Si fuera posible establecer una fecha para el nacimiento del mundo contemporáneo más allá de los necesarios cánones académicos… espere, estimado lector…, puedo hacerlo mejor… Si consideramos la Revolución francesa como fecha del parto, podría sernos también útil para una mejor comprensión, conocer cuándo se fecundó el óvulo, cual fue ese preciso segundo en el cual el espermatozoide, después de haber atravesado el cuello del útero y subir por la trompa de Falopio, se encontró con el ovocito. Es conveniente por tanto hacer un pequeño salto temporal adicional antes de empezar a divagar sobre la manera en que nació nuestro mundo contemporáneo.
En nuestro caso, y si se me permite la libertad de
seguir con el mismo ejemplo, la gestación va a durar algo más de lo habitual, exactamente
el tiempo que va desde la publicación de De revolutionibus orbium coelestium
por parte de Copérnico (1543), hasta la toma de la Bastilla, el 14 de julio de
1789. Muchos hombres ilustres van a desfilar en ese periodo, algunos incluso de
mayor relevancia, pero si algún positivista me obligara, bajo amenaza de muerte
o tortura, a establecer la fecha de la chispa inicial, sería indudablemente
esta.
Dos factores de importancia infinita me llevan a esta
conclusión de la mano de Rietbergen, el primero, por el atrevimiento que
implicaba poner en duda el libro del que había emanado hasta entonces todo el
conocimiento:
The
text bears witness to great intellectual courage because it went against everything
that the sixteenth-century Church and State saw as the established order of man
and God, of earth and heaven. Thus, it laid the foundation for the modern,
western world-view. (Rietbergen, 2006, p. 315)
En segundo lugar, porque expresa y remarca la
importancia de la utilización de las matemáticas como nuevo lenguaje para
entender la naturaleza. Lenguaje que iba a ser imprescindible para cualquiera
que quisiera buscar respuestas fuera de la Biblia.
Pero, obviamente, no estábamos –ni lo estamos
todavía– preparados para que todo sea desentrañado a través de las matemáticas;
para eso tuvimos la suerte de contar, entre otros, con Bacon, y sus primeros
pasos en el desarrollo método científico, Descartes y su duda metódica o Locke,
que nos enseño que no salimos del vientre de nuestra madre con ideas innatas y
que estas son adquiridas a lo largo de nuestra vida en base a nuestra
experiencia.
Subido a los hombros de estos gigantes, Newton pudo
ir todavía un paso más allá, siendo capaz de predecir –si se me permite– en
base al cálculo matemático, la posición de un cuerpo en un determinado momento
dadas unas condiciones iniciales conocidas. Hasta ese preciso instante, siempre
había sido Dios el que ejercía esa fuerza en todo momento y a su voluntad. Ahora
que el movimiento se veía sometido a unas leyes ajenas a su dictamen, se había
producido una ruptura de consecuencias impredecibles:” Newton confirmed what
many had already suspected, or feared: God does not continuously interfere in
man's life” (Rietbergen, 2006, p. 324). Se estaba creando el caldo de cultivo que
iba a permitir a la gente observar con un nuevo espíritu crítico la realidad
que le rodeaba, y lo que es más importante, iba a empezar a ponerla en duda:
Increasingly,
people now argued that man should free himself of the paralysis of the past, of
the authoritarian, unreasoned imposition of tradition used as an argument for
the ideas and structures that, specifically, Church and State had created to
hold their power over society and, even, man's soul. (Rietbergen, 2006, p. 325)
Sólidas
y otrora indestructibles estructuras íntimamente ligadas a ese Dios iban a
verse sacudidas desde sus mismísimos cimientos hasta la más alta de sus torres,
otras simplemente iban a desaparecer. No se trataba entonces –Descartes daría
fe de ello– como no se debería tratar ahora, de borrar de un plumazo lo que la
fe había significado hasta ese momento a lo largo de siglos y siglos de
historia para millones y millones de personas. Debemos ir ahora un poco más
allá de la utilización maniquea que los poderosos han hecho de ella a través de
los siglos.
No
resulta fácil para un ateo como el que escribe reconocer, por ejemplo, que quizás
sin esa inquebrantable fe, los puritanos del Mayflower que llegaron a lo que
después se convertiría en los Estados Unidos de América, en 1620, no hubieran
podido resistir las numerosas penurias que padecieron, para que siglo y medio
después pudiera firmarse uno de los documentos históricos más influyentes de la
historia, la Declaración de Independencia (1776) que, como no podía ser de otra
manera, y al contrario de la Revolución francesa, no reniega en absoluto de su vínculo
con Dios. Resulta cuanto menos desconcertante que fuera precisamente por esos
nuevos aires humanistas que empezaban a soplar en la Inglaterra del siglo XVII por
lo que se decidieron a buscar otro lugar, lejos de Europa, en el que poder
practicar su ortodoxia puritana.
El
caso es que un hueco tan profundo debía ser llenado. Se introdujeron muchas
cosas en la oquedad: grandes declaraciones, como la anteriormente mencionada –que
trataban de devolver al hombre su papel en el mundo, un papel que debía ser
digno de las grandes ideas que ya hemos apuntado en este ensayo–, grandes
personajes como Napoleón y toda una serie de grandes promesas basadas en una
razón que debía llevarnos a la ruptura de todas las cadenas que nos habían
mantenido presos hasta entonces en demasiados sentidos.
Pero
el mundo contemporáneo nació, en cierta manera, huérfano, ¿podía sustituirse al
fin esa legitimidad que Dios había otorgado hasta entonces a nuestros gobernantes
y de la que parecía que no podíamos dejar de depender? Había que crear una idea
superior, algo que rebasase la propia idea del gobernante, que lo abarcara y lo
meciese como había hecho Dios hasta entonces, iba a aparecer por fin una de las
creaciones más decisivas del mundo contemporáneo y de las más difíciles de definir,
la nación.
Su importancia radica en el hecho de que, tal como
nos dicen Villares y Bahamonde:
La sustitución de las monarquías absolutas y de los
grandes imperios, así como la agrupación en una unidad superior de pequeñas
repúblicas y principados, ha sido realizada a través del estado-nación, que se
ha convertido de este modo en la fórmula predominante de organización política
del mundo contemporáneo. (Villares y Bahamonde, 2012, p. 75)
Es
esa sustitución la que finalmente se realiza en este inicio de nuestro mundo
contemporáneo y es en el eje del estado-nación en el que vamos a movernos a
partir de entonces. Muchos de los conflictos activos en nuestros días tienen su
origen en el esquema geopolítico que está comenzando a fraguarse ahora. Resulta
imprescindible para cualquier intento de comprensión, remontarnos hasta las
fechas en las que se está gestando nuestro futuro, un futuro que nos traerá terribles
acontecimientos.
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BIBLIOGRAFÍA
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19th Century Industrialization. The Belknap Press of Harvard University
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Villares, R., & Bahamonde, Á. (2012). El
mundo contemporáneo: del siglo XIX al XXI. Taurus.
Žižek, S. (2011). Primero como tragedia, después
como farsa (Vol. 10). Ediciones Akal.
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