1 de junio de 2021

La ballena y el reactor de Langdon Winner.

 


Pudiera parecer irreverente, y me disculpo de antemano por ello, después de apenas habernos introducido en las incómodas, a la vez que apasionantes ideas del constructivismo, comenzar esta reseña aludiendo al gran humorista, actor y guionista manchego José Mota, pero es que uno empieza ya a ser consciente de que no va a poder resistirse a emprender esta breve crítica con la frase que ha estado rondando su cabeza a lo largo de toda la lectura, y es que: si hay que ir se va, pero ir pa' na' es tontería. ¿Se trata de una simple disfunción cognitiva?, ¿es una simple falta de comprensión lectora o puede tener algún tipo de relación con la obra de Langdon? Intentaré desarrollarlo más adelante. Y, en cualquier caso – advierto por adelantado – no ha de ser una excusa que despiste al incauto lector de esta reseña, de introducirse en las finísimas e influyentes reflexiones del catedrático de Humanidades y Ciencias Sociales en el Departamento de Estudios de Ciencia y Tecnología del Rensselaer Polytechnic Institute (Troy, NY, USA)[1]: “founded in 1824, is America’s first technological research university. […] Rensselaer Polytechnic Institute has long been a leader in educating men and women in vanguard technological and scientific fields. […] The Institute is has an established record of success in the transfer of technology from the laboratory to the marketplace, fulfilling its founding mission of applying science ‘to the common purposes of life.’ We usher along new discoveries and inventions that benefit humankind, protect the environment, and strengthen economic development, shaping the very way we live in the 21st century”.

¿Se puede ser crítico con la tecnología sin ser calificado por ello como poco menos que neoludita? El profesor Langdon asegura que sí, pero se pregunta además si podemos pararnos siquiera un segundo, ya no a reflexionar sobre hacia dónde vamos sino, simplemente, si nos dirigimos a un futuro mejor. Quizás hayamos llegado a convencernos de que, el del progreso, es un camino inevitable – como diría Thanos – y es que, de algún extraño modo, parece que siempre es más cómodo dejarse llevar por la idea de que algo nos arrastra, más si como es el caso, lo que nos empuja se presenta, por ejemplo, como una espléndida y maravillosa energía “barata” y “segura”. Barata y segura en más sentidos de los que nunca hasta ahora habíamos imaginado. Tal como Langdon afirma, nos hemos convertido en simples sonámbulos tecnológicos en manos de aventajados y más despiertos individuos – me atrevo aquí a presentar libremente su más provocativa teoría – que ya dieron buena cuenta de ciertas propiedades políticas muy poco evidentes de ciertos artefactos tecnológicos que, intuitivamente, solo aplicaríamos a las personas.

Partiendo de la no menos provocativa tesis de Mumford sobre las tecnologías autoritarias y democráticas, Langdon se pregunta además si, independientemente del sistema de organización elegido o impuesto, puede prescindirse de esa autoridad, más si nos dirigimos de manera aparentemente irremediable hacia la adopción y mantenimiento de ciertas tecnologías – como la energía nuclear y la bomba atómica – que llevan implícitos, insisto, de manera muy poco manifiesta, modelos de gobierno autoritarios en un contexto global, además, de recursos evidentemente finitos. Dicho esto, aunque cueste reconocer que un concepto tan simple como la limitación de esos recursos sea tan relativamente nuevo.

La pregunta es, sin duda: ¿podemos establecer límites al cambio tecnológico? Es más, ¿podemos antes decidir qué tipo de sociedad queremos y no aceptar acríticamente cualquier cambio tecnológico como inexorable? O, dicho de otro modo, si hay que adoptar una nueva y fantástica tecnología que va a cambiarnos la vida – otra vez – a mejor, para luego ir (ya no tan) sorpresivamente, a peor, pues se hace, pero hacerlo pa’ na’ – sin reflexionar antes – pues es tontería. Si podemos realizar esta reflexión a priori, Langdon nos invita a realiza una completa inversión en el razonamiento y preguntarnos qué clase de tecnología es compatible con el mundo al que queremos aspirar.

A través del concepto de tecnología apropiada, Langdon nos pone frente a un espejo y se pregunta si esa sonrisa llena de orgullo que se nos esboza en la cara, cuando oímos hablar de la conquista Marte, no debería tornarse en mueca de dolor al pensar en los recursos que estamos malgastando teniendo en cuenta, por ejemplo, que cada día mueren por desnutrición casi 8.000 niños[2]. Este libro es, en definitiva, una invitación a reflexionar sobre dónde estamos invirtiendo nuestras capacidades y esfuerzos, una llamada de atención sobre el hecho de que, quizás, estemos caminando en la dirección incorrecta para con nuestros coetáneos e hipotecando el futuro de las próximas generaciones.

La solución debería ser, sin duda, recuperar los valores, que es lo que uno correría el riesgo de acabar pensando de manera aparentemente lógica; pero sólo – según Langdon y el menos común de los sentidos – si conseguimos evitar que el hablar de valores se convierta en otro eufemismo que nos impida debatir sobre problemas como la justicia social o el abuso de poder. 

En definitiva, Langdon nos plantea, desde un punto de vista accesible y ameno, muchas preguntas, además de ofrecernos algunas valiosísimas respuestas y dejarnos una puerta abierta a otro enfoque sobre la relación entre sociedad y tecnología. Huyendo de un lenguaje académico tantas veces críptico, nuestro investigador hace accesible para el más común de los lectores una nueva visión de la tecnología que, a fuerza de tornarla tan evidente, sorprende por no haberla descubierto antes. Pero no confunda el lector la apariencia de lo evidente con la dificultad en alcanzarla, pues son muchas las distracciones y las fuerzas en acción. Le invito, estimado amigo, a que se acerque a Langdon con la mente abierta, descubrirá que una ballena y un reactor nuclear pueden establecer una relación tan íntima que permita descubrir otros vínculos mucho más complejos.    



[1] Enlace. [Consulta: 8 de mayo de 2021]

[2] Enlace. [Consulta: 10 de mayo de 2021]


19 de mayo de 2021

El Manifiesto del Partido Comunista o, ¿qué es verdaderamente el comunismo?

Quizás no me atrevería a decir que el Manifiesto Comunista sea el documento revolucionario más importante y de ideas históricas más seguras que nunca se haya escrito, tal como afirma M.P. Alberti[1] en la edición utilizada para la realización de este ensayo. No me cabe duda en cambio de que se trata de uno de los documentos políticos más influyentes de la historia. Encargado por la Liga de los Comunistas a Karl Marx y Friedrich Engels, fue publicado en Londres el 21 de febrero de 1848, año que supuso el fin de la Restauración.

El siglo XIX se había iniciado, tras la derrota de Napoleón en 1815, con la creación de un nuevo mapa de Europa[2] y la restauración del Absolutismo, que pretendía frenar las revoluciones burguesas con alianzas entre países, permitiendo a los nuevos gobiernos intervenir fuera de sus fronteras para atajarlas de forma más eficaz. Aun así, el espíritu de la Revolución Francesa seguía latente y extendiéndose en el periodo que va hasta 1830. El liberalismo era el programa de esa clase burguesa revolucionaria que defendía los derechos individuales, a saber, sufragio universal, libertad de prensa, de culto y religión así como la separación de poderes; el pueblo y la burguesía iban de la mano. La revolución era, en este punto, de una burguesía que lideraba al pueblo frente a la aristocracia y lo utilizaba como ariete para derrocarla. La burguesía consiguió implantar entonces un liberalismo moderado en Francia tras la Revolución de julio de 1830, pero los cambios prometidos al pueblo no llegaron, y los nuevos vientos liberales empezaron a  extenderse al resto de Europa.

Nos encontramos ya en el año 1848, el año del fin de la Restauración, la burguesía liberal pretende asestar el golpe definitivo a la aristocracia, pero esta vez el pueblo ya no confía en ella, éste ha empezado a organizarse para poder actuar de forma autónoma. Esta vez ya no va a tratarse de una nueva revolución política, sino de una revolución social encabezada por un proletariado en condiciones cada vez más precarias que ha empezado a tomar conciencia de sí mismo y se rige ya por ideales democráticos. El liderazgo corresponde esta vez a las clases medias urbanas que van a empezar a enfrentarse a la alta burguesía que pretenderá ocupar el hueco dejado por la aristocracia tras el asalto al Palacio de las Tullerías[3] y la proclamación de la República. El consenso entre la alta burguesía y las clases populares se ha roto, la nueva alianza que ostentará el poder está compuesta por esa burguesía y los restos de la vieja aristocracia.

El pueblo está solo, y con el desarrollo del trabajo industrial toma conciencia de que se ha convertido en un simple peón, un proletario, que ya no controla ni los medios de producción ni el propio proceso productivo, en definitiva, se da cuenta de que su vida está absolutamente en manos de una clase social en la que antaño confió, pero que simplemente lo ha utilizado para completar un cambio de régimen largamente buscado y que por fin ha conseguido llevar a cabo.

Es en este contexto, en el que la Liga de los Comunistas[4] encargó a Marx y a Engels la preparación de un programa para el Partido, que pudiera utilizarse como base teórica de su pensamiento, pero también como manual práctico que pudiera guiar sus acciones a nivel global.

Tal como el propio Engels nos indica[5] al poco tiempo de morir Marx, la idea central del Manifiesto consiste en denunciar como, a lo largo de la historia, las estructuras sociales creadas han estado siempre supeditadas a los diferentes sistemas de producción implantados a conveniencia de la burguesía. De este modo, es la producción económica, y no el bienestar general de la mayoría, la que se constituye como base para la creación de todos los sistemas políticos implantados desde la Edad Media[6]. Marx entiende que toda la historia no ha sido sino una historia de lucha de clases: explotadas y explotadoras. Es en esos momentos, además, cuando se toma plena conciencia de ello al haberse llevado a cabo un cambio de régimen político fundamental, iniciado en el fin del feudalismo, y que ha permitido a lo que entonces era una clase social emergente, la burguesía, alcanzar por fin el poder e implantar su sistema político predilecto, el Liberalismo. Las partes en conflicto están perfectamente definidas en este momento histórico para Marx[7]: una alta burguesía en búsqueda constante del beneficio económico y un proletariado que, fruto del desarrollo industrial es entendido como una parte más del sistema productivo. Esta simplificación de las partes en conflicto pretende reforzar y unir internacionalmente al proletariado en una lucha que ya solo puede ser global.

Me ha sorprendido el hecho de que, en su momento, Marx y Engels se plantearan llamarlo manifiesto socialista, posibilidad que inmediatamente descartaron por lo que significaba ese término ya entonces. El socialismo era un movimiento inequívocamente burgués, que pretendía mejorar el sistema desde dentro, no tenía el carácter revolucionario del comunismo ni bebía del desencanto de las numerosas promesas rotas de la burguesía en cuanto mejora de las condiciones de vida del pueblo llano. El comunismo, en cambio, había establecido su propia visión de la realidad y marcado un camino para cambiarla.

Con la caída en desgracia del comunismo que, fruto de la pretendida aplicación posterior de sus principios teóricos en gobiernos déspotas y de su constante amenaza contra el poder liberal establecido, fue siempre combatido por las clases dirigentes viejas y emergentes, el socialismo antaño considerado utópico, tomó el relevo de la lucha obrera, pero despojada ya de todo carácter revolucionario.

Pero, ¿de dónde vienen esas partes en conflicto?

No se puede negar el carácter revolucionario de la burguesía, que ya en la Edad Media supo darse cuenta de que la estructura feudal era un freno para las nuevas posibilidades de producción que se abrían. Es a partir de ese momento cuando toman conciencia de su capacidad para blandir el poderío económico adquirido y transformarlo en político, que a su vez, permita establecer un gobierno que defienda, ante todo, la creación de un entorno favorable para su crecimiento.

Cada etapa de esa evolución, de ese camino que les llevó a conseguir finalmente el cambio de régimen en 1848, no era sino la consecuencia de una mejora en los medios de producción[8] o de comunicación[9] y debía llevar asociado un cambio en la forma de gobierno que permitiera el máximo desarrollo.

Este ciclo[10] repetido una y otra vez, y que siempre acaba en crisis debido a la superproducción[11], es una y otra vez superada por la burguesía destruyendo parte de la fuerza productiva[12], buscando nuevos mercados o explotando todavía más los ya existentes, es decir, la crisis solo puede ser superada en base al razonamiento propio de la burguesía: creciendo todavía más, lleva a poder superarla finalmente, pero solo a costa de estar preparando la siguiente crisis.

¿Y el proletariado? Su lucha se inicia con el nacimiento de la burguesía, desde el principio se va incrementando poco a poco su número y aumenta su cohesión, pero no son más que una herramienta de la burguesía en su lucha contra la aristocracia y otros burgueses. El desarrollo económico y político de la burguesía, con el consecuente aumento de la producción gracias a la industrialización, incrementa el número de proletarios, pero precariza cada vez más su situación, lo que provoca que se empiece a organizar de forma independiente y a tomar conciencia de su fuerza, de su capacidad de influencia en unos procesos productivos que ya no controla, que son completamente ajenos a él y en los que solo participa como parte integrante e indistinta del mismo, como una parte más no diferenciada de la máquina.

El aumento de la comunicación, que hasta ahora solo había beneficiado a la burguesía, es aprovechado para poner en contacto y unir esas organizaciones independientes que antes solo luchaban localmente, se está creando una conciencia de clase, que viene dificultada, es verdad, por la competencia que se hacen esas propias organizaciones, pero que van obteniendo mejoras en la situación de los obreros. La lucha solo tiene sentido con un proletariado unido en una revolución universal[13], solo así puede actuarse contra una burguesía establecida universalmente, que actúa a nivel global y que puede por tanto encontrar otros lugares para producir, otros proletarios que explotar  u otros países desde los que importar esos mismos proletarios.

Una parte de la burguesía se da cuenta de esa nueva conciencia de clase y se une a los proletarios como sus ideólogos[14], que van a dar cuerpo teórico y práctico a esas reivindicaciones. Éstos establecen que la única clase verdaderamente revolucionaria es la proletaria: la conciencia de clase va a desembocar en la lucha de clases.

¿El fin de la burguesía?

La burguesía debería ser capaz de ofrecer al proletariado unas condiciones de vida mínimas, que le permitan su desarrollo como persona más allá de su fuerza productiva. Pero es la propia inercia de esa burguesía la que la lleva a buscar un incremento más y más grande de la industrialización y por tanto la precarización del proletariado, en un círculo vicioso, que no puede romperse si no es saliéndose de él, que es en definitiva, la pretensión del manifiesto.

No infiero de todo esto una maldad intrínseca de toda la burguesía, solo del sistema; pondré un ejemplo. Pongamos por caso un burgués de la época, tremendamente rico y con numerosas fábricas en las que produce grandes cantidades de ollas para cocinar. Añadiré que dispone además de muy buenos contactos en las más altas esferas el gobierno. Pudiera tratarse del modelo ideal y concreto contra el que llama a la lucha el Manifiesto. Pues bien, digamos que por simple bondad humana, el citado burgués quiere mejorar las condiciones de vida de sus obreros, por lo que accede a sus locas demandas[15], que en definitiva, puedan permitir el desarrollo personal del proletariado más allá de su capacidad de producción. ¿Qué le sucederá al bondadoso burgués? Que deberá elevar el precio de sus productos en relación a otro burgués, digamos menos bondadoso, y que por tanto no podrá vender su producción, teniendo que volver a retirar derechos a sus trabajadores si quiere continuar siendo un rico burgués. Este es, según entiendo, el sistema cerrado y cíclico contra el que luchan, entre otros, Marx y Engels.

Es el rompimiento de este círculo histórico, de un sistema político al servicio de la producción y no del pueblo, lo que debe suponer el fin de la burguesía. Es, desde mi punto de vista, una lucha contra la naturaleza humana, de abajo hacia arriba, pero al fin contra esa misma burguesía que antaño era parte del pueblo que sufría similares presiones de la aristocracia feudal. Una burguesía que prosperó y olvidó sus orígenes, sus sufrimientos, sus carencias y sus deseos de una vida digna. Es esa naturaleza humana, que siempre quiere más y que no tiene memoria, contra la que pretende luchar el Manifiesto. Sin duda debe ser una lucha real, humana, y por tanto ha de estar representada por alguien, porque no se puede luchar contra un fantasma. Ese es para mí el papel de la burguesía, el de encarnar la peor parte del alma humana, no porque sea diferente de la del resto, sino porque teniendo la posibilidad material de crear un mundo mejor, no lo hace.

El capítulo del Manifiesto Comunista que nos ocupa viene a resumir, de forma sencilla y entendible para la clase obrera, como se ha llegado, en 1848, a una situación de explotación salvaje del proletariado; una deshumanización que fruto del propio sistema productivo ha llegado a una escala que ya no puede ser sostenida, nunca antes en la historia de la humanidad tan pocos hicieron tanto daño a tantos[16] (durante tanto tiempo). La organización de la clase obrera debía estar cimentada en unos fuertes principios ideológicos que fueran entendidos por toda ella. Principios que les permitieran conseguir una unidad que los hiciera fuertes, una unidad que traspasara fronteras tal como lo había hecho ya hace siglos la propia burguesía.

Pero, ¿y el papel del estado?, prácticamente no hacen mención a él. Obviamente Marx y Engels consideran que se encuentra en manos de la burguesía. Tal como nos apunta Jacques Droz[17], al no ser considerada una institución democrática, solo actuará en defensa del orden establecido por la propia burguesía. La lucha contra la burguesía es, por tanto contra el estado, al no poder establecerse una democracia burguesa que permita al proletariado constituirse en clase, de manera no violenta, con el objetivo de que puedan atenderse sus peticiones.

La burguesía supo ver el peligro que suponía el manifiesto ya en 1848, tal como Engels indica[18], fue pronto relegado al olvido por la reacción que siguió a la derrota de los obreros parisinos en junio de 1848 y proscrito “por ley” a consecuencia de la condena de los comunistas de Colonia en noviembre de 1852. Es lógico, el carácter revolucionario, ya no solo a nivel teórico sino práctico, del manifiesto suponía una amenaza muy real contra la burguesía, de hecho ponía las bases para erradicarla.

La inspiración que supuso para posteriores regímenes políticos como el soviético, supuso la puntilla definitiva para su demonización, lo que ha supuesto al fin, la verdadera victoria de la burguesía, pero conviene darse cuenta de que el comunismo de Marx y Engels fue para Stalin lo que Nietzsche fue para el nazismo, una herramienta ideológica que utilizar para conseguir un fin muy alejado de lo que pretendía su autor. Tal como nos dice Sperber[19] en referencia a Marx, pero que podría ampliarse sin duda a Engels, no podemos echar sobre sus espaldas la responsabilidad por los terribles regímenes que se establecieron en su nombre. Sperber lo vuelve a exponer, esta vez de forma más clara y directa, es cierto que Marx defendía una revolución violenta y quizás incluso terrorista, pero que guarda muchas más semejanzas con los actos de Robespierre[20] que con los de Stalin.

Tal como muy acertadamente nos dice Gombrich[21], la lucha de clases debía desembocar en la eliminación de las clases, no en la preeminencia de ninguna de ellas, y no es que la propiedad debiera cambiar de manos, es que la propiedad, como causante de todos los males que han caído y caen sobre el proletariado, debía eliminarse.

Y no puede hacerse porque lo que vino después no fue comunismo, nada de lo que vino después debería denominarse comunismo, por lo menos no en la acepción que le dan Marx y Engels en el capítulo que nos ocupa, donde exponen una situación de completo desamparo histórico de la clase obrera y un camino revolucionario para salir de ella. No creo que pretendieran, con su Manifiesto, sentar las bases de otros sistemas políticos en los que las clases gobernantes exigieran libertad para derrocar el “demonio” del capitalismo. No creo que, en definitiva, pretendieran cambiar un demonio por otro, solo la emancipación de la clase obrera.

Muchas revoluciones precedieron a la que se produce en el contexto de la publicación del Manifiesto, muchas pretensiones de cambio siguiendo un único interés. Todas lideradas, según Marx y Engels por la misma clase social y con el mismo objetivo, establecer un nuevo marco en el que la burguesía pueda desarrollar su actividad: su producción.

Todas con las mismas promesas de mejora para soliviantar la misma clase social y poder erradicar una aristocracia que actuaba como rémora de ese progreso. Era hora de darse cuenta ya que siempre se trataba de la misma lucha, la lucha por el dominio económico enmascarada en una lucha por el poder político. La burguesía nunca estuvo interesada en el poder formal, el que se ve representado en los respectivos gobiernos, su consecución no podría ser tolerada por el proletariado.

Pienso que esa fue la principal lección que extrajo la burguesía de la Revolución de 1848, que su dominio del entramado político debe ser ejercido de forma sutil, nunca directamente, que conviene de vez en cuando aflojar la cuerda, de manera que esa cohesión social que crea la conciencia de clase como concepto revolucionario y como respuesta a un enemigo formal, pueda ir diluyéndose.



[1] Nota preliminar del traductor en la edición elaleph.com del año 2000 del Manifiesto Comunista.

[2] Resultado del Congreso de Viena que pretendía frenar el expansionismo francés.

[3] 24 de febrero de 1848, Luis Felipe I de Francia es obligado a abdicar y se inicia la 2ª República Francesa.

[4] Organización revolucionaria obrera nacida en Londres en junio de 1847.

[5] 1883, Prefacio II en la edición elaleph.com del año 2000 de Manifiesto Comunista.

[6] La Edad Media supuso la desaparición de la propiedad común del suelo.

[7] El propio Engels atribuye esta idea central del Manifiesto a Marx.

[8] Por ejemplo, la invención de la máquina de vapor.

[9] Por ejemplo, el descubrimiento de América.

[10] Mejora en la producción → evolución / revolución → superproducción → crisis

[11] “Demasiada civilización, demasiados medios de subsistencia, demasiada industria, demasiado comercio” Citado del Manifiesto Comunista, p.36.

[12] Guerras, hambre.

[13] DROZ, Jacques. Historia del socialismo (1992:11).

[14] Diríase que Marx y Engels pretenden justificar aquí, en parte, su propio origen burgués, muy alejado de las condiciones sociales de los proletarios en situación más precaria.

[15] Horario laboral de razonable, festivos, sueldos dignos

[16] Parafraseando de forma libre a Winston L. S. Churchill acerca de su famosa frase referente a los pilotos de la  RAF tras la Batalla de Inglaterra (1940) de la Segunda Guerra Mundial: “Nunca tantos debieron tanto a tan pocos”

[17] DROZ, Jacques. Historia del socialismo (1992:11).

[18] Prefacio III. Engels, 1890

[19] Karl Marx, no tan fiero. Artículo de EL MUNDO, edición digital. VIVAS, Ángel (2013). http://www.elmundo.es/cultura/2013/12/10/52a7401261fd3dd8698b4584.html

[20] Robespierre fue uno de los líderes de la Revolución Francesa de 1789. Miembro del Comité de Salvación Pública que gobernó Francia durante el periodo revolucionario conocido como el Terror, que se caracterizó por la brutal represión por parte de los revolucionarios mediante el uso del terrorismo de Estado para reprimir las actividades contrarrevolucionarias.

[21] Gombrich, Ernst (2014:287)

25 de abril de 2021

La ciencia y la tecnología desde una perspectiva interdisciplinaria.


No deja de resultar curioso que el Profesor Lewis Wolpert defienda la completa separación entre ciencia y tecnología en el marco del Nobel Symposium[1]. Resulta llamativo por dos razones principales, las cuales son consecuencia una de la otra; y es que conviene recordar que en los Premios Nobel son galardonadas aquellas personas o instituciones que, con investigaciones, descubrimientos o con sus notables contribuciones, han colaborado – for the greatest benefit to humankind[2]en algunos de los campos más destacados de las ciencias duras, como son la Física o la Química, poniéndolas además en el mismo nivel de contribuciones que podríamos llamar menos cuantificables, como la Literatura, y el que quizás sea el fin último: la Paz mundial.

Y es que, según parece, el famoso químico, ingeniero y escritor sueco, fundador de los Premios Nobel, tenía más clara que el profesor Wolpert su responsabilidad en las investigaciones que lo llevaron a la invención de la dinamita. No parecería, por tanto – en mi humilde opinión – y sin pretender valorar todavía la cuestión desde un punto de vista sociológico, el marco más adecuado para lavarse las manos, cual Poncio Pilato, acerca de las responsabilidades de los científicos en cuanto a las aplicaciones de sus investigaciones o lo que él denomina tecnología.

Obviando por ejemplo a Julio Verne o Asimov, Wolpert parte de la idea de que el conocimiento científico es considerado, desde siempre, peligroso, lo que contribuye a que veamos a los científicos como varones de mediana edad, emocionalmente deteriorados y peligrosos; no puedo evitar preguntarme de dónde vendrá esa idea tan diferente a la que tengo yo de los investigadores actuales. Como bien dice el profesor la ciencia nos dice cómo es el mundo, que es justo lo que hacen las ideologías, pero pretender que el cómo es la única pregunta posible o, cuanto menos, la más importante, no deja de tener ciertas connotaciones cientificistas.

La diferencia de la ideología con la ciencia social o, tal como nos indica Bohannan, con cualquier otra ciencia – en un enfoque muy en la línea de la sociología del conocimiento científico (SCC) – radica en el hecho de que[3]:” sus proposiciones no son presentadas como teorías para para ser criticadas, probadas y mejoradas sino como premisas para ser aceptadas con fe […] La moralidad de la ciencia, como la moralidad de la religión, debe ser mantenida bajo constante y atenta vigilancia”. Creer ciegamente en la ciencia puede ser tan pernicioso como hacerlo en la religión, con el peligro añadido de creer – sí, creer – que se hace desde una atalaya inexpugnable donde las debilidades del hombre no pueden alcanzarlo.

Parece por tanto Wolpert en la línea de la imagen tradicional de la ciencia que, situada en esa atalaya mencionada anteriormente, es completamente ajena al mundo en el que se desarrolla hasta el punto de[4]:” considerar éticamente inaceptable o poco práctico censurar cualquier aspecto relacionado con el intento de comprender la naturaleza de nuestro mundo”. Concepción que ya en los años sesenta fue puesta en duda por los sociólogos de la Escuela de Edimburgo que, a través del Strong Programme, pretendían ir más allá de lo que había ido hasta entonces la sociología de la ciencia y establecer por fin el estrecho vínculo existente entre ciencia y sociedad a través de la SCC, es decir, abrir la caja negra de la ciencia y abordar el estudio de la ciencia desde la ciencia, pero esta vez sin los complejos que hasta entonces habían tenido los estudios que interrelacionaban el todo formado por la ciencia, la tecnología y la sociedad.

Es a partir de los años ochenta, en muchos casos como consecuencia directa del Strong Programme, cuando se empieza a abordar esta nueva perspectiva desde las diversas disciplinas sociales: filósofos, historiadores y, por supuesto, sociólogos, empiezan a preguntarse el porqué de la forma final de los dispositivos que disfrutamos gracias a las investigaciones científicas.

El papel que Wolpert le asigna a la tecnología es meramente gregario. Su relación con la ciencia es poco menos que circunstancial. Pudiera decirse que invita a lanzar la piedra sin preocuparse de a quien pueda alcanzar o el daño que pueda causarle; esa responsabilidad debe quedar muy lejos de las preocupaciones de un científico, cuyo objetivo debe estar centrado irremediablemente en descifrar a toda costa el mundo que le rodea[5]: “La ciencia produce ideas acerca de cómo funciona el mundo, mientras que las ideas en el campo de la tecnología dan lugar a objetos utilizables”, eludiendo cualquier responsabilidad al respecto:” […] la verdadera naturaleza de la ciencia reside en que no es posible predecir qué es lo que va a ser descubierto y cómo podrían aplicarse esos descubrimientos”. Su único compromiso deberá ser advertirnos de los peligros en tanto que sean capaces de predecirlos cuando no adquieran vida propia, la decisión deberá quedar en manos de los representantes políticos de la sociedad que representan, con lo que demuestra una enorme confianza en nuestro sistema de organización.

La SCC pretende ayudarnos a encontrar el término medio entre esta visión aséptica que nos ofrece Wolpert de la ciencia y el punto en el que se cree que su descontrol y completa desvinculación de la sociedad es la causa de todos los males que asolan el mundo. Podría decirse, por ejemplo, que la investigación requerida para el desarrollo de una vacuna – que en este caso sería el dispositivo o artefacto técnico – debería representar el bien máximo para una sociedad, a no ser que los intereses socio-económicos intervengan para limitar la distribución a través de las patentes.

La relación entre ciencia, tecnología y sociedad es, como nos muestra la SCC, mucho más estrecha de lo que nos indica el profesor Wolpert. Ya a finales de los sesenta se intuía esa relación y el impacto que las dos primeras tenían sobre la tercera. Es en ese momento cuando se inician los primeros movimientos sociales que exigen un control público que pueda evaluar el impacto causado por la ciencia y la tecnología. En el ámbito educativo ya se pretendía reforzar las ciencias sociales para que permitan a la sociedad la obtención de una visión más crítica, y es en ese momento también cuando se empieza a ver a la ciencia y la tecnología como un motor de desarrollo económico que puede ser utilizado políticamente.

Todo esto crea el entorno necesario para darse cuenta de la importancia de profundizar en el estudio de esas relaciones y de la necesidad de afrontarlo, dada su complejidad, utilizando todas las disciplinas de las ciencias sociales y, además, algunas de las ya empleadas por las ciencias duras.

Nos dice Wolpert[6], en relación a quienes pretenden establecer y clarificar esas íntimas relaciones entre ciencia, tecnología y sociedad – bioeticistas y biomoralistas – que pertenecen a una industria en expansión y con interés personal en hallar dificultades. Quizás sea este un buen momento para recordar, esperando que no se me acuse de ventajismo, que la industria farmacéutica factura alrededor de 1,32 billones de euros, que es casi el doble del presupuesto anual de EEUU en defensa y que la mitad de esa producción está controlada por sólo quince multinacionales[7]. Ejemplos no faltarían, en todo caso, para identificar y cuantificar las verdaderas industrias. Más peligroso me parece, si cabe, el ejemplo utilizado para apoyar la amenaza de prohibición que, según él, se cierne sobre su liberalismo investigacional, si se me permite llamarlo así, a propósito de la relación entre raza e inteligencia.

No dudo de las buenas intenciones del profesor Wolpert, tampoco creo que esté eludiendo, en ningún caso, la responsabilidad y el compromiso de la comunidad científica con un mundo mejor, es solo que yo no tengo la confianza que él demuestra en las instituciones que gobiernan nuestra sociedad ni en la prensa que las capitaliza.



[1]Virtual Museums and Public Understanding of Science and Culture”, que se celebró entre el 26 y

el 29 de mayo de 2002 en Estocolmo (Suecia).

El Nobel Symposia ha sido administrado por la Fundación Nobel hasta el año 2019.

Nobel Symposia. NobelPrize.org. Nobel Media AB 2021. Wed. 17 Mar 2021. <https://www.nobelprize.org/about/nobel-symposia/>

[2] Alfred Nobel.

[3] Bohannan, Paul (2010). "Para raros, nosotros. Introducción a la antropología cultural". Madrid: Akal. p. 250.

[4] Wolpert, L. (2008). ¿Es peligrosa la ciencia? Ars Medica, 1, p. 134.

[5] Wolpert, L. p. 129.

[6] Wolpert, L. p. 133.

18 de marzo de 2021

La Gran Divergencia



Resulta un tanto paradójico que, tal como el historiador británico A.G. Hopkins consideraba, la globalización y el estudio de sus “orígenes, naturaleza y consecuencias[1] no hubiera sido aun correctamente atendido, desde la generalización de su uso allá por los años 90, por la rama de las humanidades que parecería más lógico se encargara: la Historia, cuanto menos en lo que a sus orígenes se refiere:

A large and illuminating literature on the economics, politics, and sociology of the phenomenon now lies readily at hand. With a few exceptions, however, historians have still to participate in the discussion or even to recognize the subject. (A.G. Hopkins, “Globalization in World History”. Pimlico, 2002)

Y esa es precisamente la invitación de Hopkins, introducir la globalización en la agenda de los historiadores desligándola, además, de la convicción general de que fue un proceso en el que sólo estuvo implicado occidente. El debate acerca de cuándo se inició la globalización sigue abierto, sin embargo, es una discusión en la que sorprendentemente, hasta ahora, no se había implicado a los historiadores. Hopkins propone una categorización en las 4 formas que, según él, ha tomado la globalización a lo largo de la historia: globalización arcaica, protoglobalización, globalización moderna y postcolonial. Se trata para él de abrir el debate, de iniciar la vía que debe llevar al estudio sistemático de la globalización con todas las herramientas actualmente disponibles para los historiadores.

La primera de las categorías, la globalización arcaica,  abarca el periodo más extenso:” […] refers to a form that was present before industrialization and the nation state made their appearance[2]. Esta era estuvo caracterizada, tal como Hopkins apunta, por la combinación entre el, todavía débil, poder del estado y unos sistemas de creencias religiosas que permitían el movimiento de ideas, y con ellas:” people and goods, across regions and continents[3]. En este largo periodo ya se anunciaba la importancia que iban a tener las ciudades, así como la especialización del trabajo y, tal como nos indica Hopkins, su prevalencia en el debate actual sobre la globalización.

Parece claro que el término global en este periodo debe ser considerado desde un punto de vista relativo y no debería entenderse en la acepción actual y su capacidad de interconexión, ya sea de personas como de mercancías; pero creo que es conveniente pararse un segundo para valorar esa relatividad y encuadrarla con la concepción que del mundo se tenía en esa época. Y es que, posiblemente, el salto mental que se debió realizar para metabolizar mentalmente, por ejemplo, la amplitud geográfica de las nuevas rutas comerciales que se estaban creando, pueda ser, cuanto menos, comparable al que nos ha supuesto la irrupción del concepto de globalización de los años 90, sino mayor. 

Hopkins establece el siguiente periodo, la protoglobalización, aproximadamente entre el año 1600 y 1800, estableciendo un ámbito geográfico mucho más amplio del que cabría esperar desde una visión eurocentrista, este proceso  tiene lugar tanto en Europa como en Asia así como en partes de África:

[…] the “rise of the West” was complemented by developments in other parts of the world. The fact that these have yet to receive appropriate recognition points enticingly to prospects for future comparative work in the field of global history. (A.G. Hopkins, “Globalization in World History”. Pimlico, 2002)

Productos como el azúcar, que los portugueses llevaron a Brasil, el tabaco de la América precolombina, el té de las Indias Orientales, el café de los árabes o el opio chino crearon un mercado que trascendía los respectivos ámbitos culturales, creando un flujo, más o menos constante, que seguía el eje este-oeste, y que podía ya entenderse en el término más amplio de la palabra global.

La aparición del estado-nación y la difusión de la industrialización marcan el inicio de la tercera categoría, la globalización moderna, alrededor de 1800. Pero algo ha cambiado respecto a las dos etapas anteriores:

As Tony Ballantyne demonstrates the cosmopolitanism that was such a marked feature of archaic and proto-globalization was corralled, domesticated, and harnessed to new national interests. (A.G. Hopkins, “Globalization in World History”. Pimlico, 2002)

Aparece por tanto, en esta etapa, el marco en el que va a desarrollarse, a mi entender, nuestra globalización contemporánea. Un marco en el que llegaremos a ver a algunas de esas naciones estado pujando en aeropuertos por mercancías sanitarias compradas por otros países[4], velando exclusivamente por el interés de sus propias fronteras y mostrando, más descarnadamente si cabe, el mayor reto al que se enfrenta una globalización en la que ya no existen ciudadanos sino consumidores, tal como Hopkins nos explica: “Free trade is challenged by fair trade[5].

Y llegamos, según la clasificación de Hopkins, a nuestra etapa contemporánea que denomina postcolonial. Ésta se iniciaría alrededor de 1950 con la creación de las modernas estructuras supranacionales que intentarán encauzar, de forma efectiva y por la vía diplomática, los conflictos surgidos de esas relaciones internacionales cada vez más sencillas a nivel logístico, con un transporte cada vez más rápido y económico tanto de mercancías como de personas, y técnico, gracias a las nuevas formas de comunicación, que van a permitir el traslado de la información a un ritmo desconocido hasta entonces. Según Hopkins, con la creación de estas nuevas estructuras supranacionales – valga de ejemplo la ONU – se rompe el marco del estado nación como vehículo de globalización.

En mi opinión, la creación de estas nuevas instituciones, vendría más bien a reforzar el marco en el que las naciones más poderosas podrían revestir de legitimidad el poder conseguido tras la Segunda Guerra Mundial – tras haber fracasado en el intento de creación de la Sociedad de Naciones al finalizar la Gran Guerra – ¿cómo podría entenderse sino, que en la mayor organización a nivel mundial, las mayores potencias[6] se reservaran el derecho a veto? Permítaseme aludir una vez más, y no como ejemplo más flagrante (solo más reciente), al caso mencionado anteriormente, tristemente brindado por la crisis del covid-19.

El mismo Hopkins, a propósito del liderazgo de los Estados Unidos, reconoce que el debate está abierto:” This theme connects directly with the lively debate in the current social science literature on whether globalization strengthens or weakens the nation state[7]. Mi posición en este debate sería de reserva en cuanto al estado nación como concepto todavía por definir de forma clara e inequívoca, pero claramente a favor del beneficio que, para los estados-nación más fuertes, ha supuesto la globalización.

A propósito de la definición del resbaladizo concepto de estado nación y de su pretendida fuerza y  composición monolítica, conviene atender al profesor Philip White, historiador estadounidense que nos advierte:” Clearly those who believe globalization will eliminate the “nation state” have yet to define what it is that will be eliminated or what will replace it[8]. Y es que, volviendo a mi absurdo ejemplo anterior, caeríamos en un error al pensar que un gobierno que roba material sanitario representa a todos los ciudadanos de ese país.

Por supuesto, White va mucho más allá, y nos habla de los diferentes grupos étnicos que componen esa nación, pero lo hace además de la heterogeneidad étnica subyacente en esos países, que la globalización está potenciando. White es, en definitiva, defensor de la idea del debilitamiento del estado nación gracias a la globalización:” My conclusion will be that, if we are fortunate, globalization will indeed relegate the ‘nation estate,’ as originally conceived, to the dustbin of history.[9], entendiendo el estado nación como un grupo étnico único o, cuanto menos, en el que solo se defienden los intereses del grupo predominante. Continuando con el hilo de mi opinión, me permitiría añadir que ese debilitamiento solo será de aplicación en los estados-nación más débiles, a saber, la gran mayoría.    

Pero volvamos a la clasificación de las diferentes etapas por las que, desde un punto de vista histórico, ha transcurrido la globalización. Y es que ya anunciábamos que la propuesta de división de Hopkins era más bien una invitación a su revisión por parte de la comunidad académica. El historiador Robbie Robertson reduce a tres las etapas, según él, la verdadera globalización se iniciaría aproximadamente en el año 1500, fecha a partir de la cual podría considerarse completo el comercio a través de todos los continentes. Aquí encontramos la principal diferencia con Hopkins, que consistiría principalmente en no considerar como globalización verdadera épocas anteriores al año 1500 pero, si bien es cierto que nunca constituyeron procesos verdaderamente globales según nuestra visión actual, me inclino más por la clasificación de Hopkins, dado que considero tiene más en cuenta la visión que de su universo tenían nuestros antepasados. Globalización arcaica sí, pero globalización al fin y al cabo; quizás desde el preciso momento en que el hombre salió de áfrica.

Siguiendo con las etapas establecidas esta vez por Robertson, llegaríamos a la segunda, que se iniciaría con la industrialización aproximadamente en el año 1800, fecha en la que se iniciaría la Gran Divergencia, para llevarnos hasta el inicio, en el año 1945, de la tercera etapa, en la que nos encontramos y que coincidiría también con la clasificación establecida por Hopkins.

Centrémonos un poco más en la Gran Divergencia, ese momento clave en el que Europa parece despegarse del resto del mundo iniciando el liderazgo económico occidental que ha llegado hasta nuestros días. Veámoslo en el siguiente gráfico (en términos de PIB per cápita):

¿Cómo se explica este salto? El geógrafo estadounidense J. Diamond lo hace desde un punto de vista, cómo no, geográfico. Su visión determinista sitúa la Gran Divergencia en Europa por casualidad, como producto de, entre otros, unos accidentes geográficos relativamente salvables, un clima benigno y la inmunidad microbiana conseguida tras siglos de convivencia con animales domésticos y ganadería.

Desde otra visión, el historiador británico Niall Ferguson, le otorga al desarrollo de nuestras instituciones el papel principal, indicando además el camino para alcanzar el mismo nivel de desarrollo a través de las six killer apps of prosperity. La mirada de Ferguson tiene el inconveniente de que infravalora la complejidad y funcionalidad de algunas de las instituciones que se desarrollaron fuera de nuestro continente, por lo que podría tacharse de excesivamente eurocentrista.

Conviene por eso escuchar con atención lo que nos dice Kenneth Pomeranz, profesor de Historia de la Universidad de Chicago, que nos presenta un punto de vista diferente, poniendo en valor el desarrollo industrial de otras áreas geográficas, como el Delta del Yangzi, en China, además de restringir la Gran Divergencia a determinadas zonas geográficas europeas y no asimilarlas a todo el continente por igual[10]. Sin diferencias demográficas o económicas relevantes entre las zonas industriales comparadas por Pomeranz y en referencia a la visión que se tenía hasta ese momento, nos expone el verdadero hecho diferencial, el acceso a los recursos del Nuevo Mundo:

[…] such stories often “internalize” the extraordinary ecological bounty that Europeans gained from the New World. […] This ignores the exceptional scale of the New World windfall, the exceptionally coercive aspects of colonization and the organization of production there […] what happened in the New World was very different from anything in either Europe or Asia. (K. Pomeranz, “The Great Divergence”. Princeton University Press, 2000)

Parece que poniendo en valor las dos partes del estudio de la Gran Divergencia, y no solo la europea, afloran otro tipo de factores obviados hasta el momento, despiste que, por la evidencia flagrante de su peso, solo podrían ser explicado, una vez más, por una excesiva aproximación eurocentrista. Pomeranz establece como factor decisivo, además de los inmensos recursos llegados de ultramar, el fácil – y afortunado – acceso a los recursos energéticos, esenciales para la Revolución Industrial, incluso por encima de la supuesta mayor capacidad creativa de los europeos[11].

Pomeranz parece establecer el marco en el que podemos empezar a dudar acerca de que la globalización signifique occidentalización. Así parece haber sido desde el inicio de esta última (?) etapa de la globalización en la que estamos inmersos, pero la emergencia tecnológica y económica de países como China, parece querer determinar un cambio en el equilibrio mundial:

Quizás, solo quizás, hayamos también sobreestimado los parámetros a través de los cuales hemos medido hasta ahora la Gran Divergencia, de forma relativamente sencilla en términos de PIB, o a través de los diferentes parámetros que evalúan el bienestar, todos sin duda totalmente fiables y válidos, pero ¿qué hay de los parámetros que valoran la felicidad?, ¿podemos afirmar, sin lugar a equivocarnos, que hemos alcanzado también, en algún momento, un nivel de felicidad superior al del  resto de países de los que divergimos?, ¿podemos utilizar los mismos parámetros para evaluar la felicidad en el este que en el oeste?

¿No podría considerarse también una visión excesivamente eurocentrista el hecho de que predomine en la evaluación la preponderancia tecnológica y económica occidental? Y por último, ¿es posible que estemos asistiendo, con la emergencia de China, a una nueva etapa en la globalización mundial? Desde la caída del muro de Berlín, no ha existido ningún contrapeso al modelo de crecimiento capitalista occidental, por lo que es posible que estemos asistiendo a un cambio en las influencias que la globalización, entendida al estilo occidental, nos ha traído, o cuanto menos, algún tipo de alternativa; veremos.



[1] Hopkins, Globalization in World History, 2.

[2] Ibíd., 4.

[3] Ibíd., 5.

[4] “Subastas a pie de pista para quedarse con un avión y confiscaciones: la guerra entre países por las mascarillas”, eldiario.es, 02/04/20, https://www.eldiario.es/internacional/Sobornos-proveedores-homologacion-confiscacion-destinado_0_1012449582.html

[5] Hopkins, Globalization in World History, 1.

[6]  China, Francia, Rusia, Reino Unido y Estados Unidos.

[7] Hopkins, Globalization in World History, 10.

[8] White, Global History, 258.

[9] Ibíd., 259.

[10] “European industrialization was still quite limited outside of Britain until at least 1860. Thus, positing a European miracle based on features common to Western Europe is risky, all the more so since much of what was widely shared across Western Europe was at least equally present elsewhere in Eurasia”. Pomeranz, The Great Divergence, 16.

[11] “Technological inventiveness was necessary for the Industrial Revolution, but it was not sufficient or uniquely European”. The Great Divergence, 17.