política, los EEUU pretendían arrinconar por fin a la Unión Soviética en base a un considerable aumento del gasto militar, que se dobló[7] a lo largo de su mandato. Seguir con la carrera armamentística iba a costarle a la URSS enormes gastos que lastraban su economía. La rígida estructura burocrática del Partido Comunista impedía la renovación de los órganos de gobierno y, en contraste con el modelo occidental, no permitía el desarrollo económico en un mundo en el que el capitalismo se estaba desatando definitivamente.

La situación se estaba tornando incontrolable en los países del Este. En Polonia, un sindicalista llamado Lech Walesa, iba a poner en jaque al gobierno central. La situación fue reconducida internamente mediante el golpe de estado del general Jaruzelski y Walesa fue encarcelado. Moscú había decidido no intervenir, iniciando así una nueva doctrina de (no) actuación que iba a ser el germen final de la caída del gigante soviético.

La llegada Gorbachov a la presidencia iba a suponer el último intento de evitar lo inevitable; sus reiterados intentos de realizar las reformas necesarias fueron completamente inútiles. En noviembre de 1989, ante la total inacción de Moscú, caía el principal símbolo de la Guerra Fría el Muro de Berlín. Poco faltaba ya para el golpe definitivo, que llegó en agosto de 1991, en forma de intento de golpe de estado contra Gorbachov. La población, liderada por Borís Yeltsin, impidió que tuviera éxito, pero no pudo evitar el desmembramiento de la URSS en 15 nuevas repúblicas independientes. A partir de ese momento el sistema capitalista dejaba de tener un contrapeso en toda su área de influencia occidental y podía campar a sus anchas. 



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[1] Y a los esfuerzos realizados por EEUU a través del plan Marshall, cuya ayuda en la reconstrucción de Europa fue vital, evitando además la búsqueda de alternativas al modelo político y económico establecido.

[2] Antony BEEVOR: La Segunda Guerra Mundial, Ediciones de Pasado y Presente, 2012.

[3] Robert J. McMAHON: La Guerra Fría. Una breve introducción, Madrid, Alianza Editorial, 2009.

[4] A pesar de los intentos de los países no alineados, que trataban de configurar una alternativa y que fueron, de hecho, imprescindibles para que el proceso de descolonización fuera llevado a cabo.

[5] Como el patrocinio de golpes de estado en Irán y Guatemala.

[6] Base de datos de gastos militares del SIPRI. https://www.sipri.org/sites/default/files/SIPRI-Milex-data-1949-2019.xlsx [Consultado por última vez el 5-10-2020].

[7] Base de datos de gastos militares del SIPRI. https://www.sipri.org/sites/default/files/SIPRI-Milex-data-1949-2019.xlsx [Consultado por última vez el 20-10-2020].


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