4 de mayo de 2022

La esperanza (1750 - 1850)

Ha sido un año duro, un año muy duro, pero también ilusionante a la par que esperanzador. Encontrándome como estoy a finales de 1848, parece más que conveniente echar la vista atrás y hacer balance, intentando encontrar en el pasado los ecos que han desembocado en los hechos trascendentales que se han vivido y preguntarnos, como lo hará dentro de poco más de siglo y medio el catedrático de Antropología y Geografía de la Universidad de Nueva York, aunque lo hagamos en sentido inverso: “¿hasta qué punto y de qué maneras se encontraban prefiguradas las transformaciones alcanzadas a partir de 1848 en el pensamiento y en las prácticas de los años anteriores?” (Harvey, 2008, p. 25). O, dicho de otro modo, ¿hasta qué punto puede reconstruir el pasado un nominalista moderado –al modo de G. Duby– como yo para poder transmitirlo?

No negaré la ventaja de disponer a mi voluntad de la máquina del tiempo que me ha traído hasta aquí, pero tampoco el inconveniente de una concepción del mundo que no he podido dejar en el siglo XXI y de la que he de intentar, en la medida de lo posible, separarme. Por un lado, puedo aprovecharme –a riesgo de marear al lector con tanto salto temporal– del que me parece uno de los mejores análisis de los hechos concretos acaecidos en este 1848 que, como el de Harvey, ha de tardar todavía unos pocos años en realizarse y que desarrollará Marx parafraseando a Hegel:

Marx comenzó el Dieciocho brumario de Luis Bonaparte con una corrección de la idea de Hegel de que la historia necesariamente se repite a sí misma: «Hegel observa en alguna parte que todos los grandes acontecimientos y personajes de la historia mundial se producen, por así decirlo, dos veces. Se le olvidó añadir: la primera vez como tragedia, la segunda como farsa». (Žižek, 2011, Introducción)      

Y es que, con la reciente llegada a la presidencia de la Segunda República francesa de Carlos Luis Napoleón, uno no puede dejar de reconocer ciertas similitudes con el papel que tuvo su tío en la salvación de la Revolución de 1789 –de la que hablaremos en su momento– tema para otro ensayo sería lo que pasó finalmente con la Primera República. Semejanzas que, en cualquier caso y, como anunciará Marx, deberían ser entendidas como una mera farsa.

Pero empecemos ya a tratar de comprender como hemos llegado a la mitad de este alucinante siglo XIX. Villares y Bahamonde (2012) nos hablan del elemento central que, a partir de mediados del siglo XVIII, va a trastocarlo todo; hablamos de la novedosa posibilidad de aplicar el conocimiento científico al proceso productivo que iba a desarrollarse con la Revolución Industrial. Dos pensadores ingleses, John Locke e Isaac Newton habían puesto las bases del movimiento ilustrado que ahora nacía, y que iba a poner la razón y las ciencias naturales en el centro de la existencia humana. Más allá de lo que iba a suponer la aplicación del conocimiento científico, contenía además tácitamente, otras consecuencias tanto o más importantes. Y es que la ruptura con el modelo aristotélico, vigente hasta entonces, suponía la aceptación implícita de que ya no era necesaria la intervención constante de un Dios vigilante para el mantenimiento del orden cuyo poder había sido sustituido por novedosas leyes del movimiento basadas en un nuevo lenguaje universal, las matemáticas.

El hueco que empezaba a aparecer en el lugar que había pertenecido al Dios de cualquier confesión a lo largo de milenios, iba a generar un vacío que todavía no ha sido llenado completamente. Desde entonces, con épocas de mayor y menor optimismo acerca del progreso científico, se podría decir que muchos de los acontecimientos más relevantes para la humanidad, han tenido esta ausencia como una de sus causas más relevantes.   

De este modo, la legitimación de la aristocracia y del orden social establecido hasta entonces, cuyo poder estaba íntimamente ligado a ese Dios, iba a verse en entredicho por la afirmación de Locke, ya a finales del siglo XVII, de la existencia de ciertos derechos del hombre obtenidos de forma natural el mismo día de su nacimiento, inherentes a su existencia e inalienables. Las implicaciones de tal reconocimiento, al cabo de tantos siglos, van a modificar tan profundamente nuestra existencia, y a tantos niveles, que tan solo me va a ser posible esbozar una ínfima parte en este ensayo.

En cualquier caso, necesitamos acudir nuevamente a Villares y Bahamonde (2012) para dar fe de la magnitud de los cambios que iban a iniciarse a partir de 1750, y es que iba a ser, en palabras de Hobsbawm o Landes, "transformación más fundamental experimentada por la vida humana" desde la época neolítica. Esta transformación contiene dos elementos principales a tener en cuenta que, aunque estrechamente ligados –y conviene no olvidarlo en ningún momento– es adecuado separar para tratar de reducir su complejidad. Por un lado, tenemos las transformaciones políticas –con la Revolución americana (1776) y la francesa (1789) como máxima expresión– y por el otro la Revolución Industrial, como eje de la metamorfosis económica que iba a producirse, primero en Inglaterra, para después expandirse a nivel global.

Con la Declaración de Independencia de los Estados Unidos quedaban ya para la historia, negro sobre blanco, las bases a una de las corrientes ideológicas que iba a dominar el siglo siguiente, el liberalismo político, y cuyos fundamentos habían sido ya establecidos por John Locke a finales del siglo XVII. La guerra debía ser todavía ganada a los ingleses, pero la declaración de intenciones era totalmente radical. La Revolución francesa, en cambio, no pretendía fundar una nueva sociedad partiendo de cero con los conocimientos recién adquiridos; para poder hacerlo antes debía ser derrocado el Antiguo Régimen. La ola revolucionaria acabaría sacudiendo a toda Europa, marcando el inicio de la Edad Contemporánea. Una clase burguesa que reclamaba un nuevo marco que le permitiera desarrollar todo el nuevo potencial económico, combinado con el empobrecimiento de las clases más populares, parecen las causas más probables de la Revolución francesa según el historiador Ernest Labrousse. Serán esa clase burguesa, junto con las clases populares –ahora proletariado–, las que van a desempeñar los papeles principales a partir de entonces.

Pero había otra transformación en ciernes, iniciada un poco antes, hacia mediados del siglo XVIII. Los cambios no iban a ser todavía dramáticos en el plazo que debe llevarnos al año 1848 –donde nos encontramos, recuerde– pero la mecha estaba ya prendiendo. Tal como nos anuncia Ponting (2001), y más allá de los cambios tecnológicos tantas veces mencionados –entre ellos la famosa máquina de vapor de rotación continua de Watt– va a producirse una transformación radical en la cantidad de energía disponible:

For thousands of years it was vast amounts of human toil and effort, with its cost in terms of early death, injury and suffering, that were the foundation of every society. The power of the rulers and the elite was demonstrated by their ability to mobilize this effort for their own ends whether in monumental constructions or working on their agricultural estates. (Ponting, 2001, p. 645)

Las habilidades necesarias para el control social iban a ser muy diferentes a partir de entonces, así como la velocidad a la que iban a sucederse los cambios. El proceso iba a iniciarse en una zona del mundo muy concreta, Gran Bretaña, para después extenderse a lo largo de la Europa continental. Las razones de esta particularidad geográfica iban a ir mucho más allá de visiones románticas como la de Max Weber, que aludían a la ética protestante y el trabajo duro, según nos apunta Ponting (2001). En realidad, fueron motivos más circunstanciales y menos idealistas, como el aprovechamiento de ciertas materias primas a bajo coste fruto del trabajo de esclavos.


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BIBLIOGRAFÍA

 

Wong, B. (2018). Ch. 2 - 19th Century Industrialization. The Belknap Press of Harvard University Press.

Crow, T. (1989). Pintura y Sociedad en el París del Siglo XVIII. Nerea.

De la Villa, R. (2003). El origen de la Crítica de Arte y los Salones. Serbal.

Harvey, D. (2008). París, capital de la modernidad (Vol. 53). Ediciones Akal.

Honour, H. (2007). El Romanticismo. Alianza.

Nochlin, L. (1991). El Realismo. Alianza.

Ponting, C. (2001). World history: a new perspective. Pimlico.

Rietbergen, P. (2006). A cultural History. Routledge.

Villares, R., & Bahamonde, Á. (2012). El mundo contemporáneo: del siglo XIX al XXI. Taurus.

Žižek, S. (2011). Primero como tragedia, después como farsa (Vol. 10). Ediciones Akal.


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