Y, ¿qué hay de nosotros los humildes?, ¿alguien ha contado nuestra historia? Mucho más allá de los grandes nombres, los grandes pensamientos y los magníficos descubrimientos que nos está brindando la ciencia y la filosofía, mucho más allá de la fe que teníamos en que por fin había llegado el momento de dejar de sufrir, nos preguntamos si sirvió de algo el sacrificio de que han supuesto todas estas revoluciones y las que vinieron después. ¿O simplemente cambiamos unos tiranos por otros? La promesa de libertad, igualdad y fraternidad, ¿dónde ha quedado? Es cierto que en este pleno siglo XXI se han consolidado muchos de los derechos por los que luchábamos allá por 1832, pero parece también que occidente se ha convertido en una isla con barreras insalvables para quien no ha tenido la suerte de nacer dentro de ellas.
No deja de ser necesaria y curiosa la visión romántica que ahora se
tiene, por ejemplo, de la Revolución de 1789; eso lo acepto sin ambages, las
personas necesitan alimentar su mente también con mitos y grandes hazañas, pero
mi padre, Jean Valjean, que contaba 20 años cuando el pueblo –liderado por
quien no era el pueblo– tomó la Bastilla en París, siempre recuerda el hambre que
él y su familia pasaba. Si no le creéis a él, quizás confiéis más en el
prestigioso historiador Clive Ponting:
During the eighteenth-century
grain prices rose faster than wages and about 40 per cent of the population (as
many as 70 per cent in some regions) were living in conditions of long-term
malnutrition because they ate less than 1,800 calories a day and most of that
came from poor-quality grains. Conditions were as bad as during the great boom
in European population around 1300. Not until after 1825 did the average amount
of food eaten per person in France reach the levels found in India in the late
twentieth century. (Ponting, 2001, p. 642)
Como decía, es necesario conocer las grandes ideas de los grandes
hombres, las que nos llevaron a derrocar al Antiguo Régimen –cuando no sabíamos
que sería necesario todavía un segundo intento– pero también, tanto o más, los
sufrimientos más íntimos que llevaron a provocar los enormes cambios que
vendrían o las privaciones provocadas por el alto precio del pan.
Nos arrancaron de nuestras lejanas provincias con la promesa del fin del
trabajo duro de sol a sol, y con el anuncio del fin de la incertidumbre que
provocaba el caprichoso paso de las estaciones en nuestras cosechas. Venid a
Paris dijeron, olvidad que sabéis cultivar vuestro propio sustento y tendréis
estabilidad a cambio de vuestro trabajo. Lo que no advirtieron es que querían,
no una parte de nuestro tiempo, lo querían todo, el nuestro y el de nuestros
pequeños hijos.
Tengo la absoluta seguridad de que ni tan solo nos consideraban
personas, éramos simples prolongaciones de las nuevas máquinas que los
ingenieros mejoraban día tras día para poder prescindir de nosotros, ¿qué
comeremos?, ¿de qué viviremos cuándo nos hayan sustituido a todos
definitivamente? Nadie ve ya a los dueños de las fábricas, para los que somos
poco menos que delincuentes, cuyo único delito es la pobreza a la que nos han
condenado.
Se empieza ahora a oír hablar de socialismo, y es que no puede haber
libertad sin igualdad, y algo o alguien debe poner freno a esta codicia humana
que parece no tener límites. Entiendo que esas grandes ideas de progreso y
crecimiento no pueden ser contenidas, ya que forman parte de la naturaleza
humana, pero debemos también hacer valer nuestro derecho a una vida digna.
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BIBLIOGRAFÍA
Wong, B. (2018). Ch. 2 - 19th Century Industrialization. The Belknap Press of Harvard University Press.
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Nochlin, L. (1991). El Realismo. Alianza.
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Žižek, S. (2011). Primero como tragedia, después como farsa (Vol. 10). Ediciones Akal.
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