4 de junio de 2022

¿CÓMO NACIÓ EL MUNDO CONTEMPORÁNEO?



Si fuera posible establecer una fecha para el nacimiento del mundo contemporáneo más allá de los necesarios cánones académicos… espere, estimado lector…, puedo hacerlo mejor… Si consideramos la Revolución francesa como fecha del parto, podría sernos también útil para una mejor comprensión, conocer cuándo se fecundó el óvulo, cual fue ese preciso segundo en el cual el espermatozoide, después de haber atravesado el cuello del útero y subir por la trompa de Falopio, se encontró con el ovocito. Es conveniente por tanto hacer un pequeño salto temporal adicional antes de empezar a divagar sobre la manera en que nació nuestro mundo contemporáneo.

En nuestro caso, y si se me permite la libertad de seguir con el mismo ejemplo, la gestación va a durar algo más de lo habitual, exactamente el tiempo que va desde la publicación de De revolutionibus orbium coelestium por parte de Copérnico (1543), hasta la toma de la Bastilla, el 14 de julio de 1789. Muchos hombres ilustres van a desfilar en ese periodo, algunos incluso de mayor relevancia, pero si algún positivista me obligara, bajo amenaza de muerte o tortura, a establecer la fecha de la chispa inicial, sería indudablemente esta.

Dos factores de importancia infinita me llevan a esta conclusión de la mano de Rietbergen, el primero, por el atrevimiento que implicaba poner en duda el libro del que había emanado hasta entonces todo el conocimiento:

The text bears witness to great intellectual courage because it went against everything that the sixteenth-century Church and State saw as the established order of man and God, of earth and heaven. Thus, it laid the foundation for the modern, western world-view.  (Rietbergen, 2006, p. 315)

En segundo lugar, porque expresa y remarca la importancia de la utilización de las matemáticas como nuevo lenguaje para entender la naturaleza. Lenguaje que iba a ser imprescindible para cualquiera que quisiera buscar respuestas fuera de la Biblia.

Pero, obviamente, no estábamos –ni lo estamos todavía– preparados para que todo sea desentrañado a través de las matemáticas; para eso tuvimos la suerte de contar, entre otros, con Bacon, y sus primeros pasos en el desarrollo método científico, Descartes y su duda metódica o Locke, que nos enseño que no salimos del vientre de nuestra madre con ideas innatas y que estas son adquiridas a lo largo de nuestra vida en base a nuestra experiencia.

Subido a los hombros de estos gigantes, Newton pudo ir todavía un paso más allá, siendo capaz de predecir –si se me permite– en base al cálculo matemático, la posición de un cuerpo en un determinado momento dadas unas condiciones iniciales conocidas. Hasta ese preciso instante, siempre había sido Dios el que ejercía esa fuerza en todo momento y a su voluntad. Ahora que el movimiento se veía sometido a unas leyes ajenas a su dictamen, se había producido una ruptura de consecuencias impredecibles:” Newton confirmed what many had already suspected, or feared: God does not continuously interfere in man's life” (Rietbergen, 2006, p. 324). Se estaba creando el caldo de cultivo que iba a permitir a la gente observar con un nuevo espíritu crítico la realidad que le rodeaba, y lo que es más importante, iba a empezar a ponerla en duda:

Increasingly, people now argued that man should free himself of the paralysis of the past, of the authoritarian, unreasoned imposition of tradition used as an argument for the ideas and structures that, specifically, Church and State had created to hold their power over society and, even, man's soul. (Rietbergen, 2006, p. 325)

Sólidas y otrora indestructibles estructuras íntimamente ligadas a ese Dios iban a verse sacudidas desde sus mismísimos cimientos hasta la más alta de sus torres, otras simplemente iban a desaparecer. No se trataba entonces –Descartes daría fe de ello– como no se debería tratar ahora, de borrar de un plumazo lo que la fe había significado hasta ese momento a lo largo de siglos y siglos de historia para millones y millones de personas. Debemos ir ahora un poco más allá de la utilización maniquea que los poderosos han hecho de ella a través de los siglos.

No resulta fácil para un ateo como el que escribe reconocer, por ejemplo, que quizás sin esa inquebrantable fe, los puritanos del Mayflower que llegaron a lo que después se convertiría en los Estados Unidos de América, en 1620, no hubieran podido resistir las numerosas penurias que padecieron, para que siglo y medio después pudiera firmarse uno de los documentos históricos más influyentes de la historia, la Declaración de Independencia (1776) que, como no podía ser de otra manera, y al contrario de la Revolución francesa, no reniega en absoluto de su vínculo con Dios. Resulta cuanto menos desconcertante que fuera precisamente por esos nuevos aires humanistas que empezaban a soplar en la Inglaterra del siglo XVII por lo que se decidieron a buscar otro lugar, lejos de Europa, en el que poder practicar su ortodoxia puritana.

El caso es que un hueco tan profundo debía ser llenado. Se introdujeron muchas cosas en la oquedad: grandes declaraciones, como la anteriormente mencionada –que trataban de devolver al hombre su papel en el mundo, un papel que debía ser digno de las grandes ideas que ya hemos apuntado en este ensayo–, grandes personajes como Napoleón y toda una serie de grandes promesas basadas en una razón que debía llevarnos a la ruptura de todas las cadenas que nos habían mantenido presos hasta entonces en demasiados sentidos.

Pero el mundo contemporáneo nació, en cierta manera, huérfano, ¿podía sustituirse al fin esa legitimidad que Dios había otorgado hasta entonces a nuestros gobernantes y de la que parecía que no podíamos dejar de depender? Había que crear una idea superior, algo que rebasase la propia idea del gobernante, que lo abarcara y lo meciese como había hecho Dios hasta entonces, iba a aparecer por fin una de las creaciones más decisivas del mundo contemporáneo y de las más difíciles de definir, la nación.     

Su importancia radica en el hecho de que, tal como nos dicen Villares y Bahamonde:

La sustitución de las monarquías absolutas y de los grandes imperios, así como la agrupación en una unidad superior de pequeñas repúblicas y principados, ha sido realizada a través del estado-nación, que se ha convertido de este modo en la fórmula predominante de organización política del mundo contemporáneo. (Villares y Bahamonde, 2012, p. 75)

Es esa sustitución la que finalmente se realiza en este inicio de nuestro mundo contemporáneo y es en el eje del estado-nación en el que vamos a movernos a partir de entonces. Muchos de los conflictos activos en nuestros días tienen su origen en el esquema geopolítico que está comenzando a fraguarse ahora. Resulta imprescindible para cualquier intento de comprensión, remontarnos hasta las fechas en las que se está gestando nuestro futuro, un futuro que nos traerá terribles acontecimientos.

 

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BIBLIOGRAFÍA

 

Wong, B. (2018). Ch. 2 - 19th Century Industrialization. The Belknap Press of Harvard University Press.

Crow, T. (1989). Pintura y Sociedad en el París del Siglo XVIII. Nerea.

De la Villa, R. (2003). El origen de la Crítica de Arte y los Salones. Serbal.

Harvey, D. (2008). París, capital de la modernidad (Vol. 53). Ediciones Akal.

Honour, H. (2007). El Romanticismo. Alianza.

Nochlin, L. (1991). El Realismo. Alianza.

Ponting, C. (2001). World history: a new perspective. Pimlico.

Rietbergen, P. (2006). A cultural History. Routledge.

Villares, R., & Bahamonde, Á. (2012). El mundo contemporáneo: del siglo XIX al XXI. Taurus.

Žižek, S. (2011). Primero como tragedia, después como farsa (Vol. 10). Ediciones Akal.

29 de mayo de 2022

Los humildes (Cosette)


Y, ¿qué hay de nosotros los humildes?, ¿alguien ha contado nuestra historia? Mucho más allá de los grandes nombres, los grandes pensamientos y los magníficos descubrimientos que nos está brindando la ciencia y la filosofía, mucho más allá de la fe que teníamos en que por fin había llegado el momento de dejar de sufrir, nos preguntamos si sirvió de algo el sacrificio de que han supuesto todas estas revoluciones y las que vinieron después. ¿O simplemente cambiamos unos tiranos por otros? La promesa de libertad, igualdad y fraternidad, ¿dónde ha quedado? Es cierto que en este pleno siglo XXI se han consolidado muchos de los derechos por los que luchábamos allá por 1832, pero parece también que occidente se ha convertido en una isla con barreras insalvables para quien no ha tenido la suerte de nacer dentro de ellas.

No deja de ser necesaria y curiosa la visión romántica que ahora se tiene, por ejemplo, de la Revolución de 1789; eso lo acepto sin ambages, las personas necesitan alimentar su mente también con mitos y grandes hazañas, pero mi padre, Jean Valjean, que contaba 20 años cuando el pueblo –liderado por quien no era el pueblo– tomó la Bastilla en París, siempre recuerda el hambre que él y su familia pasaba. Si no le creéis a él, quizás confiéis más en el prestigioso historiador Clive Ponting:

During the eighteenth-century grain prices rose faster than wages and about 40 per cent of the population (as many as 70 per cent in some regions) were living in conditions of long-term malnutrition because they ate less than 1,800 calories a day and most of that came from poor-quality grains. Conditions were as bad as during the great boom in European population around 1300. Not until after 1825 did the average amount of food eaten per person in France reach the levels found in India in the late twentieth century. (Ponting, 2001, p. 642)

Como decía, es necesario conocer las grandes ideas de los grandes hombres, las que nos llevaron a derrocar al Antiguo Régimen –cuando no sabíamos que sería necesario todavía un segundo intento– pero también, tanto o más, los sufrimientos más íntimos que llevaron a provocar los enormes cambios que vendrían o las privaciones provocadas por el alto precio del pan.

Nos arrancaron de nuestras lejanas provincias con la promesa del fin del trabajo duro de sol a sol, y con el anuncio del fin de la incertidumbre que provocaba el caprichoso paso de las estaciones en nuestras cosechas. Venid a Paris dijeron, olvidad que sabéis cultivar vuestro propio sustento y tendréis estabilidad a cambio de vuestro trabajo. Lo que no advirtieron es que querían, no una parte de nuestro tiempo, lo querían todo, el nuestro y el de nuestros pequeños hijos.

Tengo la absoluta seguridad de que ni tan solo nos consideraban personas, éramos simples prolongaciones de las nuevas máquinas que los ingenieros mejoraban día tras día para poder prescindir de nosotros, ¿qué comeremos?, ¿de qué viviremos cuándo nos hayan sustituido a todos definitivamente? Nadie ve ya a los dueños de las fábricas, para los que somos poco menos que delincuentes, cuyo único delito es la pobreza a la que nos han condenado.

Se empieza ahora a oír hablar de socialismo, y es que no puede haber libertad sin igualdad, y algo o alguien debe poner freno a esta codicia humana que parece no tener límites. Entiendo que esas grandes ideas de progreso y crecimiento no pueden ser contenidas, ya que forman parte de la naturaleza humana, pero debemos también hacer valer nuestro derecho a una vida digna.   



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BIBLIOGRAFÍA

 

Wong, B. (2018). Ch. 2 - 19th Century Industrialization. The Belknap Press of Harvard University Press.

Crow, T. (1989). Pintura y Sociedad en el París del Siglo XVIII. Nerea.

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Žižek, S. (2011). Primero como tragedia, después como farsa (Vol. 10). Ediciones Akal.


4 de mayo de 2022

La esperanza (1750 - 1850)

Ha sido un año duro, un año muy duro, pero también ilusionante a la par que esperanzador. Encontrándome como estoy a finales de 1848, parece más que conveniente echar la vista atrás y hacer balance, intentando encontrar en el pasado los ecos que han desembocado en los hechos trascendentales que se han vivido y preguntarnos, como lo hará dentro de poco más de siglo y medio el catedrático de Antropología y Geografía de la Universidad de Nueva York, aunque lo hagamos en sentido inverso: “¿hasta qué punto y de qué maneras se encontraban prefiguradas las transformaciones alcanzadas a partir de 1848 en el pensamiento y en las prácticas de los años anteriores?” (Harvey, 2008, p. 25). O, dicho de otro modo, ¿hasta qué punto puede reconstruir el pasado un nominalista moderado –al modo de G. Duby– como yo para poder transmitirlo?

No negaré la ventaja de disponer a mi voluntad de la máquina del tiempo que me ha traído hasta aquí, pero tampoco el inconveniente de una concepción del mundo que no he podido dejar en el siglo XXI y de la que he de intentar, en la medida de lo posible, separarme. Por un lado, puedo aprovecharme –a riesgo de marear al lector con tanto salto temporal– del que me parece uno de los mejores análisis de los hechos concretos acaecidos en este 1848 que, como el de Harvey, ha de tardar todavía unos pocos años en realizarse y que desarrollará Marx parafraseando a Hegel:

Marx comenzó el Dieciocho brumario de Luis Bonaparte con una corrección de la idea de Hegel de que la historia necesariamente se repite a sí misma: «Hegel observa en alguna parte que todos los grandes acontecimientos y personajes de la historia mundial se producen, por así decirlo, dos veces. Se le olvidó añadir: la primera vez como tragedia, la segunda como farsa». (Žižek, 2011, Introducción)      

Y es que, con la reciente llegada a la presidencia de la Segunda República francesa de Carlos Luis Napoleón, uno no puede dejar de reconocer ciertas similitudes con el papel que tuvo su tío en la salvación de la Revolución de 1789 –de la que hablaremos en su momento– tema para otro ensayo sería lo que pasó finalmente con la Primera República. Semejanzas que, en cualquier caso y, como anunciará Marx, deberían ser entendidas como una mera farsa.

Pero empecemos ya a tratar de comprender como hemos llegado a la mitad de este alucinante siglo XIX. Villares y Bahamonde (2012) nos hablan del elemento central que, a partir de mediados del siglo XVIII, va a trastocarlo todo; hablamos de la novedosa posibilidad de aplicar el conocimiento científico al proceso productivo que iba a desarrollarse con la Revolución Industrial. Dos pensadores ingleses, John Locke e Isaac Newton habían puesto las bases del movimiento ilustrado que ahora nacía, y que iba a poner la razón y las ciencias naturales en el centro de la existencia humana. Más allá de lo que iba a suponer la aplicación del conocimiento científico, contenía además tácitamente, otras consecuencias tanto o más importantes. Y es que la ruptura con el modelo aristotélico, vigente hasta entonces, suponía la aceptación implícita de que ya no era necesaria la intervención constante de un Dios vigilante para el mantenimiento del orden cuyo poder había sido sustituido por novedosas leyes del movimiento basadas en un nuevo lenguaje universal, las matemáticas.

El hueco que empezaba a aparecer en el lugar que había pertenecido al Dios de cualquier confesión a lo largo de milenios, iba a generar un vacío que todavía no ha sido llenado completamente. Desde entonces, con épocas de mayor y menor optimismo acerca del progreso científico, se podría decir que muchos de los acontecimientos más relevantes para la humanidad, han tenido esta ausencia como una de sus causas más relevantes.   

De este modo, la legitimación de la aristocracia y del orden social establecido hasta entonces, cuyo poder estaba íntimamente ligado a ese Dios, iba a verse en entredicho por la afirmación de Locke, ya a finales del siglo XVII, de la existencia de ciertos derechos del hombre obtenidos de forma natural el mismo día de su nacimiento, inherentes a su existencia e inalienables. Las implicaciones de tal reconocimiento, al cabo de tantos siglos, van a modificar tan profundamente nuestra existencia, y a tantos niveles, que tan solo me va a ser posible esbozar una ínfima parte en este ensayo.

En cualquier caso, necesitamos acudir nuevamente a Villares y Bahamonde (2012) para dar fe de la magnitud de los cambios que iban a iniciarse a partir de 1750, y es que iba a ser, en palabras de Hobsbawm o Landes, "transformación más fundamental experimentada por la vida humana" desde la época neolítica. Esta transformación contiene dos elementos principales a tener en cuenta que, aunque estrechamente ligados –y conviene no olvidarlo en ningún momento– es adecuado separar para tratar de reducir su complejidad. Por un lado, tenemos las transformaciones políticas –con la Revolución americana (1776) y la francesa (1789) como máxima expresión– y por el otro la Revolución Industrial, como eje de la metamorfosis económica que iba a producirse, primero en Inglaterra, para después expandirse a nivel global.

Con la Declaración de Independencia de los Estados Unidos quedaban ya para la historia, negro sobre blanco, las bases a una de las corrientes ideológicas que iba a dominar el siglo siguiente, el liberalismo político, y cuyos fundamentos habían sido ya establecidos por John Locke a finales del siglo XVII. La guerra debía ser todavía ganada a los ingleses, pero la declaración de intenciones era totalmente radical. La Revolución francesa, en cambio, no pretendía fundar una nueva sociedad partiendo de cero con los conocimientos recién adquiridos; para poder hacerlo antes debía ser derrocado el Antiguo Régimen. La ola revolucionaria acabaría sacudiendo a toda Europa, marcando el inicio de la Edad Contemporánea. Una clase burguesa que reclamaba un nuevo marco que le permitiera desarrollar todo el nuevo potencial económico, combinado con el empobrecimiento de las clases más populares, parecen las causas más probables de la Revolución francesa según el historiador Ernest Labrousse. Serán esa clase burguesa, junto con las clases populares –ahora proletariado–, las que van a desempeñar los papeles principales a partir de entonces.

Pero había otra transformación en ciernes, iniciada un poco antes, hacia mediados del siglo XVIII. Los cambios no iban a ser todavía dramáticos en el plazo que debe llevarnos al año 1848 –donde nos encontramos, recuerde– pero la mecha estaba ya prendiendo. Tal como nos anuncia Ponting (2001), y más allá de los cambios tecnológicos tantas veces mencionados –entre ellos la famosa máquina de vapor de rotación continua de Watt– va a producirse una transformación radical en la cantidad de energía disponible:

For thousands of years it was vast amounts of human toil and effort, with its cost in terms of early death, injury and suffering, that were the foundation of every society. The power of the rulers and the elite was demonstrated by their ability to mobilize this effort for their own ends whether in monumental constructions or working on their agricultural estates. (Ponting, 2001, p. 645)

Las habilidades necesarias para el control social iban a ser muy diferentes a partir de entonces, así como la velocidad a la que iban a sucederse los cambios. El proceso iba a iniciarse en una zona del mundo muy concreta, Gran Bretaña, para después extenderse a lo largo de la Europa continental. Las razones de esta particularidad geográfica iban a ir mucho más allá de visiones románticas como la de Max Weber, que aludían a la ética protestante y el trabajo duro, según nos apunta Ponting (2001). En realidad, fueron motivos más circunstanciales y menos idealistas, como el aprovechamiento de ciertas materias primas a bajo coste fruto del trabajo de esclavos.


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BIBLIOGRAFÍA

 

Wong, B. (2018). Ch. 2 - 19th Century Industrialization. The Belknap Press of Harvard University Press.

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Žižek, S. (2011). Primero como tragedia, después como farsa (Vol. 10). Ediciones Akal.


25 de marzo de 2022

La Transición Española. Cambio u olvido.

 


Con el referéndum para la ratificación de la Constitución española, en diciembre de 1978, se pretendía dar por zanjadas varias décadas de gobierno totalitario. Fruto del recuerdo todavía fresco del dolor sufrido a lo largo de tantos años de represión, se instauró sobre él una especie de velo que pretendía la metamorfosis de una estructura totalitaria en democrática. De alguna manera, colectivamente, se decidió correr ese velo, con la consecuente desproporción en el esfuerzo que debía realizarse entre vencedores y vencidos en el año 1939.

No es el objetivo de este alumno realizar una revisión, ni realizar una crítica a los responsables que llevaron a cabo la transición, sino más bien hacer hincapié en el esfuerzo que se realizó –y se está realizando– para construir ese discurso y en cómo, ya en nuestros días, muy lejos ya del dolor vivido en carne propia, se puede establecer una nueva visión de lo que supuso la Transición que permita recuperar la memoria del sufrimiento provocado.

Tal como nos dice Gérard Namer, a propósito de Halbwachs:” […] la memoria colectiva propiamente dicha es, en sentido estricto, la memoria de un grupo o de una sociedad y, en sentido amplio, la memoria de la sociedad nacional que implica todas las sociedades particulares” (Namer, 1998, p. 43). Solo que ahora podemos notar, gracias a Pierre Nora, como esa memoria creada socialmente fluye y cambia con el transcurso del tiempo, el punto que lo que antes nos parecía una verdad inalienable se nos puede aparecer ahora como una mentira; sí, hasta ese punto puede ser cambiante.    

La Transición podría ser uno de esos lieux de mémorie de los que nos hablaba Nora en su obra homónima; me atrevo a ponerlo en sus propias palabras como punto de cristalización de nuestra herencia nacional (Nora, 1998, p. 17). Pero solo si somos capaces de hacerlo bajo la luz de las diferentes herramientas que las ciencias sociales ponen a nuestra disposición.

Si queremos convertir la Transición en un lugar de la memoria para todos deberemos ser capaces de construir algo que vaya más allá de lo que se consiguió, que reconozca la complejidad y pluralidad de quien concedió el olvido debido a miedos ahora ya desaparecidos. O dicho de otro moro, que la Transición no puede solo sostenerse sobre las espaldas de los perdedores.

Es importante entender este cambio, ese ascenso y declive del concepto de Transición, porque entre un extremo y otro encontraremos un lugar en el que poder reconocernos mutuamente nuestra heterogeneidad, así como nuestro errores y aciertos. En palabras de Nora, referidas por supuesto a Francia, pero aplicables a mi entender a España:” Consiste, ante todo, y aunque lo repitamos -pero es el punto central-, en el rechazo a insertar lo simbólico en un dominio particular, para definir a Francia como una realidad en sí misma y por completo simbólica, es decir, en rehusar toda posible definición que la redujera a un repertorio de realidades concretas” (Nora, 1998, p. 25).   

El profesor Manuel Álvaro nos advierte del final de un relato académico puesto al servicio de la construcción del relato oficial:

La historiografía académica, desde sus controversias teóricas y metodológicas, ha venido refutando estos relatos imaginarios e ideológicos sobre el pasado, dejando aparte aquella que tradicionalmente se ha ocupado de poner su erudición al servicio de la construcción de un relato oficial sobre la nación. (Álvaro, 2020, p. 25).

No estamos hablando ni de nuestros periplos por los Países Bajos hace más de tres siglos ni de armadas supuestamente invencibles, todavía podemos ir mucho más allá de la historiografía y aprovechar los testimonios vivos que deberíamos conservar como tesoros, tal como nos dice la profesora Yanet:

de esta manera se invita al historiador a investigar no solo por lo que pasó, sino por lo que los actores sociales recuerdan y por la manera como ellos han fijado esos recuerdos; asimismo por las intencionalidades que se desligan del recuerdo y del olvido. (Yanet, 2014, p. 59)

Estamos a tiempo, la memoria de la transición puede ser recuperada si atendemos y escuchamos a los que sufrieron desde el final de la Guerra Civil y nos reconocemos a nosotros mismos, a todos, como vencidos por una ideología totalitaria que es conveniente no olvidar.


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Acuña Rodríguez, O. Y. (2014). El pasado: historia o memoria. Historia y memoria, (9), 57-87. https://www.redalyc.org/pdf/3251/325132510003.pdf

Álvaro Dueñas, M. (2020). "La construcción de relatos sobre el pasado. Apología para la historia". Historia y memoria, (21), 21-70.  https://doi.org/10.19053/20275137.n21.2020.9886

Namer, G. (1998). Antifascismo y «La memoria de los músicos» de Halbwachs (1938). Ayer, (32), 35-56.

Nora, P. (1998). La aventura de Les lieux de mémoire. Ayer, (32), 17-34.

Solanilla, L. (2021) El caràcter social i patrimonial de la memòria. Barcelona: UOC.

23 de enero de 2022

El Satiricón de Fellini


A la hora de valorar el Satiricón de Fellini (1969), y solo como punto de partida, me gustaría avanzar al lector que debería haber un término medio entre la fabulosa crítica realizada por Roger Ebert para el Chicago Sun Times[1]:

Federico Fellini describes his "Fellini Satyricon" as a science-fiction film, but one in which we journey to the past rather than to the future. Directors are notoriously unreliable as sources of opinions about their own movies, but in this case, I think Fellini is dead right.

His film is a fantastical journey to a pre-Christian Rome that resembles no civilization that ever was, in heaven or on Earth. And it is a masterpiece. Some will say it is a bloody, depraved, disgusting film; indeed, people by the dozens were escaping from the sneak preview I attended. But "Fellini Satyricon" is a masterpiece all the same, and films that dare everything cannot please everybody.

Y la de Dave Kehr para el Chicago Reader[2], que la califica de:” A shallow, hypocritical film, without a glimmer of genuine creativity”. Y es en ese espacio intermedio en el que me situaría a la hora de valorar esta película. Para alguien como yo, amamantado con la romántica visión de Roma mejor representada por el Gladiator de Ridley Scott (2000), cuesta desprenderse del positivismo hollywoodiense del que nos habla el profesor Salvador Ventura y ver más allá de los hechos que describe – verdaderos o falsos – para adentrarse en la vida misma de los que la vivieron y dar con otro tipo de cine[3]:

Estas películas no intentan, a diferencia de los documentales y las películas de ficción, reproducir el pasado, sino que, al contrario. muestran aspectos que se consideran esenciales de los hechos y juegan con ellos. suscitando preguntas sobre las certidumbres que sostienen nuestros estudios e interactuando creativamente con los datos. En definitiva, una película histórica es una innovación en imágenes de la Historia.

Y eso a pesar de que la obra de Ridley Scott no anda tan alejada en cuanto a la representación del poder de los juegos en la sociedad romana[4]:

¿Qué tenía éxito de taquilla en Roma? Los héroes populares que triunfan sobre la adversidad gracias a su propia destreza. La emoción de ver matar a seres humanos para tu propia diversión. Por encima de todo, fue la experiencia sensorial total de los juegos lo que conquistó el favor del público.

Emoción que tiene su más limitado reflejo, en la película del magnífico director italiano, en la escena del teatro, cuando es seccionada, sin aparente importancia, y para regocijo del público, la mano de uno de los actores.

En cualquier caso, y alejándonos de esta mirada un poco más fantástica, convendría más aproximarse a esta obra de Fellini, por la que fue nominado al Oscar en el año 1970, con la predisposición a sumergirse en un decadente mundo onírico de sensaciones donde lo que se cuenta no es tan importante frente a cómo se cuenta. Y es que el intenso trabajo de documentación llevado a cabo por Fellini fue puesto al servicio de la rotura de algunos mitos[5]:

Todo ello lo llevó a cabo con la intención de un mayor conocimiento sobre la época que iba a tratar, pero, lejos de lo que pudiera sospecharse en principio, no quería reproducir según un criterio arqueológico y estético los modelos antiguos, sino que más bien pretendía evitar a tocia costa esa visión formal de perfección que hasta el momento se tenía del mundo clásico.

Pero situémonos primero en el contexto histórico del Satiricón, ¿cuál es exactamente el mundo en el que nos introduce Fellini? Aunque en una fase tardía, nos lo explica el profesor Lane[6]:

El «mundo clásico» es el mundo de los antiguos griegos y romanos, unas cuarenta generaciones anteriores a la nuestra, pero capaz aún de suponer un reto al compartir con nosotros una misma humanidad.

Y es el mismo profesor Lane el que nos advierte de los peligros de dejarnos caer en el romanticismo de películas como las mencionadas anteriormente: Gladiator, pero cuyos ejemplos no faltaran a poco que uno sea medianamente cinéfilo, a saber: Ben-Hur, Cleopatra, Julio César, Quo Vadis, …[7]:” Los que idealizan el pasado suelen no entenderlo: al querer restaurarlo, lo mata con su cariño”. Parece ser esa, en última instancia, la intención de Fellini, evitar que matemos el pasado a fuerza de embellecerlo exageradamente.

No se sorprenda el osado espectador que se atreva a introducirse en el Satiricón ante la falta aparente de argumento o hilo conductor, ni espere disfrutar de una película al uso, la intención principal de Fellini no era entretener[8]:

Con este material podría Fellini haber elaborado una obra cerrada, pero prefirió, en consonancia precisamente con sus características y como medio a través del cual subrayar el carácter fragmentario e incompleto de nuestra información, acentuarlo aún más, de forma que toda la película es una especie de sucesión de pequeños tableaux, sin más conexión, a veces, que la presencia de alguno o algunos de los protagonistas.

Desde una visión nominalista de la historia, Fellini no pretende reconstruir un mundo del que ya sólo quedan sus nombres, ni lamentarse por la información perdida a lo largo de los siglos. Utiliza lo que tiene para presentarnos su propia interpretación de una época que quizás hayamos idealizado en demasía, olvidando que también fueron mujeres y hombres corrientes quienes la conformaron y no solo poderosos emperadores o ilustres senadores con elevados ideales acerca de la democracia. Mujeres y hombres que disfrutaron, pero sobre todo padecieron, graves sufrimientos y privaciones, en mayor contraste, si cabe, frente a los niveles de lujo y opulencia de la élite.

Es ante la visión de los frescos en la última escena de la película en los que, maltratados por el tiempo, aparecen los personajes principales de la historia, cuando aparece nítidamente la intención de Fellini, que nos acaba situando en el presente. Ya no son unas simples caras desconocidas como las que podríamos visitar actualmente en Pompeya, ahora conocemos su historia, sus alegrías y sus miedos, lo que sufrieron y disfrutaron.

Ya no son extraños anónimos que vivieron en la idealizada cuna de la democracia. Fellini nos presenta, en definitiva, una opción, su propia alternativa basada, como hemos mencionado anteriormente, en un cuidadoso y esmerado estudio de la época. Es esta interpretación novelesca del mundo clásico, al estilo del grandísimo historiador George Duby[9], el verdadero valor de la obra de Fellini:

Es, por decirlo así, lo que separa al discurso del historiador, o histórico, del discurso novelesco; efectivamente, creo que un libro de historia, que la historia, es un género literario, un género que se integra en la “literatura de evasión”, al menos en gran medida; que sacia un deseo de evadirse de uno mismo, de lo cotidiano, de lo que te encierra; de esto estoy seguro.

Pero la diferencia entre el novelista y el historiador es que éste está obligado a tener en cuenta cierto número de cosas que se le imponen; que está determinado por una necesidad de “veracidad”, por así decirlo, más que, quizá, de “realidad”. En todo caso esto no tiene nada que ver con la materialidad de estas huellas: la huella de un sueño no es menos “real” que la de una pisada, o el surco de una carreta en la tierra. Creo que lo imaginario tiene tanto de realidad como lo material; es necesario que estemos de acuerdo sobre esto. El historiador no puede borrar todas estas huellas conscientemente, no puede borrar ninguna. Y está obligado a insinuar su invención, su parte de imaginación y de creación, en el interior de un archipiélago.

La huella de la que habla Duby son esos frescos crepusculares que Fellini ha intentado convertir en su sueño, sí, pero un sueño plausible y, aunque quizás desmesurado en algunos momentos, como debe suceder en cualquier novela que se precie, crea una conexión que nos lleva más allá del tiempo y nos ayuda a entender quienes fueron esos personajes – ahora personas familiares – que tantas veces vemos en representaciones antiguas.

Pero tras esta cariñosa, y quizás demasiado extensa, advertencia introduzcámonos un poco más en el Satiricón de Fellini. Se trata de una adaptación libre de la obra de Petronio con guion de Bernardino Zapponi, Fellini nos narra las peripecias de Encolpio y Ascilto, dos estudiantes en la Roma del s. I d.C., cuya única preocupación parece ser disfrutar al máximo, sin demasiadas exigencias morales, del corto periodo de tiempo que les han concedido los dioses para vivir en la tierra.

Estrenada en 1969, nos presenta, a través de escenas aparentemente inconexas – y no tan aparentemente – la decadencia de un imperio cuya élite se ha abandonado a todos y cada uno de los placeres mundanos, deleites de los que, en el momento de máximo esplendor de su mundo, habían tratado de huir. El resto del pueblo, siempre despreciado, parece vivir bajo la esperanza de llegar a convertirse en un entretenimiento para ellos, que les permita alejarse de su penosa existencia.

Nos lo explica Toner y lo desarrollaremos un poco más a través de una de las escenas más importantes de la película, la que nos muestra el banquete de Trimalción al que asiste Encolpio[10]:

Lo que ayudaba a sobrellevar esta enorme desigualdad en el reparto de la riqueza era la expectativa social de que los ricos y poderosos compartieran parte de su buena fortuna con los ciudadanos de a pie. Ya fuese ofreciendo pan subsidiado, pagando espectáculos en los teatros o fomentando la cacería de animales y el combate entre gladiadores en la arena, organizando banquetes públicos o construyendo grandes baños en la ciudad, las viejas élites políticas ofrecían a muchos ciudadanos pobres, especialmente en la Roma del Imperio, medios para disfrutar de los placeres de una buena vida.

Tal como sucede en este banquete, uno entre los que frecuentemente ofrece a sus invitados al más puro estilo del emperador Nerón, y tal como nos explica el profesor Jerry Toner[11]:

No obstante, el crecimiento del Imperio, la riqueza y los centros urbanos como Roma contribuyó de forma decidida a incrementar la variedad de experiencias sensoriales al alcance de, al menos, una parte de la no élite. Asimismo, alteró de manera radical la conducta de la élite. En lugar de la contención y sobriedad tradicionales, hubo ricos que, estando en posición de gastar sumas enormes de dinero, optaron por dedicarse al lujo, parte del cual llegó al pueblo. Eso creaba problemas graves para la élite, pues se consideraba que el lujo estimulaba sensaciones que tenían un impacto moral directo y degradante.

Reflejo de lo que el mismo Toner llama confusión sensorial durante la República tardía y el Alto Imperio, con su apogeo en la época en la que se sitúa el Satiricón de Petronio y la adaptación de Fellini[12]:

Los romanos estaban aprendiendo a usar sus sentidos de una forma más amplia, pero las tensiones que esta reorganización sensorial creó se expresaron a través de lo que se percibía como una enfermedad del cuerpo social. A ojos de los escritores moralistas de la élite, el cuerpo del varón romano, cuya legendaria reciedumbre le había permitido forjar un imperio, estaba reblandeciéndose como consecuencia de tanta sensualidad.

Era esa diferente percepción sensorial lo que marcaba la diferencia entre la élite y el pueblo llano, no hay más que observar el contraste entre el lugar donde viven Encolpio y Ascilto, arrasado por un terremoto al principio de la película, y la clásica villa romana que visitan tras el suicidio de los patricios, que parecen haberse dado cuenta de que los gloriosos tiempos de Roma están tocado a su fin. Una vez más, Toner nos da la clave de cómo gestionaban esas percepciones las clases altas[13]:

La élite usaba los sentidos como un medio de distinción social. El establecimiento de un cordón sanitario alrededor de la alta cultura que excluía a la mayoría de la población apelando a un gusto basado en la riqueza y, por ende, dejaba fuera a la no élite, el «Otro». El gusto de la élite se estableció a través de medios como el uso de pinturas lujosas para decorar sus habitaciones o la costosa educación que se requería para poder leer y apreciar la literatura. Ser un conocedor era lo que contaba, pues permitía convertir una serie de elecciones arbitrarias en la cultura dominante y legítima. El gusto se convirtió en un medio de distinción social, y se usó como prueba de la superioridad cultural de la élite. Con todo, la no élite podía ser bastante exigente acerca de las cosas que le importaban. Eran consumidores activos y críticos de los juegos y los espectáculos. Los actores que estaban por debajo de los estándares exigidos podían pasar un mal rato. Pero la élite siempre intentó ir más allá de lo sensual. De forma continua se definieron a partir del rechazo de lo bajo, lo sucio, lo ruidoso y lo maloliente. En muchos sentidos, era el acto de exclusión lo que constituía su identidad.

Había también diferencias más sutiles entre la élite y el pueblo, en este caso sólo reconocibles, al menos para el que escribe, si se visiona el Satiricón de Fellini en versión original subtitulada al inglés. Estoy refiriéndome al lenguaje, y es que en V.O. los subtítulos establecen claramente cuando se está utilizando el latín vulgar, lo que permite darse cuenta más fácilmente de este importante detalle del que toma buena cuenta Fellini y del que también nos habla Toner[14]:

Siempre habría una gran área gris entre el latín más refinado y el habla cotidiano de la gente. Pero, en general, el latín elevado estaba vedado a la no élite; algo que le tenía sin cuidado, pues este era irrelevante para sus preocupaciones diarias. La cuestión no era solo de acento, sino también de tono. La no élite tenía que ser muy cautelosa al tratar directamente con los poderosos. Su discurso, vacilante, dubitativo, indirecto, expresaba su subordinación. Usaba la adulación para intentar convencer a sus superiores sociales de que le proporcionaran lo que quería.

La ostentación del lujo, que había sido vista desde siempre como un signo de debilidad y corrupción, era utilizado ahora para controlar a la no élite, ofreciéndoles unas migajas a cambio de la estabilidad social[15]:

El lujo privado, que no ayuda a nadie y sirve solo para degradar al individuo, se condenaba con severidad. El programa de Augusto, en cambio, creaba un mundo sensorial que actuaba sobre el espectador para producir un beneficio social. […] Representaba la creación de una forma de gobierno más difusa y penetrante, una que utilizaba experiencias sensoriales intensificadas para fines políticos.

Aunque no faltaba ocasión para recordar lo poco que valía una vida y quien retenía claramente el poder, una vez más, en el banquete de Trimalción, cuando él mismo, acusado de plagio por el poeta ebrio de vino, lo sentencia a morir abrasado en el horno sin posibilidad de juicio ni defensa. Ninguno de los asistentes al festín parece sorprenderse lo más mínimo[16]:” Es importante reconocer que la autoridad de la élite fue siempre una cuestión de mutuo acuerdo, cooptación e intimidación en igual medida que de fuerza”, pero más remarcable es, quizás, el hecho de que sean los de su misma clase social los que cumplan con las órdenes del amo incluso con gusto y dedicación. ¿Qué hubiéramos pensado de Trimalción si su mausoleo hubiera llegado hasta nuestros días?, ¿qué imagen hubiéramos tenido de él, de su vida y sus obras, dos milenios después, leyendo el epitafio que habían preparado? Suerte que tenemos a Fellini para explicarnos la verdad o, cuanto menos, una verdad diferente a la que nos habían explicado la mayoría de los libros de historia y prácticamente todas las películas hasta la fecha.

Y qué decir del papel de Fortunata, su esposa, humillada y maltratada en público sin ningún tipo de pudor, fiel reflejo del papel de la mujer en la sociedad romana y cuya labor no era diferente entre la plebe. Lo refleja perfectamente Juan Crisóstomo tal como nos recuerda el profesor Knapp[17]:

El papel fundamental de la mujer es ocuparse de sus hijos, de su marido y de su hogar. La actividad humana se divide en dos esferas; una perteneciente a la vida fuera del hogar y otra dentro de él; lo que podríamos denominar esfera «pública» y «privada». Dios asignó un papel a cada sexo; las mujeres han de encargarse de la casa y los hombres de los asuntos públicos, de los negocios y de las actividades legales y militares, es decir, de la vida fuera del hogar.

Y que él mismo concluye[18]:” Siguiendo este ideal, el mundo grecorromano introdujo la afirmación de la inferioridad física y mental de la mujer en todos los intersticios posibles de la vida […] La mujer era un medio para un fin, y probablemente ella se veía de este modo”.

He aquí un pasaje del Satiricón de Petronio en referencia al papel de la mujer de Trimalción como muestra, también, del concienzudo ejercicio de documentación que llevo a cabo Fellini para la realización de su obra[19]:

Entonces por primera vez (pero no última), los buenos tiempos pasaron a ser tiempos convulsos. Pues cuando un muchacho guapo entró a formar parte del servicio, Trimalción lo agarró y empezó a besarlo largamente. Así que Fortunata (la esposa de Trimalción), con el fin de reivindicar sus derechos ante la ley, empezó a insultar a Trimalción, llamándole sucio y desgraciado y acusándole de no poder controlar sus impulsos lujuriosos. El insulto final que le lanzó fue «¡perro!». Trimalción se sintió ofendido por los insultos y arrojó una taza a la cara de Fortunata. Ella gritó como si hubiera perdido un ojo, tapándose la cara con manos temblorosas. Escintila también se alarmó. Estrechó a su aterrorizada amiga contra su pecho para protegerla.  

Diríase que se trata de un extracto del propio guion de la película.

Muy representativo es, también, el paseo de Encolpio y Gitón de vuelta a casa. Como la escena del sacrificio, en la que Fellini nos muestra el importante papel de la magia en la cultura clásica como medio de comunicación con los dioses o para la adivinación del incierto futuro, hecho que confirma, por supuesto, Toner[20]:

Mediante la combinación de lo exótico, lo estrambótico y lo mundano de formas inesperadas, la magia creaba una experiencia sensorial sobrecogedora. Un rito de iniciación (para qué no está claro) creaba una confusión sensorial total: «Sobre dos ladrillos puestos de lado, levantar una hoguera con leña de olivo» y cuando salga el sol «cortar la cabeza de un gallo blanco y sin mácula», que ha de haberse traído «bajo el brazo izquierdo». Una vez decapitado el gallo, «sujetarlo sin ayuda. Arrojar la cabeza en el río y beber la sangre, vertiéndola en la mano derecha, y arrojar el resto del cuerpo en el altar encendido; luego saltar al río y sumergirse con la ropa que se lleva puesta, salir del agua caminando hacia atrás y, después, cambiarse de ropa, alejarse sin mirar hacia atrás. Seguidamente, coger bilis de búho y frotarse un poco sobre los ojos con la pluma de un ibis», y entonces «la iniciación habrá terminado». 

Rodeados de suciedad, en ese mismo paseo, se percibe el hedor a suciedad e inmundicia que ninguno de los dos parece advertir y que en ningún caso lograríamos conocer en ningún museo[21]:

Tratemos de imaginar un mundo clásico diferente. ¿Qué nos encontraríamos mientras paseamos por una ciudad de la época? De entrada, los sentidos captan una experiencia totalmente distinta. El hedor de la basura y los excrementos humanos nos golpea sin piedad. Porque los impresionantes progresos romanos en alcantarillado se circunscriben a las principales zonas públicas de la ciudad. Bien alejada de ellos, la gente evacúa en cualquier parte.

Los esclavos son otro punto clave de la obra de Fellini y, por supuesto, de la sociedad clásica. Desde el esclavo amenazado de muerte por Trimalción por no haber cocinado a su gusto, hasta los liberados por los patricios, están presentes a lo largo de toda la película y muestran uno de los aspectos más importantes en los que se basaba la economía romana. Más allá de la película, donde podemos observar su vida como a través de una ventana, nos lo define Toner[22]:

Dos de las sociedades esclavistas más notorias de la historia fueron la ateniense y la romana imperial, que iba capturando esclavos por todo el territorio conquistado. Estos esclavos trabajaban la tierra y las minas y conformaban el servicio doméstico. En lo que entonces se llamaba Italia, representaban alrededor del veinte por ciento de la población, y en Roma estaban por todas partes, suponiendo alrededor de un tercio de la población. Llama la atención que los lugareños apenas se fijaran en ellos. […] La esclavitud era normal, se trataba de una institución fundamental que nadie cuestionaba. No había en aquel entonces movimientos abolicionistas, o no nos han llegado menciones de su mera posibilidad. Tener un esclavo era tan normal como tener hoy en día una nevera. Si visitáramos una ciudad antigua, nuestra mirada toparía a menudo con ellos: los veríamos correr al mercado para comprar comida o cargar al amo hasta el foro, pues los esclavos eran los caballos de la Antigüedad. Y la brutalidad que a veces se empleaba con ellos puede resultarnos chocante.

No debemos extraer de esto que el modo habitual de trato con los esclavos fuera cruel, prueba de ello es la anteriormente mencionada liberación de los esclavos por los patricios y la tristeza con la que se despiden de sus antiguos amos, nos vuelve a dar prueba de ello Toner[23]:

A la mayoría de la gente, como a Augusto, aquella crueldad tan delirante le chocaba. Cuando se trataba de conseguir que trabajasen duro, los amos entendían cuán contraproducente era amedrentar a los esclavos. En su lugar, para alentarlos a trabajar productiva y voluntariamente, empleaban una variedad de incentivos que iban desde la bonificación hasta la promesa de una libertad futura. Los esclavos también eran caros, costaban el equivalente a la manutención de dos años de una familia de cuatro miembros: eran un activo cuyo valor disminuía con el maltrato del mismo modo en que disminuía su rendimiento.

Es, en definitiva, el Satiricón de Fellini, un giro rotundo a la realidad del día a día, un grito para que no olvidemos los verdaderos romanos, los romanos corrientes. Una alerta para no olvidar que la mayoría de información que nos ha llegado no es tan representativa como pensamos de ese mundo antiguo idealizado y que, como nos dice Toner[24]:” […] la alta cultura era una pequeña isla en la Antigüedad. La mayoría era analfabeta y tenía poco o ningún acceso a los ilustres textos que para nosotros representan el epítome de lo clásico.”

 


BIBLIOGRAFÍA.

Duby, Georges. Diálogo sobre la Historia. Conversaciones con Guy Lardreau. Madrid: Alianza, 1988, pp. 37-53.

Knapp, Robert C. Los olvidados de Roma. Prostitutas, forajidos, esclavos, gladiadores y gente corriente. Barcelona: Ariel, 2011, pp. 67-114.

Lane Fox, R. El mundo clásico: la epopeya de Grecia y Roma. Barcelona: Crítica, 2007, pp. 13-21.

Salvador Ventura, Francisco José. El mundo clásico en El Satiricón de Fellini. Murcia: Universidad de Murcia, Servicio de Publicaciones, 1999, pp. 447-453.

Toner, Jerry. Mundo antiguo. Madrid: Turner, 2017, pp. 9-31.

Toner, Jerry. Sesenta millones de romanos. La cultura del pueblo en la Antigua Roma. Barcelona: Crítica, 2020, pp. 179-232.



[3] Francisco José Salvador Ventura, El mundo clásico en El Satiricón de Fellini (Murcia: Universidad de Murcia, Servicio de Publicaciones, 1999), 447.

[4] Jerry Toner, Sesenta millones de romanos. La cultura del pueblo en la Antigua Roma (Barcelona: Crítica, 2020), 179.

[5] Francisco José Salvador Ventura, El mundo clásico en El Satiricón de Fellini (Murcia: Universidad de Murcia, Servicio de Publicaciones, 1999), 448.

[6] Robin Lane, El mundo clásico: la epopeya de Grecia y Roma (Barcelona: Crítica, 2007), p. 13.

[7] Ibíd., 16.

[8] Francisco José Salvador Ventura, El mundo clásico en El Satiricón de Fellini (Murcia: Universidad de Murcia, Servicio de Publicaciones, 1999), 449-450.

[9] Georges Duby, Diálogo sobre la Historia. Conversaciones con Guy Lardreau (Madrid: Alianza, 1988), 39.

[10] Jerry Toner, Mundo antiguo (Madrid: Turner, 2017), 15.

[11] Jerry Toner, Sesenta millones de romanos. La cultura del pueblo en la Antigua Roma (Barcelona: Crítica, 2020), 207.

[12] Ibíd., 208-209.

[13] Ibíd., 190.

[14] Ibíd., 202.

[15] Ibíd., 215-216.

[16] Ibíd., 225.

[17] Robert Knapp, Los olvidados de Roma. Prostitutas, forajidos, esclavos, gladiadores y gente corriente. (Barcelona: Ariel, 2011), 67.

[18] Ibíd., 68-69.

[19] Ibíd., 92.

[20] Jerry Toner, Sesenta millones de romanos. La cultura del pueblo en la Antigua Roma (Barcelona: Crítica, 2020), 206.

[21] Jerry Toner, Mundo antiguo (Madrid: Turner, 2017), 9.

[22] Ibíd., 19.

[23] Ibíd., 21-22.

[24] Ibíd., 30.