29 de enero de 2021

El mundo actual (II): instituciones para la gobernabilidad mundial.

 


Los giros de la historia son a veces inesperados y, desde la perspectiva del tiempo, siempre sorprendentes. Nadie podía imaginarse, el 19 de julio de 1870[1], año en el que Francia declararía la guerra a Prusia – que acabaría permitiendo a Bismarck la proclamación del II Reich, y el nacimiento de Alemania, tras conseguir la victoria – que tan solo 81 años después, esos mismos dos países, acabarían formando el germen de la actual Unión Europea junto con otros 4 estados europeos: la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA). Habían de pasar todavía muchas cosas en esos 81 años que no iban a invitar a la conclusión final, entre ellas, dos agresiones más de Alemania contra la soberanía francesa, hechos que no vendrían sino a confirmar, como ya apuntaba, que la historia sigue caminos solo escrutables desde la confianza que da el conocimiento de los hechos. 

La declaración de Schuman, ministro francés de Asuntos exteriores, confirmada por el tratado de París de 1951, marcaba un antes y un después en lo que serían la relaciones entre los estados europeos al renunciar, por primera vez, a la soberanía sobre un sector industrial esencial, además del reconocimiento implícito que implicaba de un país que lo había invadido 3 veces en menos de un siglo. Se iniciaba así un camino que debía estabilizar por fin Europa a través de la federalización siguiendo el modelo norteamericano, y aunque era un primer paso desde su punto de vista, no se conocía todavía el camino a seguir ni cómo superar las diferentes reticencias. Una cosa era llegar a un acuerdo comercial con ventajas para todas las partes, otra muy diferente poner fin a siglos y siglos de intereses en conflicto a lo largo y ancho de la vieja Europa. En cualquier caso, la puerta había quedado abierta.  

El siguiente paso lógico era la creación de un mercado que no abarcara solo un sector industrial y así fue como, a propuesta de los Países Bajos, se firmó en Roma (1957) el tratado que daba nacimiento a la Comunidad Económica Europea (CEE), cimentada sobre la idea liberal de que la eliminación de las regulaciones fronterizas para las mercancías industriales iba a beneficiar a todos los ciudadanos de los seis miembros fundacionales. Se trataba, todavía, de crear un espacio interior de libre circulación de mercancías, pero ahora también con una política común en cuanto a los aranceles impuestos al mercado exterior a la CEE. La ambiciosa idea de crear unos Estados Federados de Europa sigue sin ser abordada.

La CEE seguiría creciendo bajo esta idea, facilitar el libre comercio entre sus estados miembros, lo que ofrecía un enorme atractivo para la expansión de las diferentes economías. En el año 1973, Reino Unido, Dinamarca e Irlanda se unían al proyecto del mercado común. La CEE se constituía en una organización de 9 miembros.

Ya en los ochenta, la mirada se fijó en el sur de Europa, con la entrada de Grecia (1981), Portugal y España (1986), el principal carácter fundador de la CEE, el libre mercado, se revestía también de la solidaridad implícita al incorporar al grupo economías menos desarrolladas, que por contrapartida ofrecían nuevas posibilidades de crecimiento para las grandes potencias europeas.

Con la nueva ampliación, eran 12 ya los miembros de la CEE que, además de seguir con el proceso de construcción europea, iban a afrontar dos grandes retos a finales de los años 80 y principios de los 90. Por un lado, la caída del muro de Berlín y la posible reunificación de Alemania, por el otro, en la lógica heredada de la Guerra Fría, el temor de París y Londres frente al enorme peso que había adquirido la República Federal Alemana. Como solución a esos temores se propuso la creación de un Banco Central Europeo y una moneda única que eliminara la preeminencia del marco alemán como moneda de referencia, de este modo quedaba “diluido”, en definitiva, el poder de influencia de Alemania. Tal como nos comentaba Wilfried Guth[2] en 1989:” […] la clave de un progreso efectivo en la vía de la unión monetaria y de la creación de un verdadero sistema bancario central europeo reside en la voluntad política de los gobiernos de los países miembros de renunciar a la soberanía nacional en favor de una soberanía compartida –y más eficaz – a nivel comunitario.”

En este nuevo escenario de soberanía compartida, libre de recelos, que quedaría finalmente establecido en el Tratado de Maastricht en 1992, se enmarcaba la reunificación alemana en el contexto de lo que a partir de entonces sería la Unión Europea.

Si bien, como hemos comentado, la Unión Europea tiene como fin último la integración federal de los diferentes países que la componen, para formar una unidad más fuerte que la suma de sus integrantes, el papel de otra de las instituciones supranacionales más importantes, la Organización de las Naciones Unidas (ONU), tendría como función principal, al menos en sus orígenes, la creación de un foro mundial de representación de cada una de esas soberanías. Su fin principal sería la creación de un punto de encuentro en el que poder resolver los conflictos entre países antes de recurrir a la violencia. Tal era ya el deseo del presidente norteamericano Wilson cuando, al fin de la Gran Guerra, pretendió establecer las bases para evitar que se repitiera, impulsando la Sociedad de Naciones. El hecho de que finalmente EEUU no se adhiriera la hería de muerte ya antes de nacer. Tal como S. Zweig la definía[3]:” Una ocasión única, tal vez la más decisiva de la Historia, se ha malgastado de una manera lamentable”.

La ONU establecía el estado como unidad primaria en el orden internacional, cuya soberanía debía siempre respetarse y, al menos teóricamente, en condiciones de total igualdad. Pero, tal como Taylor y Curtis[4] postulan, esa capacidad de intervención en los asuntos internos de sus miembros ha ido incrementándose desde su fundación en 1945. Esa implicación en los asuntos internos conlleva el reconocimiento de los factores actuales e históricos de desestabilización en el mundo, y la asunción de que las condiciones políticas, económicas y sociales internas tienen repercusiones a nivel global. Prueba del nuevo carácter moral creciente adoptado por la ONU fue la insistencia con la que EEUU y Reino Unido trataron de conseguir la autorización del Consejo de Seguridad de la ONU para la invasión de Irak en 2003. En cualquier caso, tan cierto es que su persistencia no tuvo éxito como que la negativa de la ONU no logró frenar el ataque.

A propósito del Consejo de Seguridad de la ONU hay que decir que subsana uno de los errores cometidos en la formación de la Sociedad de Naciones y mantiene formalmente la preeminencia de las naciones vencedoras de la 2ª Guerra Mundial, con lo que quedaba garantizada, desde el inicio, la viabilidad de la institución. Su composición matiza claramente, siendo generosos, la aparente condición de igualdad de los 193 miembros actuales. Formado por un total de 15 estados, los 5 miembros permanentes (EEUU, Reino Unido, Francia, Rusia y China), poseen el poder de vetar cualquier resolución del propio Consejo[5]:” Indeed, this tension between the recognition of power politics through the Security Council veto, and the universal ideals underlying the United Nations, is a defining feature of the organization”. Esos principios universales están mejor plasmados en la Asamblea General, donde están representados todos los estados miembros, que participan, esta vez sí, en condiciones de igualdad: un estado, un voto. Esta capacidad de representación no está, en cambio, respaldada por poder alguno de decisión, ya que la Asamblea General no tiene capacidad de emitir resoluciones, sólo recomendaciones.   

Antes de presentar otras grandes organizaciones a nivel mundial, con poderes formales menos evidentes, debería hablar de unos actores principales que, gracias a la globalización, se han introducido en el panorama internacional con enorme fuerza. A las clásicas relaciones entre estados, que desde siempre habían liderado el diseño de la realidad, se han unido otro tipo de organizaciones creadas en el mismo seno de sus sociedades y que se interrelacionan unas con otras fuera del marco estado-estado[6]:” Greater clarity is obtained by analyzing intergovernmental and inter-society relations, with no presumption that one sector is more important than the other”. Según la clasificación de Willets, esa mayor claridad se obtiene a partir del análisis de las relaciones que se establecen entre los gobiernos y las organizaciones no gubernamentales. Además de los aproximadamente 200 estados presentes actualmente en el panorama internacional, deberemos también tener en cuenta a las compañías multinacionales como Apple, Pzifer o Exxon, organizaciones con un ámbito de actividad nacional (como la Asociación Nacional del Rifle en los EEUU), organizaciones estatales supranacionales (como la OTAN) y lo que hoy identificamos como las verdaderas organizaciones no gubernamentales, las ONG (como la BRAC: Bangladesh Rural Advancement Committee). Todas estas organizaciones tienen hoy en día un enorme poder para modular las acciones y decisiones que toman los gobiernos. Reconocer su influencia es también admitir que el modelo de relaciones internacionales es mucho más complejo de lo aceptado hasta ahora, siendo el primer paso para poder alcanzar soluciones a los conflictos que, necesariamente, serán también complejas. La importancia y poder de influencia de estos nuevos actores y, por encima de todos, la de las compañías multinacionales queda bien claro[7]:” In 2004, the 50 largest transnational industrial companies, by sales, each had annual revenues greater than the GNP of 133 members of the United Nations”.

Retrocedamos ahora un poco en el tiempo y volvamos al final de la Segunda Guerra Mundial, un momento clave en el que era necesario recuperar y reforzar el sistema capitalista frente al riesgo que representaba para las élites el tener al, de nuevo, enemigo comunista en pleno corazón de Europa. De los Acuerdos de Bretton Woods surgieron dos instituciones, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, que se iban a encargar de establecer el nuevo orden económico mundial frente al modelo marxista interpretado por la URSS. Su función principal debía ser la supervisión de los mercados financieros, ofrecer liquidez, así como facilitar financiación a países en problemas, con la promesa de que su gestión rendiría en beneficio de todos los ciudadanos. En definitiva, los diferentes estados se supeditaban a instituciones independientes con el fin de evitar la recesión de los años 20 y 30.

Todo fue relativamente bien hasta la primera crisis del petróleo en los años 70, a la que siguió la crisis de la libra esterlina en 1976. Algo iba a cambiar, el rescate del Reino Unido por parte del FMI venía subordinado a la realización de ajustes sociales, privatizaciones y a la aceptación de mayores tasas de desempleo, la clase obrera era derrotada[8]:” La etiqueta «neoliberalismo» resulta apropiada para lo que vendría a continuación: el rechazo del corporativismo social de posguerra que había sustentado el crecimiento occidental, así como el giro hacia el monetarismo y la desreglamentación. […] El FMI devino así no solo un financiador, sino un artífice a escala global de importantes cambios en las políticas internas”. El FMI había iniciado una época en la que el capital iba a poder circular por todo su ámbito de influencia, cada vez más grande, sin ningún tipo de control ético o moral. La duda sobre la promesa inicial de redistribución de la riqueza crecía tanto como los beneficios de los graduados de Harvard empleados en Wall Street[9]: “En septiembre de 1982, el presidente mexicano saliente, José López Portillo, denunciaba públicamente «la plaga financiera (...) que estaba causando cada vez mayores estragos en todo el mundo»”.



[1] Kinder, H., Hilgemann, W., & Hergt, M. (2007). Atlas histórico mundial (Vol. 11). Ediciones Akal.

[2] Guth, W. (1989). La creación de un Banco Central Europeo (BCE). Política Exterior, 3(9), 55-57.

[3] Zweig, S. (1927). Momentos estelares de la humanidad. Wilson fracasa. El Acantilado, 2012, p. 263.

[4] Devon E.A. Curtis and Paul Taylor. "The United Nations". En: John Baylis (et al). The globalization of World Politics. p. 312-328. Oxford: Oxford University, cop. 2008

[5] Devon E.A. Curtis and Paul Taylor. "The United Nations". p. 312-328.

[6] Peter Willets. "Transnational actors and international organizations in global politics". En: John Baylis (et al). The globalization of World Politics. p. 330-347. Oxford: Oxford University, cop. 2008

[7] Peter Willets. "Transnational actors and international organizations in global politics". p. 330-347.

[8] Mazower, M. El auténtico Nuevo Orden Económico Internacional. Gobernar el mundo: historia de una idea desde 1815 (p. 435-475). Valencia: Berlín Libros 2018.

[9] Peter Willets.

7 de enero de 2021

El mundo actual (I): la Guerra Fría.


Tras la finalización de la Segunda Guerra Mundial, el sentimiento de cansancio y hartazgo de miseria, muerte, destrucción y sufrimiento debía ser parecido al de 1918, cuando la Primera Guerra Mundial concluyó con la primera derrota de Alemania. Entonces no sabían que acabaríamos numerando las guerras mundiales, pero la concepción del mundo y del estado de las cosas era similar, cuanto menos, en todo el continente europeo. Esa concepción, uniforme en lo esencial, iba a cambiar con la Revolución de Octubre de 1917. Al sistema democrático liberal capitalista que venía dirigiendo hasta entonces la Europa occidental iba a contraponerse una nueva ideología que había sacado del letargo medieval a Rusia, donde no alcanzaron las revoluciones del siglo anterior, lo llamaron comunismo. Tras la derrota del enemigo común, había desaparecido el nexo de unión entre estas dos ideologías y, más allá de las luchas de poder entre las potencias ganadoras, salieron a relucir esas diferentes concepciones que se tenían del mundo futuro que había de surgir de las ruinas europeas.

La propia Guerra Fría iba a contribuir a tapar los fracasos, antes y durante la guerra, de los líderes europeos en Europa occidental, algunos de los cuales habían incluso colaborado con el enemigo. Era terreno abonado para que el socialismo se abriera camino como alternativa razonable, oportunidad truncada por el miedo al modelo totalitario comunista[1] que traería la nueva política de bloques. Europa central y oriental, en cambio, no tuvo opción ninguna de adoptar un modelo democrático, con sus países arrasados por la guerra y las antiguas élites desaparecidas o directamente eliminadas, los gobiernos fueron directamente situados en la órbita de Moscú.

La necesidad de protección fronteriza que tenía la URSS frente a una tercera invasión alemana era el punto a partir del cual iba a desencadenarse el choque de trenes que ya anunciaban las diferencias ideológicas[2]:” La Unión Soviética había sido invadida dos veces a través de Polonia a lo largo de este siglo […]. Ni Churchill ni Roosevelt podían entender plenamente el shock que había sido la invasión alemana en 1941 ni la determinación de Stalin de establecer un cordón de seguridad de estados satélites para que los rusos no pudieran volver a ser sorprendidos nunca más. Cabría afirmar que los orígenes de la Guerra Fría se sitúan en esa experiencia traumática.

Polonia es un caso paradigmático de esta fase inicial de la Guerra Fría, el control de ese país era considerado imprescindible para la seguridad de la URSS[3]:” Convencido de que los alemanes se recuperarían pronto y volverían a constituir una amenaza para la Unión Soviética, Stalin consideraba imprescindible tomar las medidas necesarias para asegurar la futura seguridad de su país mientras el mundo era todavía maleable. Esa seguridad exigía, como mínimo, instaurar gobiernos sumisos en Polonia y en otros estados clave de Europa del Este”. Todas las promesas de establecer un gobierno democrático en Polonia fueron rotas tras la entrada de las tropas rusas en 1944; paradójicamente era la segunda vez que lo hacían en 5 años, la primera en connivencia con los invasores ─ gracias al Pacto Mólotov-Ribbentrop ─ que ahora expulsaba. El muro “protector” construido a base de países estaba empezando a levantarse incluso antes de finalizar la guerra.

El año 1953 marca el inicio de la que probablemente fuera la época más peligrosa de la Guerra Fría y, posiblemente, de la historia de la humanidad. En los diez años que van hasta 1963 se produjo el fin de los grandes imperios coloniales francés y británico en África y Asia, al menos, como los habíamos entendido hasta ese momento. La forma de ejercer el dominio iba a cambiar, así como el eje de poder, que se configuraba ya claramente entre las dos superpotencias[4]: EEUU y URSS. El proceso de descolonización fue decisivo en la preparación del nuevo terreno de juego, que iba a dejar vacante el espacio en el que iba a librarse la guerra sin batallas entre los Estados Unidos y la Unión Soviética.

Los británicos supieron prever mucho mejor que los franceses lo que iba a suceder y optaron más pronto que tarde por una retirada que les permitiera ahorrar esfuerzos frente a lo que veían inevitable, manteniendo además lazos afectivos y económicos con la creación de la Commonwealth. París pagó más caro el proceso queriendo mantener el control de sus colonias por la fuerza, sobretodo en el caso de Argelia, que estuvo a punto de costarle su propia república en 1958, cuando el presidente De Gaulle tuvo que detener un golpe de estado que pretendía socavarla.

1953 es también el año en el que muere Stalin; con la desaparición de la figura del dictador se pone fin también a la tremenda influencia que su personalidad había ejercido en todas las esferas de poder, por encima incluso del propio PCUS. Tras una intensa batalla política, Kruschev se hace con el mando del partido. Estos movimientos hicieron creer a algunos países que la fuerza ejercida desde Moscú se había debilitado, atreviéndose a reclamar reformas, entre ellos Hungría, donde se produjo una revuelta en 1956 que pedía la llegada de la democracia. Kruschev se encargó de recordarles que Moscú mantenía todavía el control mandando tanques a Budapest y aplastando de forma sangrienta la revuelta. 

Entretanto, el General Eisenhower, antiguo comandante supremo de los aliados en Europa, accedía a la presidencia de los EEUU en el año 1952. El nuevo presidente pensaba que la expansión del comunismo era un problema real e inminente, iniciando así una política más intervencionista[5] y cambiando la visión del uso que habían de tener las armas nucleares. En esencia se trataba de que, ya que ambas potencias disponían de la capacidad de aniquilarse mutuamente, y de que esa fuerza podía desatarse en cualquier momento por factores irracionales, debían prepararse para que se mantuviera un equilibrio que evitara el desastre. Algo parecido debieron pensar los soviéticos, ya que ese equilibrio se iba produciendo en base al aumento de la capacidad destructiva de ambos bandos. El caso es que la nueva política de Eisenhower supuso un llamativo aumento en el gasto armamentístico norteamericano, que había sufrido, como es lógico, una bajada espectacular desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. El gasto militar se casi cuadruplicó en el periodo 1950-1953[6].

Pero a pesar de ese enorme gasto militar, EEUU podía ofrecer a la mayoría de sus ciudadanos un floreciente estado del bienestar, contrapartida que no podía brindar al suyo la Unión Soviética. Reflejo de esa diferencia fue la creación del infame Muro de Berlín en 1961, que pretendía evitar por la fuerza la huida de su población hacia Occidente en busca de libertad y unas mejores condiciones de vida.

Con el triunfo en las elecciones norteamericanas del presidente Lyndon Johnson, en 1964, se inició una nueva fase. La escalada armamentística parecía pasar factura y el foco de atención se redirigía hacia el interior de las propias fronteras, intentando mejorar las condiciones sociales y los derechos civiles de los ciudadanos en general y los afroamericanos en particular. Aun así, continuaban abiertos diversos conflictos, entre ellos la Guerra de Vietnam, que de hecho acabaría costándole la presidencia a Johnson. A su vez, en Moscú, Brezhnev lidiaba con cuestiones similares y debía también desviar recursos militares para intentar mejorar las condiciones de vida de la población de la URSS, aunque sin demasiado éxito. El desencanto con el sistema centralista y burocrático impuesto por Moscú seguía creciendo, sobre todo en las regiones más periféricas.

En Checoslovaquia, liderado por el líder del Partido Comunista Alexander Dubček, se produjo un intento de reforma del sistema comunista impuesto por el Kremlin, no se trataba de un proceso de ruptura, sino de reforma del propio modelo, que simplemente buscaba más libertad. Inquieto por la posibilidad de que Checoslovaquia se pasara al bloque occidental, Moscú decidió la invasión del país, poniendo fin así a la Primavera de Praga el 21 de agosto de 1968.  

Más preocupados ahora por la política interior, las dos potencias habían iniciado un proceso de distensión que acabaría con la firma de los acuerdos SALT I, el 26 de mayo de 1972, que limitaban el número de las armas estratégicas de ambas superpotencias y la otrora impensable visita del presidente norteamericano a la Unión Soviética en 1974.

Esa distensión llegó a su término a finales de la década de los 70. La URSS había iniciado una fase muy activa de intervenciones en diversas zonas de África y Afganistán en apoyo de los movimientos antiimperialistas iniciados en los años 50. Los Estados Unidos, entretanto, estaban inmersos en una crisis moral, política y económica. Este hecho, junto con las maniobras soviéticas en el Tercer Mundo, que fueron vistas por la administración Carter como el inicio de una nueva fase expansionista de los soviéticos, provocó un enfriamiento de las relaciones que se alargó hasta la propia caída de la URSS en el año 1991.

Con la llegada de Reagan a la presidencia norteamericana en 1981 parecía que se reactivaba la Guerra Fría; consciente de su superioridad económica y de su fortaleza política, los EEUU pretendían arrinconar por fin a la Unión Soviética en base a un considerable aumento del gasto militar, que se dobló[7] a lo largo de su mandato. Seguir con la carrera armamentística iba a costarle a la URSS enormes gastos que lastraban su economía. La rígida estructura burocrática del Partido Comunista impedía la renovación de los órganos de gobierno y, en contraste con el modelo occidental, no permitía el desarrollo económico en un mundo en el que el capitalismo se estaba desatando definitivamente.

La situación se estaba tornando incontrolable en los países del Este. En Polonia, un sindicalista llamado Lech Walesa, iba a poner en jaque al gobierno central. La situación fue reconducida internamente mediante el golpe de estado del general Jaruzelski y Walesa fue encarcelado. Moscú había decidido no intervenir, iniciando así una nueva doctrina de (no) actuación que iba a ser el germen final de la caída del gigante soviético.

La llegada Gorbachov a la presidencia iba a suponer el último intento de evitar lo inevitable; sus reiterados intentos de realizar las reformas necesarias fueron completamente inútiles. En noviembre de 1989, ante la total inacción de Moscú, caía el principal símbolo de la Guerra Fría el Muro de Berlín. Poco faltaba ya para el golpe definitivo, que llegó en agosto de 1991, en forma de intento de golpe de estado contra Gorbachov. La población, liderada por Borís Yeltsin, impidió que tuviera éxito, pero no pudo evitar el desmembramiento de la URSS en 15 nuevas repúblicas independientes. A partir de ese momento el sistema capitalista dejaba de tener un contrapeso en toda su área de influencia occidental y podía campar a sus anchas. 



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[1] Y a los esfuerzos realizados por EEUU a través del plan Marshall, cuya ayuda en la reconstrucción de Europa fue vital, evitando además la búsqueda de alternativas al modelo político y económico establecido.

[2] Antony BEEVOR: La Segunda Guerra Mundial, Ediciones de Pasado y Presente, 2012.

[3] Robert J. McMAHON: La Guerra Fría. Una breve introducción, Madrid, Alianza Editorial, 2009.

[4] A pesar de los intentos de los países no alineados, que trataban de configurar una alternativa y que fueron, de hecho, imprescindibles para que el proceso de descolonización fuera llevado a cabo.

[5] Como el patrocinio de golpes de estado en Irán y Guatemala.

[6] Base de datos de gastos militares del SIPRI. https://www.sipri.org/sites/default/files/SIPRI-Milex-data-1949-2019.xlsx [Consultado por última vez el 5-10-2020].

[7] Base de datos de gastos militares del SIPRI. https://www.sipri.org/sites/default/files/SIPRI-Milex-data-1949-2019.xlsx [Consultado por última vez el 20-10-2020].


14 de diciembre de 2020

Estado de sitio, de Costa-Gavras.

 


Decía el grandísimo Gabriel García Márquez en su famoso discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura, en el año 1982, a propósito de La Soledad de América Latina[1]:” Un presidente prometeico atrincherado en su palacio en llamas murió peleando solo contra todo un ejército, y dos desastres aéreos sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro de corazón generoso, y la de un militar demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo. En este lapso ha habido 5 guerras y 17 golpes de estado […]”. Se refería García Márquez al periodo comprendido entre el incendio del Palacio de la Moneda de Chile, en el que resistía el Presidente Allende en 1973, y los dudosos accidentes aéreos en los que perdieron la vida el presidente Jaime Roldós de Ecuador y el general Ómar Torrijos de Panamá[2] en 1981.

Costa-Gavras sitúa su película un poco antes, en 1970, pero conviene recordar cual era la situación general en la América Latina de entonces, convertida en el patio trasero de los EEUU, campo en el que jugaba con ventaja frente a su adversario, la URSS, por simple proximidad geográfica.

El escenario que nos plantea el director griego es un país, Uruguay, cuya oligarquía económica mantiene el poder bajo una apariencia democrática con el apoyo soterrado de los EEUU, que se encarga de instruir al aparato policial y militar para mantener a raya las demandas de libertad de las nuevas generaciones, que quedan encarnadas por los jóvenes idealistas universitarios de doctrina marxista. Costa-Gavras retrata la lucha ideológica que representa la Guerra Fría. Por un lado, el mantenimiento de un sistema capitalista estable y predecible que aboga por un estado liberal basado en la promesa de recompensa a los méritos y el trabajo individual. Por el otro, el descontento con la realidad de un mundo en el que el éxito está restringido a una reducida élite por derecho de nacimiento.

Esa es la trampa de la Guerra Fría, que nadie gana, porque parece no haber más salida que la propuesta por los dos extremos en conflicto. Este hecho queda perfectamente reflejado en el momento en que la guerrilla izquierdista, Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros­, se enfrenta finalmente al dilema de tener que utilizar la más extrema violencia para combatir la misma violencia contra la que lucha, pero que no resulta tan evidente. ­   

Nos lo vuelve a explicar muy bien García Márquez en el mismo discurso pronunciado en Estocolmo que siempre conviene revisitar:” Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras fructíferas de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de nuestra soledad.” Eso era, en definitiva, la Guerra Fría, dos grandes disputándose el mundo o, en este caso, un pequeño país de América Latina.

22 de abril de 2020

La creación del nacionalismo.




“Resumo, señores: el hombre no es esclavo ni de su raza, ni de su lengua, ni de su
religión, ni de los cursos de los ríos, ni de la dirección de las cadenas de montañas.
Una gran agregación de hombres, sana de espíritu y cálida de corazón,
crea una conciencia moral que se llama una nación.”

Ernest Renan[1]


Nos dice Yuval Noah Harari, en su best seller Sapiens (De animales a dioses)[2], a propósito del nacionalismo, que no se trata de una mentira, que simplemente es imaginación. Me encanta esta brevísima definición porque, de alguna manera, absuelve a los hombres y mujeres del sentimiento de culpa por la mentira, tan asociado a nuestra cultura judeo-cristiana, y además, porque también tiene en consideración ese sentimiento de necesidad de amparo por algo superior como algo inherente al alma humana. Ya a finales del siglo XVIII, fruto del pensamiento ilustrado, creímos ser capaces de liberarnos de ese amparo, tan útil en los siglos anteriores para mantener sano el espíritu y ofrecer el consuelo, el conocimiento y la atención que ni la ciencia ni los gobernantes habían podido ofrecer hasta ese momento. Desde nuestra nueva visión positivista, habíamos tenido éxito en nuestra búsqueda de Dios y lo habíamos encontrado en nosotros mismos[3], aunque quizás demasiado pronto, lo que rápidamente puso en evidencia la necesidad de encontrar un nuevo asidero que permitiera legitimar el poder. Quizás fruto de la falta de confianza en el hombre como individuo, ese poder ya no podía proceder nunca más de arriba pero, aun así, debía emanar de algo que lo superara, aunque esta vez el origen sería distinto, vendría de abajo.

La idea de la necesidad de legitimación de la monarquía por parte del poder divino, representado en la Europa continental por la Iglesia católica, no es nueva, por supuesto, ha sido descrita por numerosos autores, entre ellos B. Anderson (1936-2015), que en referencia a la nación nos dice[4]:” S’imagina com a sobirana perquè el concepte va nàixer en una època en què la Il·lustració i la Revolució estaven destrossant la legitimitat del reialme per voluntat de Déu, jeràrquic i dinàstic”. Pienso que un buen ejemplo de esa necesidad de legitimación frente al pueblo podría ser la coronación de Napoleón como emperador de los franceses en 1804: tan solo 15 años después de la Revolución Francesa. El golpe de Estado de 18 Brumario y el establecimiento del Consulado (1799-1804), bajo cierta apariencia democrática, no pareció suficiente para mantener su posición en Francia y proseguir con sus ideas expansionistas, acudiendo nuevamente al poder religioso, como lo demuestra la  presencia del papa Pío VII en su coronación. 
     
En cualquier caso, y volviendo a Harari, parece como si el historiador israelí bebiera de las fuentes de Anderson en su concepción de las comunidades imaginadas, y ambos de las fuentes del materialismo histórico. Habiendo introducido ya a uno de los autores que va a guiarnos en este basto mundo del estudio del nacionalismo, sólo me queda presentar al profesor E. Hobsbawm (1917-2012), de la misma corriente marxista que los dos autores anteriores.

Tanto Anderson como Hobsbawm coinciden en la modernidad del concepto de nación pero, ¿es posible establecer una fecha? Anderson es poco específico en cuanto a la datación de su nacimiento y nos habla de finales del s. XVIII[5], Hobsbawm, en cambio, afina un poco más y lo establece más adelante en el tiempo, de forma aproximada, en 1830[6], desligándola completamente del año concreto de la Revolución francesa de 1789 que, visto desde un punto de vista romántico, quizás cuadraría mucho mejor.

Pero, ¿qué es una nación? Ambos coinciden en la dificultad de definir el concepto. Para Anderson es, ante todo, un artefacto cultural[7], idea de la cual no anda Hobsbawm muy alejado cuando sitúa la idea de nación únicamente[8]:” en la cabeza de los nacionalistas”. No cabe duda, sea posible o no su definición, de que se trata de un concepto poderoso y con una extraordinaria capacidad de movilizar, tanto en sentido positivo como negativo, a los millones de personas que nos encontramos bajo su influencia, nos guste o no. Es por ese motivo que Anderson se pregunta[9]:” per què els individus estan disposats a morir per aquestes invencions?. Por mi parte sólo cabría añadir por qué están dispuestos también a matar, aunque su carácter esté ya implícito en la cita.

Tratando de saltar el obstáculo, Anderson hace su aportación en el intento de definición del concepto de nación:

Seguint un esperit antropològic, per tant, propose la definició següent de nació: una comunitat política imaginada com a inherentment limitada i sobirana. Es imaginada perquè ni els membres de la nació més petita mai no arribaran a conèixer la major part de la resta dels seus compatriotes [...] tanmateix, en la ment de cada un viu la imatge de la seva comunió.
(Benedict Anderson, “Comunitats imaginades”. Afers, 2005)

Especifica más adelante Anderson que el concepto de soberanía del que habla la cita anterior nace de la ruptura con el poder monárquico y el poder divino al que estaba ligada en la época. Hoy en día, una vez esta antigua  fractura ha sido ya consolidada, el término soberanía vendría a definir, en mi opinión, el deseo de ruptura con el poder político (democrático o no) que impide a una nación constituirse en estado.

Anderson da un papel clave, en la creación de la conciencia nacional, a lo que él denomina capitalismo de imprenta. Siguiendo la escuela marxista, enfoca la industria editorial como una herramienta al servicio de las nuevas comunidades imaginadas, con sus diferentes lenguas vernáculas, frente a la antigua comunidad imaginada: la cristiandad[10]. Cierto es que Anderson nos explica que esta nueva industria tuvo que salvar el obstáculo de la enorme cantidad de lenguas vernáculas existentes, cuyo conocimiento era ahora clave para acceder al poder, pero con el latín no hubiera podido acceder a los lectores en masa, ya que esta lengua era solo accesible para una élite muy reducida y dado que las lenguas vernáculas eran mayoritariamente utilizadas y transmitidas de forma oral. La incipiente idea de nación, junto con una enorme capacidad de producción editorial favorecía la unificación de estas lenguas vernáculas:

Res millor per «ajuntar» llengües vernaculars relacionades que el capitalisme, el qual, dins dels límits imposats per les gramàtiques i les sintaxis, va crear llenguatges impresos mecànicament reproduïts capaços de ser disseminats pel mercat. Aquestes llengües impreses van assentar les bases de la consciència nacional [...].
(Benedict Anderson, “Comunitats imaginades”. Afers, 2005)

Anderson no niega un interés previo de la población por el tema del nacionalismo[11]:” […] cercaven sobretot aquelles obres que despertaven l’interès del nombre més gran possible de contemporanis”, pero le otorga a la imprenta y a su capacidad de producción una importancia capital, aunque no menor que la que le concede al sentimiento que por su lengua vernácula tenían sus propios hablantes:

[…] aquelles llengües que per als seus parlants eren (i son) la pedra angular de les seus existències, era immensa; tan immensa, de fet, que si el capitalisme imprès hagués hagut d’explotar cada mercat vernacle oral en potència s’hauria quedat en un capitalisme d’unes dimensions insignificants.
(Benedict Anderson, “Comunitats imaginades”. Afers, 2005)

Le otorga a la lengua nada menos que la categoría de piedra angular. No quiero quitarle ni un ápice de la importancia que la lengua puede tener para un pueblo, pero no me atrevería a darle este grado de trascendencia. En este sentido, me inclino más por la opinión de Hobsbawm, que entiende la lengua como una herramienta al servicio de la política, en el sentido en que ésta queda ligada irremediablemente a la idea de nación. Al igual que el interés por la nación es explotado por el capitalismo de imprenta de Anderson, la lengua es, según Hobsbawm, un instrumento al servicio del nacionalismo:

Porque, contrariamente a lo que afirma el mito nacionalista, la lengua de un pueblo no es la base de la conciencia nacional, sino, citando a Einar Haugen, un «artefacto cultural».
(Eric Hobsbawm, “Naciones y nacionalismo desde 1780”. Crítica, 1998)

Nos volvemos a encontrar con el concepto «artefacto cultural». En este punto, si se me permite la licencia, todo se me aparece como un artefacto cultural, tanto la nación, como la lengua como instrumento al servicio de la idea de nación, lo que me permite, una vez más, darme cuenta de lo poderosas que pueden ser las ideas; qué lástima no ser capaces de utilizar semejante instrumento para un bien común, pongamos por ejemplo, la erradicación del hambre en el mundo[12], pero esa es otra historia que nada tiene que ver con el nacionalismo, ¿o sí?

Estemos o no de acuerdo, la lengua se ha convertido actualmente en uno de los pilares básicos de muchas de las naciones que aspiran a constituirse en Estado. Me pregunto porque es necesario remontarse siglos y siglos atrás en el tiempo para reforzar esa idea. Me parece suficiente argumento el amor que un pueblo pueda sentir por su lengua en este preciso momento, sin que sea necesario argumentar que ya fuera hablada hace cientos o miles de años. Claro que este mismo argumento podría utilizarse con la idea de nación, en mi opinión, de forma igualmente válida. Por supuesto, no negare la ingenuidad de pensar que sea suficiente con la voluntad, pero si se me permite, sólo quería dejar constancia de la misma. Sin embargo, Hobsbawm relativiza enormemente la importancia de la lengua en movimientos nacionalistas como el catalanismo en su camino a su constitución en Estado:

Tampoco el catalanismo como movimiento (conservador) cultural y lingüístico se remonta más allá del decenio de 1850 y la fiesta dels Jocs Florals (análogos a los Eisteddfodau galeses) no se resucitó antes de 1859. La lengua misma no se estandarizó eficazmente hasta el siglo XX, y el regionalismo catalán no se interesó por la cuestión lingüística hasta mediados del decenio de 1880 o más tarde.
(Eric Hobsbawm, “Naciones y nacionalismo desde 1780”. Crítica, 1998)

Otro de los puntos en los que no estoy en desacuerdo con Anderson, y su visión romántica del nacionalismo, es en la desvinculación que hace del mismo y sentimientos como el racismo:

En una època en què és tan comú que els intel·lectuals progressistes, cosmopolites (sobretot a Europa?) insistesquen en el caràcter gairebé patològic del nacionalisme, el seu fonament en el temor i l’odi als altres, i les seues afinitats amb el racisme, convindrà recordar que les nacions inspiren amor, i sovint un amor profundament abnegat.
(Benedict Anderson, “Comunitats imaginades”. Afers, 2005)

Como Hobsbawm, veo claro vínculos entre el racismo y el nacionalismo:

Además, hay una analogía evidente entre la insistencia de los racistas en la importancia de la pureza social y los horrores de la mezcla de razas y la insistencia de tantas […] formas de nacionalismo lingüístico en la necesidad de purificar la lengua nacional de elementos extranjeros.
(Eric Hobsbawm, “Naciones y nacionalismo desde 1780”. Crítica, 1998)

No quisiera que pareciera que critico el romanticismo de Anderson, un romántico nunca lo haría, pero sí la prevalencia de la cantidad sobre la calidad. Desde un punto de vista positivo, puedo aceptar el mejor de los sentimientos de cualquier nacionalista y su esperanza en un futuro mejor para su comunidad. Incluso puedo llegar a aceptar que se trate de una inmensa mayoría de ellos, pero no las consecuencias que ha tenido a lo largo de nuestra historia reciente. Sin pretender achacarlo exclusivamente a causas nacionalistas, baste recordar los estragos de la Primera y Segunda Guerra Mundial, que me dan pie a despedirme con una cita del gran Stefan Zweig[13]:” He visto nacer y expandirse ante mis propios ojos las grandes ideologías de masas: el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y, sobre todo, la peor de todas las pestes: el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea.
   
 


[1] Conferencia dictada en la Sorbona, París, el 11 de marzo de 1882. Ed. digital: Franco Savarino, 2004
[2] Yuval Harari, Sapiens (De animales a dioses), pág. 446, ePub.
[3] JAESCHKE, W. «La consciència de la modernitat». Web del Profesor Alcoberro en la que se expone, a propósito de Hegel, el sentimiento imperante en la sociedad de la época de las revoluciones de 1789 y 1830: “Dios a muerto”.  
[4] Benedict Anderson, Comunitats imaginades (Valencia: Editorial Afers, 2005), 25.
[5] Benedict Anderson, Comunitats imaginades (Valencia: Editorial Afers, 2005), 22.
[6] Eric Hobsbawm, Naciones y nacionalismo desde 1780 (Barcelona: Crítica, 1998), 27.
[7] Benedict Anderson, Comunitats imaginades (Valencia: Editorial Afers, 2005), 22.
[8] Eric Hobsbawm, Naciones y nacionalismo desde 1780 (Barcelona: Crítica, 1998), 17.
[9] Benedict Anderson, Comunitats imaginades (Valencia: Editorial Afers, 2005), 165.
[10] Benedict Anderson, Comunitats imaginades (Valencia: Editorial Afers, 2005), 62.
[11] Benedict Anderson, Comunitats imaginades (Valencia: Editorial Afers, 2005), 58.
[12] Según ACNUR, 8.500 niños mueren cada día de desnutrición. https://eacnur.org/blog/cuantos-ninos-mueren-de-hambre-al-dia-tc_alt45664n_o_pstn_o_pst/
[13] Stefan Zweig, El mundo de ayer (Barcelona: Acantilado, 2011), Kindle, Pos 52.


BIBLIOGRAFIA.

Benedict Anderson. Comunitats imaginades: Reflexions sobre l'origen i la propagació del nacionalisme. Valencia: Editorial Afers, 2005.
Emil Ludwig. Napoleón. Madrid: Juventud, 2003.
Eric Hobsbawm. Naciones y nacionalismo desde 1780. Barcelona: Crítica, 1998.
Hermann Kinder, Werner Hilgemann, and Manfred Hergt. Atlas Histórico Mundial: De los orígenes a nuestros días. Madrid: Ediciones Akal, 2007.
Renan, E. “¿Qué es una nación?”. Conferencia dictada en la Sorbona, París, el 11 de marzo de 1882. Madrid: Instituto de Estudios Políticos, 1957.
Yuval Harari. Sapiens: De animales a dioses. Ed. Debate, 2015.