24 de abril de 2019

La Edad Media, ¿oscuridad o consuelo?




Supongo que como la mayoría, había asociado siempre la Edad Media a un periodo oscuro y de involución tras la luz que trajeron griegos y romanos con el advenimiento del discurso lógico. Craso error, enmendado una vez más con la lectura y, por lo que intuyo, equívoco en gran parte provocado por una visión mediatizada de la influencia de la Iglesia, que más que originar, utilizó esa vuelta al mito en beneficio propio. Con la enorme paradoja de que, a pesar de renunciar e incluso luchar contra los vestigios que quedaron del discurso lógico fue gracias a una parte de la Iglesia que hoy en día podemos disfrutar de los clásicos y de su mensaje, que pudo ser retomado con el Renacimiento. Nunca me había planteado las carencias del discurso lógico como motivo para la vuelta al mítico. Esta elección del retorno al antiguo discurso se me presenta ahora, con frescura, como un camino nuevo para entender mejor una época por la que siempre he sentido una enorme curiosidad. El logos, fruto de un tiempo, un lugar y unas condiciones muy determinadas aportó respuestas a algunas de las preguntas que habían rondado las cabezas de nuestros antiguos durante largo tiempo, pero quizás no a las más trascendentales, aquellas que dan tranquilidad al espíritu y reconfortan ante las grandes adversidades a las que se enfrentaban; en un tiempo donde la vida no valía más que lo que se tardaba en perderla y durante el cuál, el discurso lógico, no había logrado dar una respuesta satisfactoria, a pesar de haber tenido a su disposición algunas de las mentes más preclaras que había dado hasta entonces la humanidad.

En descargo de esos primeros intelectuales valga decir que la mayoría de esas preguntas siguen flotando actualmente, y quizás con más fuerza, en las mentes de la mayoría de nosotros, las más débiles de las cuales, en un contexto de gran desigualdad social, son incapaces de entender que los dos discursos operan en esferas completamente estancas e independientes,  pudiendo hoy en día tender a buscar las respuestas más sencillas, o simplemente respuestas, en posiciones extremistas que prometen, en otra vida, lo que no pueden ofrecer en la presente.

La vuelta al territorio mítico en la Edad Media no supone, en un primer momento, la adopción de la concepción clásica del eterno retorno en el tiempo a las habituales acciones primordiales, tampoco supone la negación de la historia. Ese tiempo, que según Agustín de Hipona nace con la creación, pero que además anuncia ya su final, va a seguir siendo lineal, histórico, cada hecho será único e irrepetible y a pesar de que todo ocurre por designio divino, se acepta el libre albedrío, con la condición de actuar según el arquetipo del ideal cristiano para ganar la salvación o abrasarse en el más terrible de los infiernos. A medida que vayamos avanzando en la Edad Media nos iremos introduciendo poco a poco, una vez más, en la concepción ortodoxa del tiempo cíclico más propia del discurso mítico, con un calendario que vendrá marcado por el calendario litúrgico de la Iglesia y que marcará el tempo de la vida cotidiana.

En los próximos siglos va a ser la Iglesia quien establezca el modelo arquetípico ideal de comportamiento. Dispondrán de motivos para la celebración ya que han conseguido por fin situarse entre Dios y el Hombre, y se presentan ya como condición indispensable para llegar a él. El revolucionario mensaje inicial de amor incondicional accesible para cualquiera, lo que le infería de una gran universalidad, parece haberse perdido y las enseñanzas originales, demasiado lejos ya en el tiempo, sólo pueden ser transmitidas por los auto proclamados herederos de su reino en un modo que será cada vez más complejo.

El objetivo del pueblo, en adelante, va a ser la salvación, y sólo podrá ser lograda siguiendo las instrucciones establecidas por quien ostenta el poder de la redención. Pocos más consuelos que ese debían quedar ya, a saber, la esperanza de una futura vida mejor, en un mundo en el que las posibilidades de saltar en la escala social, de quebrar el modelo trifuncional “ideal” (¿para quién?), eran reducidas, sobretodo para los encargados de la nutrición en su parte más baja, el pueblo llano. Entiendo esta subordinación del pueblo a las cada vez más rígidas normas establecidas por la Iglesia, como el “peaje” a pagar por la vuelta al discurso mítico y la consiguiente tranquilidad de espíritu que se obtiene a cambio; entiéndase siempre peaje sin connotaciones negativas, simplemente como el coste inherente al disfrute de un servicio, o en este caso, a la elección libre de un discurso : el que más beneficios le ofrece al que lo selecciona.

El discurso lógico, cuya presencia en la historia no deja de ser testimonial en términos cuantitativos, no satisfizo entonces las necesidades más primarias del alma humana, como parece no hacerlo en estos momentos presentes; nuestro “peaje” pudiera ser ahora el agotamiento de nuestros recursos naturales, consecuencia de un consumismo voraz que intenta aplacar las carencias de nuestro discurso lógico y unas desigualdades sociales fruto de las cuales, emanan odios que buscan justificación histórica allá donde pudieren. Llegados a este punto se me aparece como meridianamente claro que, a lo largo de la historia, incluyendo nuestro presente, la búsqueda de las respuestas a las preguntas fundamentales que se ha formulado el hombre nunca ha sido, ni será, gratuita.

Tal como avanzaba anteriormente, el gran historiador francés G.Duby, nos habla del modelo trifuncional y cómo es utilizado en su época, a mi parecer, más para intentar mantener el estado de las cosas, que para presentar un modelo social siquiera remotamente ideal, si el término puede contener alguna acepción que haga referencia, de algún modo, al carácter justo del mismo.

El proceso histórico que nos llevó a las cruzadas fue muy diferente en ambos bandos. Por un lado, los cristianos, que tuvieron que evolucionar desde una religión que en sus inicios predicaba el amor al prójimo y rechazaba cualquier forma de agresión, por el otro los musulmanes, cuya religión nació aceptando la violencia como simple aceptación de su modo de vida ya en tiempos de su fundación, aunque la yihad no tenía en ese momento las connotaciones religiosas que tiene actualmente y se entendía más bien como una guerra de conquista. Podemos hablar, en el caso cristiano, de un cambio radical en su doctrina, que fue desde el pacifismo más puro predicado por Jesús (cuyo intento de transmitir sus enseñanzas podríamos decir que no tuvo demasiado  éxito ni entre sus seguidores más cercanos, los apóstoles, ni entre su propio pueblo, que esperaba más un libertador guerrero y un líder que un salvador) hasta la guerra santa. 



En el caso musulmán se puede aceptar cierta coherencia en este sentido, no fue necesario ningún cambio doctrinal, el propio Mahoma practicó la yihad a modo de conquista, pero su finalidad última nunca fue la conversión, de hecho, la conversión no tenía cabida en el Corán, cuya fe sólo puede ser abrazada de forma voluntaria. Podríamos hablar, en este caso, de cierto respeto y tolerancia hacia las religiones monoteístas, consideración quizás no en el sentido que le asignaríamos hoy en día, pero en cualquier caso, parece que fue mucho mayor que el que mostraron los cristianos. No podríamos decir lo mismo de otras religiones politeístas, que sí fueron perseguidas.

Parece claro pues, que las actitudes respecto a la violencia de los dos fundadores de las religiones que nos ocupan eran en un principio diametralmente opuestas, quizás en parte también dado que la religión musulmana no tuvo tanto tiempo para degenerar respecto a su mensaje inicial como lo tuvo la cristiana hasta el tiempo de las cruzadas, aproximadamente 4 siglos en el caso de la religión de Mahoma, unos 11 en el caso del cristianismo. ¿Se está produciendo en estas últimas décadas la degradación del mensaje inicial del profeta? Cuanto menos, da para una breve reflexión al respecto. Una vez el cristianismo adopta el concepto de guerra santa hay que volver a buscar las causas de la cruzada en el mito, la maquinaria hacía tiempo ya que estaba en funcionamiento y se había creado la exaltación y el fervor religioso necesario para emprender tal empresa, recuperar la cuna de su religión de las manos de los infieles. El objetivo principal del cristianismo tampoco era la conversión de los musulmanes, ni su exterminio.

La salvación para quienes emprendieran la aventura estaba asegurada, así como el perdón por todos los pecados; no habría mejor acicate para un pueblo que había entendido esta vida como una mera forma de ganarse la eternidad. El cambio del discurso lógico al mítico había llegado con las cruzadas a su máximo apogeo, ¿qué mejor conclusión para la elección del discurso mítico que la promesa de obtener todas las respuestas que no había podido ofrecer el discurso lógico al que renunciamos?

13 de febrero de 2019

"¿Quieres esto una vez más e innumerables veces más?"



“En algún apartado rincón del universo centelleante, 
desparramado en innumerables sistemas solares, 
hubo una vez un astro en el que animales inteligentes inventaron el conocimiento.”
Nietzsche, F.




Cuando Hegel nos anunciaba, por primera vez[1], la muerte de Dios, lo hacía desde la seguridad y la confianza de quien se creía capaz de llenar ese inmenso vacío con las herramientas ilustradas que habían permitido la caída del Antiguo Régimen tras la Revolución Francesa de 1789. La esperanza que le otorgaba la razón abría ante su mente la certeza de un futuro idealizado, en el que las relaciones entre los hombres no estarían basadas más que en el inmenso saber positivo recopilado en los siglos anteriores.

Tras Nietzsche, ya no queda nada de esa firmeza, y ese vacío queda ahora bajo nuestros pies presentándose tal como es, un abismo al que nos hemos abocado nosotros mismos en nuestro afán de búsqueda de las respuestas que han sacudido, desde que el hombre es hombre, nuestra consciencia. Pero de ese sentimiento de pérdida, de vértigo y miedo, que acompaña a quien valientemente decide afrontar esa verdad, nace una salida, un camino que pueda llevar al hombre a colocarse en el lugar que le corresponde, un lugar que no se encuentra en ningún punto lejano ni recóndito del universo, sino que está tan cerca y tan íntimamente ligado a nosotros, que no hemos sido capaces de aprehenderlo, en nuestro afán de fijación y conocimiento, hasta el exacto y preciso momento en el que él se ha dado cuenta. Y en su intento de mostrárnoslo acabó dejándose la vida, a pesar de que a través de su filosofía buscaba precisamente lo contrario, su curación, o cuanto menos un bálsamo, como nos dice Copleston[2]:” […] Nietzsche estaba habituado a hablar de doctrinas o teorías particulares, como si fueran estratagemas de autoconservación o tónicos autoadministrados”.
  
En La gaya ciencia, Nietzsche nos invita al conocimiento alegre, libre y despreocupado, al que solo puede accederse cuando se toma conciencia de que el pretendido saber no es sino un vano intento del hombre de ordenar la naturaleza para la tranquilidad de su espíritu, esa es la verdadera muerte de Dios: la toma de conciencia de nuestro propio engaño, el que solo podía tener sentido si conseguíamos olvidar que era precisamente eso, un engaño. Una vez desenmascarada la realidad, ésta se nos presenta tal y como es: cambiante, caótica, despiadada en ocasiones. Con Dios mueren conceptos como la humanidad[3], frente a lo que somos todos y cada uno de nosotros: diferentes, únicos, variables y contradictorios; como el amor, cuyo concepto platónico desaparece frente a lo que significa el amor para todos y cada uno de nosotros en todos y cada uno de los momentos que vivimos, nunca lo mismo, siempre diferente; o el bien, en nombre del cual se han cometido los peores crímenes de la historia así como los actos más sublimes. En definitiva, ¿qué nos queda cuando los valores que habíamos creído eran la guía de nuestro camino en este mundo se desmoronan?, quedamos nosotros, nosotros solos.

La invitación de Nietzsche en el conocimiento alegre[4] de La gaya ciencia es a sentirnos como un niño, sin prejuicios, sin miedo a la experimentación y el descubrimiento, aquel que no conoce las reglas del juego porque aún no se las han explicado, debido a que todavía no le han mostrado el engaño y no dispone por tanto de pretendidos conceptos de perfección inalcanzables que, con el tiempo, no harán más que provocarle frustración una vez le sean transmitidos y llegue a sentir que quedan fuera de su alcance.

Pero, ¿qué pasa si descubrimos que esos modelos conceptuales al modo platónico no existen?, el abismo: el nihilismo. ¿Qué pasa si tomamos conciencia de que allí donde habíamos creído estaba lo que debíamos hacer, pensar o sentir[5] no hay nada? ¿Qué sucede si nos damos cuenta de que solo estamos nosotros? ¿Qué sucedería si la culpa que hemos llevado a cuestas durante siglos desaparece? ¿Y si no existiera ni premio ni castigo? ¿Qué harían todos los hombres excepto un tipo muy especial de hombre que todavía no existe, pero que ha de venir? La mayoría sentiríamos el terror de descubrir que quizás todo es un sinsentido, el fin, pero ¿y si solo fuera el principio, el despertar? Por eso Nietzsche no nos deja solos en ese precipicio, no se conforma con aniquilar los valores que nos habían acompañado hasta ahora, sino que los invierte. Él enciende la luz en la caverna platónica y nos muestra los ideales tal como son: interpretables a través de la experiencia individual, lo que es para uno, puede no serlo para otro. Valores como el bien y el mal quedan supeditados a la experiencia particular de cada uno, a su interpretación, ¿o es que el terrorista es consciente de que encarna al mal cuando realiza un atentado? No, bajo su punto de vista, actúa por el bien de la causa que defiende[6].
    
Tal como Heidegger nos señala en su libro Nietzsche[7], El peso más abrumador, nombre del fragmento a partir del cual se desarrolla este texto, es la primera comunicación que Nietzsche realiza de la doctrina del eterno retorno. Más esclarecedora es la profesora Manzano[8], que nos plantea esta idea central del pensamiento de Nietzsche como una escalera de Wittgenstein, una herramienta con la que nos invita a plantearnos como sería nuestra vida, como podría ser nuestra vida si pudiéramos llegar a comprender lo que pretende transmitirnos. Nietzsche siente esa necesidad, de ninguna otra manera pretendería facilitarnos el acceso al nivel en el que se encuentra, parece empeñado en hacernos despertar: ”¿O has tenido la vivencia alguna vez de un instante terrible en que le responderías: ‘Eres un Dios y nunca escuché nada más divino’?”. Empeñado en que seamos valientes y nos atrevamos a destruir la mascarada que toda la historia de la filosofía ha dejado impresa en nuestro más profundo yo. Pretende que rompamos las cadenas, que nos liberemos del enorme peso que nos aplasta y que nos desliga del mundo real, el único que tenemos a nuestro alcance y cuyas potencialidades nos han sido negadas hasta ahora.
   
Pero, ¿qué pasaría si llegaras a darte cuenta?: ”Si aquel pensamiento llegara a tener poder sobre ti, así como eres, te transformaría y tal vez te trituraría”. Es decir, llegado el momento de entender la realidad desde el punto de vista interpretable de Nietzsche, pueden pasar dos cosas, que te “transforme” en superhombre[9]: capaz de crear y seguir su propio camino, en definitiva, de liberarse del peso que podría triturarle, o que el miedo que te provocaría sentir el nihilismo (el abismo) del que hablábamos anteriormente te paralizara y no permitiera la transformación. De este modo, a través del miedo que provocaría el sentimiento del eterno retorno a una vida anodina, basada en el engaño y la mentira (en sentido extramoral), Nietzsche nos invita a reaccionar y nos facilita el acceso a su pensamiento y a las implicaciones que tendría para nosotros, en términos de gozo de nuestra completa potencialidad como hombres.

Tal como Nietzsche nos plantea: “¿quieres esto una vez más e innumerables veces más?”, solo el superhombre puede responder que sí a esta pregunta, solo él puede seguir avanzando sin las referencias de las que disponíamos hasta ahora, solo el superhombre puede superar el miedo y crear sus propios valores conforme a él mismo y afirmarse como lo importante, lo único importante, y no padecer temor al reconocerlo. Bertrand Russell parece apuntar también en esta dirección y aduce que es precisamente del miedo de donde nace el superhombre, aunque desde un punto de vista completamente diferente[10]: ”No se le ocurrió nunca a Nietzsche pensar que el afán de Poder, con que adorna a su superhombre, es un producto del temor. Los que no temen a sus vecinos no ven la necesidad de tiranizarlos”. Más allá de la opinión negativa que deja traslucir Russell a lo largo de todo el capítulo que le dedica al filósofo alemán, y que podría estar influenciada en parte teniendo en cuenta el momento de la publicación del libro, un momento en el que las heridas están todavía sangrando tras la Segunda Guerra Mundial[11], es cierto que el superhombre debe superar el miedo, aunque en mi opinión se equivoca en cuanto al origen del mismo, que como ya he intentado explicar anteriormente, está relacionado con una estructura general de la realidad, configurada a lo largo de siglos y siglos,  que Nietzsche rompe completamente. De lo que no cabe duda es de que, tal como nos dice Copleston[12]:” […] el superhombre es todo lo que hubiese anhelado ser el afligido, el solitario, el atormentado y olvidado herr profesor doctor Friedrich Nietzsche”.   

Pero volviendo al eterno retorno, una vez más, totalmente de acuerdo con la profesora Manzano en su interpretación: solo desde una vida de plenitud de desarrollo de nuestras potencialidades, estando dispuesto a “ser bueno contigo mismo y con la vida”, podrías responderle al demonio que aceptarías, una y mil veces, volver a vivir tu vida, aceptando el deseo y las pulsiones como parte de nuestra naturaleza. En este punto nos encontramos, como es constante en la obra de Nietzsche, con la inversión del platonismo: la transvaloración de todos los valores, ¿cuál sería la posición de un “superhombre” platónico frente a la disyuntiva que nos propone el demonio? Muy someramente, ¿acaso no sería su objetivo vivir una vida conforme a los valores éticos y morales del ideal griego clásico, para llegar al final de su vida terrenal con la sensación del deber cumplido? Tras esa vida plena, nunca aspiraría al eterno retorno debido a que, probablemente, creyera que ya había cumplido con todas las expectativas posibles, por lo que no tendría para él ningún sentido repetir una vida que ya ha sido perfecta, pudiéndose por tanto ir en paz y, quizás, como nos proponía el profesor Grimaldi[13], habiendo tomado por buena, aun a sabiendas de su indemostrabilidad, la esperanza de una vida eterna como premio por haber seguido las reglas al pie de la letra.

Nuestro maestro de la sospecha[14] no fue un filósofo al uso, incluso hay quien duda que pueda calificársele como tal y lo incluye en una disciplina más literaria, como si la filosofía no fuera también literatura y no pudiera hacerse filosofía más que desde una posición preestablecida y dictada por la academia. De lo que no cabe duda es que el pensamiento de Nietzsche resulta incómodo si uno prefiere no cuestionarse ciertas cosas, una posición muy extendida actualmente. Por otro lado, la utilización que se ha hecho de su obra, en un caso similar al de Marx, no ayuda precisamente a que podamos aproximarnos fácilmente a ellos sin realizar antes un enorme esfuerzo de evasión de lo que ha sido la historia europea en los últimos dos siglos. Lo que se me aparece también como meridianamente claro es que un filósofo que se cuestiona los pilares de nuestra civilización occidental, tal como lo hace también Marx, no resulta demasiado conveniente para quien prefiere mantener el estado actual de las cosas y tiene además el poder para hacerlo; ¿a quién no le conviene? bueno, esa es otra historia.   
   




[1] JAESCHKE, W. «La consciència de la modernitat». Nota extraída de la web del Profesor Alcoberro:
[2] COPLESTON, F. “De Fichte a Nietzsche”, p. 521.
[3] Aquí es donde vemos al Nietzsche más filólogo, que aplica sus conocimientos sobre el nacimiento del lenguaje, el acuerdo al que llegamos, en definitiva, para la creación de las palabras que definen conceptos. Convención que olvidamos hemos realizado y que nos lleva a aceptar la realidad de un concepto artificial como el de humanidad, y a negar lo que realmente somos, un conjunto de humanos totalmente diferentes entre sí.
[4] IZQUIERDO, A. Prólogo de La gaya ciencia en la edición indicada en la bibliografía.
[5] En definitiva, el modelo de comportamiento occidental.
[6] Más que en ningún otro punto, y sin pretender caer en relativismos, he tratado aquí (pobre de mí) de ponerme en la piel de Nietzsche con un caso extremo, espero que se me entienda. Quede claro que ninguna acción que vulnere los DDHH puede ser defendida, desde un punto de vista ético, como idea del bien.
[7] Tras haber acudido a su libro en busca de un poco de luz, he de decir que no me ha servido demasiado para entender, entre otros, el concepto recurrente en Nietzsche del eterno retorno, opinión que en parte se ha visto confirmada gracias a un artículo de José Luis Molinuevo en la web El cultural. En la cabecera del artículo puede leerse: “[…] A partir de ahí se generó el tópico de que sirve más para entenderle a él que a Nietzsche”.
[8] Ver video en referencias.
[9] Me gusta infinitamente más la traducción que, de Übermensch, hacen los profesores ARCHILES, A.; RUIZ, J.J. y VILANA, V. en Nietzsche sobre verdad y mentira en sentido extramoral: “[…] suprahumano, el que va más allá de lo que hasta ahora los occidentales han llamado humano”.
[10] RUSSELL, B. “Historia de la filosofía occidental”, 1946, p. 1002
[11] La manipulación que de la obra de Nietzsche hizo su hermana Elisabeth, así como la apropiación de su pensamiento realizada por el nazismo ha estigmatizado enormemente a este pensador.
[12] COPLESTON, F. “De Fichte a Nietzsche”, p. 544.
[13] Ver video en referencias.
[14] Junto con Marx y Freud.


BIBLIOGRAFÍA / REFERENCIAS.


NIETZSCHE, F. «La gaya ciencia» Editor digital: ElCavernas, 1882
COPLESTON, F. «De Fichte a Nietzsche - 7» Editor digital: Titivillus, 1958
RUSSELL, B. «Historia de la filosofía occidental» Editor digital AlNoah, 1946
HEIDEGGER, M. «Nietzsche» Editor digital: Titivillus, 1961
DARÍO SZTAJNSZRAJBER. Nietzsche. [Consulta: diciembre de 2018]
GRIMALDI, N.; NÚÑEZ, F. Hablamos de Sócrates. MATERIAL DIDÀCTIC DE LA UOC.
MANZANO, Julia. Nietzsche en 8 minuts. [Consulta: diciembre de 2018]
ARCHILES, A.; RUIZ, J.J.; VILANA, V. «Sobre verdad y mentira en sentido extramoral de F. Nietzsche». Valencia: Ed. Diálogo, 2008.
ISBN 84-95333-08-2
Alcoberro, Ramon. Filosofia i pensament. Hegel [article en línia]. [Data de consulta: 18 de novembre de

30 de diciembre de 2018

En la piel de Rousseau. Crítica a la democracia.





[Nota previa: el texto se desarrolla en primera persona desde la perspectiva de J. Rousseau, en cuya piel he pretendido ponerme como si todavía pudiera observarnos. He intentado diferenciar mediante la cursiva mis propias opiniones o conclusiones cuando son libremente interpretadas de la bibliografía que sirvió de base para este texto o de las propias ideas de J.J. Rousseau]




Debo confesar que, efectivamente, pusimos demasiada fe en la razón… todo ese optimismo que sentimos por la nueva ciencia que se abría a nuestros pies ha demostrado ser infructuoso. Hubo un tiempo en que creímos que era posible la creación de un mundo nuevo sobre las cenizas del viejo, un tiempo en que todos fuimos uno solo frente a los antiguos fantasmas que nos habían engañado en cuanto a su origen divino y nos alzamos sobre los hombros de gigantes ilustrados que nos ofrecían la base moral y política de lo que debía ser un nuevo espacio de convivencia que permitiera olvidar tantos y tantos siglos de opresión, engaño e injusticia.

Pero nos olvidamos de que somos humanos y, como tales, imperfectos; descuidamos una parte de nuestra alma que es, cuanto menos, igual de importante que nuestro discernimiento. Desatendimos nuestra propia naturaleza,  que no debe ser descuidada por ninguna forma teórica de gobierno que pretendamos ofrecer, cuya principal responsabilidad debe ser siempre propiciar el entorno político y social que permita que no se malogre[1].

Cierto es que tan solo llegué a atisbar como el Antiguo Régimen iniciaba su caída en ultramar, la distancia de nuestras antiguas colonias norteamericanas iba a permitir construir un mundo nuevo sin necesidad de destruir nada, más allá de los finos lazos que las unían a la vieja Europa y que no iban a tardar en romperse definitivamente. Ya disponíamos de las herramientas filosóficas y políticas, de la base ideológica sobre la que cimentar una nueva sociedad basada en el gobierno de la razón y la lógica, el cambio no tardaría en producirse también en el viejo continente, pero yo ya no podría ser parte de él como me hubiera gustado. El objetivo parecía claro, la voluntad general era un clamor, las cosas debían cambiar, ¿dónde quedó toda aquella fuerza? Diríase que la voluntad general acabó siendo, como siempre, la de solo unos pocos que se erigieron como “interpretadores” para luego traicionarlos en interés propio.

Visto ahora en perspectiva, me alegra poder hacer mi valoración desde mi cómoda posición actual, aquí junto con Hobbes, Locke, Newton, Voltaire, Galileo, Montesquieu y tantos otros…, tenemos tertulias inacabables sobre como vemos el mundo actual, nuestro problema no es, evidentemente, de tiempo, pero debo confesar que la paciencia de uno tiene también un límite. Y es que ya no tengo manera alguna de hacerles ver que los problemas que vemos actualmente desde nuestras alturas no puede ser resueltos solo desde la razón, que todas esas hormiguitas que vemos ir cada día a sus trabajos, cuidar de sus hijos,…, o en definitiva, tener un tremendo éxito o fracasar estrepitosamente, tienen que atender también a intangibles, a fuerzas que van más allá de la propia lógica, y que se enfrentan a fuerzas que no pueden ser cuantificadas ni materializadas, algunas externas a ellas, pero otras, quizás más fuertes aun, situadas en su propio interior.

La Revolución de 1789, ¿a dónde nos llevó?, al Congreso de Viena de 1815 y de ahí a la Restauración, para llegar a 1848, cuando por fin cayeron los viejos ídolos, ¿o no? No puedo dejar de sentirme, en cierto modo, traicionado, en realidad no pienso que pretendiéramos cambiar simplemente unos por otros, se trataba de buscar un bien común, una sociedad más justa e igualitaria; pero nos olvidamos de que lo que se escribe en un papel, tras no pocos esfuerzos y noches en vela, debe tener en cuenta también la variable humana, la parte no racional de su espíritu, que le es tan propia como la misma razón.

He oído lo que dice Russell de mí[2], y no puedo alejarme más de lo que ya me encuentro, en mi posición actual de mero observador celestial, de la responsabilidad de las interpretaciones que cada cual haga de mis escritos, aunque he de confesar que ciertos comportamientos me han llevado a replantear, en algún momento de debilidad, mi convencimiento íntimo sobre la bondad de la naturaleza humana. ¿Hubiera existido un monstruo como Hitler de haber disfrutado de una forma de gobierno que hubiera evitado los errores del Congreso de Viena y el nacimiento de los estados nación que nos llevó a la I Guerra Mundial? quien sabe… ¿Qué influencia tuvo nuestra incapacidad de aplicar una forma de gobierno que se elevara con sentimientos de libertad, fraternidad, justicia social e igualdad, en vez de hacerlo sobre los más oscuros de nuestra alma?

Debemos ser conscientes que el grado máximo de libertad lo encontramos viviendo en sociedad y que para ello debemos respetar el orden social, pero éste (y aquí es donde siempre me enzarzo con mis colegas Hobbes y Locke[3]) no debe basarse nunca en la fuerza, sino en el acuerdo. Cualquier poder político debe ser capaz de conjugar lo que se deriva de ese acuerdo, es decir, como encajamos la libertad individual de cada uno de nosotros con la colectiva, con la voluntad general. El problema al que hacemos frente es ése, como definimos y trasladamos la voluntad general que nos permite vivir en el grado máximo de libertad, a saber, en sociedad.

Lo que veo es un pueblo que cede su soberanía a un parlamento, que debiera ser el encargado de velar por el interés general, pero los diferentes partidos, representantes de cada uno de sus votantes acaban velando solo por el interés de los suyos propios, ya que de hecho, son los únicos que les permiten seguir ostentando el poder o su cuota de representación. En este sencillo paso, nos hemos dejado ya en el camino al interés general, que es mucho más que la suma de los intereses de cada uno de los individuos que componen una sociedad, siendo además mucho más sencillo, por otro lado, que otro tipo de grupos de poder ajenos a los oficiales ejerzan sus influencias de forma mucho más simple, directa y sutil.

Como ya he comentado, es el pueblo quien ostenta la soberanía, y son los diputados del parlamento quienes la administran; no pueden considerarse por tanto representantes de esa soberanía, a lo sumo podrían denominarse delegados; de hecho, nadie puede representarla y ese es el principal reto al que se enfrentaban y se enfrentan las actuales democracias occidentales, como transferir lo intransferible. Como salir de ese círculo partidista en el que los que se erigen como “representantes” de la soberanía popular lo son tan solo, de forma práctica, de sus propios votantes y de quienes los financian, y tienen como único fin mantenerse en el poder como forma de vida: ¿he aquí una clave del porqué del fracaso de las formas de gobierno asambleario? me refiero, en este punto, a la complicación que implicaría el manejo de una forma de gobierno de ese estilo por parte de los poderes económicos que necesitan de la estabilidad para su desarrollo.

Lo más parecido que veo actualmente a lo que pretendía exponer en mi Contrato Social no son por tanto los parlamentos que rigen las mayores democracias occidentales, sino sus constituciones, las que establecen el marco general de convivencia entre sus miembros, pero observo en algunos países una rigidez en las mismas que las desacreditan, las desvirtúan y las ponen también al servicio de sus propios intereses. Ese acuerdo en el marco de convivencia, esa constitución, debe ser continuamente refrendado y modificado por sus miembros; entiendo la necesidad de cierta rigidez que permita mantenerla como firme asidero al que acudir cuando se producen conflictos internos, pero al ritmo que se desarrollan las cosas en este frenético siglo XXI, ¿qué menos que permitir, cuanto menos a cada generación, refrendar ese acuerdo?

Tal como mi amigo Copleston me interpretaba, muy acertadamente, es solo en las votaciones en las que elegimos a los miembros de nuestros parlamentos cuando somos libres, solo en ese preciso y fugaz periodo de tiempo podemos considerarnos emancipados de forma absoluta, para luego volver a caer en la esclavitud partidista[4]Entiendo que un mundo como el actual, donde de la diversidad se hace virtud, se haga cada vez más complicado hallar la voluntad general, el bien común, probablemente habré de reconocer que mis teorías sean ya de difícil aplicación, pero debería admitirse, cuanto menos, que la vida en sociedad sigue reportándonos enormes beneficios. Sí, incluso más ahora, que los derechos individuales de grupos sociales cada vez más reducidos y heterogéneos nos hacen olvidar todo lo que tenemos  en común conviene no perder de vista quien sale beneficiado.     



   
BIBLIOGRAFÍA / REFERENCIAS.

COPLESTON, F. «De Fichte a Nietzsche - 7» Editor digital: Titivillus, 1958
RUSSELL, B. «Historia de la filosofía occidental» Editor digital AlNoah, 1946
ROUSSEAU, J.J. «El contrato social» Editor digital Titivillus, 1762 




[1] RUSSELL, B.: ”[Rousseau] Sostenía que «el hombre es naturalmente bueno y que sólo las instituciones lo han hecho malo […]»”. «Historia de la filosofía occidental», 1946, p. 900
[2] RUSSELL, B.: ”En nuestros días Hitler ha sido consecuencia de Rousseau; Roosevelt y Churchill, de Locke”. «Historia de la filosofía occidental», 1946, p. 897
[3] COPLESTON, F. «Historia de la filosofía», 1960, p. 111
[4] ROUSSEAU, J. : ”La soberanía no puede representarse, por la misma razón que la hace inalienable; descansa esencialmente en la voluntad general, y no admite representación. […] Por lo tanto, los diputados del pueblo no son ni pueden ser sus representantes, son simplemente sus administradores, y no pueden llevar a cabo ningún acto definitivo. Toda ley que el pueblo no haya ratificado directamente es nula y vacía…”. Contrato Social, III, 15, 83

22 de noviembre de 2018

Brevísima retrospectiva del nacionalismo



“He visto nacer y expandirse ante mis propios ojos las grandes ideologías de masas: 
el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y, 
sobre todo, la peor de todas las pestes: el nacionalismo, 
que envenena la flor de nuestra cultura europea.”
S. Zweig, El mundo de ayer.



El autor del texto alrededor del cual va a girar este trabajo es Sir Christopher A. Bayly, nacido en Tunbridge Wells, Reino Unido, en el año 1945, se doctoró en Filosofía por la Universidad de Oxford en el año 1970, siendo profesor de Historia Imperial y Naval en la Universidad de Cambridge desde 1992 hasta 2013. Falleció en abril de 2015 a la edad de 69 años. El nacimiento del mundo moderno, del cual se ha extraído el fragmento que servirá de guía para el breve viaje que emprenderemos a través de los orígenes y las diferentes teorías del nacionalismo, nos habla de cómo ha cambiado la visión que tenemos actualmente de uno de los periodos más críticos e influyentes para nuestro mundo contemporáneo: su nacimiento; alejando su centro de la habitual visión euro centrista.

La tesis inicial de Bayly es precisamente esa, la necesidad de alejarnos de nuestra propia concepción: Europa no es la madre de la nación. Ésta llegó a Europa tras aparecer en Asia, África y las Américas siguiendo el proceso de una globalización emergente que luchaba precisamente contra las fronteras que las propias naciones estaban creando.  

Nos desplazaremos desde una visión más romántica (o cultural), en tiempos más cercanos al nacimiento[1] de los estados nación, a una mirada más pragmática, donde el nacionalismo vendría a dar la legitimidad frente al pueblo que el poder divino otorgaba a la antigua aristocracia; legitimidad necesaria para mantener las nuevas formas de gobierno establecidas después de las revoluciones liberales y que iban a permitir a las nuevas élites herederas del poder por derecho de sangre, mantener una cohesión que permitiera el gobierno efectivo que condicionara de forma positiva el marco económico ideal para su desarrollo.


Antes de nada, ¿cabe preguntarse qué es una nación?

Parecería lógico que en un texto dedicado al nacionalismo, una de las primeras preguntas que nos hiciéramos fuera, efectivamente, ¿qué es una nación?, pero es precisamente en este punto donde nos encontramos ante la primera dificultad. Por supuesto, existen múltiples definiciones[2], pero cuanto menos, merece la pena preguntarse si deberíamos invertir demasiados esfuerzos en tratar de definir a priori un concepto tan relativamente novedoso y escurridizo como el de nación, al que podrían aspirar, con más o menos legitimidad, un número casi infinito de comunidades.

La nación que conocemos, la real, solo se define a posteriori y a conveniencia de quien la ha creado; como nos dice Hobsbawm, la idea de nación solo existe en la cabeza de los nacionalistas[3], y añado, se esgrime también no con menos nivel de interés. En cualquier caso, parece lógico establecer un punto de partida, y pudiendo elegir, me quedo como concepto de nación el que la define como “cualquier conjunto de personas suficientemente nutrido cuyos miembros consideren que pertenecen a una nación”[4]. O como diría Ernest Renan a propósito de quien atribuye causas culturales como la lingüística al nacimiento de las naciones: “hay en el hombre algo superior (…): la voluntad”[5].

Pero hay que reconocer que se trata de una definición tremendamente ingenua, que podría considerarse subversiva desde un punto de vista nacionalista real[6]. En definitiva, mi opinión es que solo tendría sentido tratar de definir una nación, a priori, cuando nuestra intención es solo teorizar alrededor del nacionalismo,  sin defenderlo ni contravenirlo.

Cualquier intento de definición estricta y cerrada de nación podría entrar en conflicto con las definiciones utilizadas por naciones ya creadas o que se encuentren en ciernes. Dada la enorme diversidad de procesos y argumentos que han dado lugar a la formación de naciones, algunos de ellos con aspectos en común, sí, pero con complejidades que hacen imposible la homogenización y la simplificación previa, me parecería cuanto menos interesado, pretender establecer una definición que pudiera vetar, de salida, el surgimiento de nuevas naciones. Ernest Renan vuelve a expresarlo perfectamente cuando se pregunta porque Holanda es una nación, mientras que Hannover o el Gran Ducado de Parma no lo son, o cómo Suiza, que tiene tres lenguas, dos religiones y tres o cuatro razas, es una nación, mientras la Toscana, por ejemplo, que es tan homogénea, no lo es[7]. ¿Se sabe quién tiene la llave de la caja de las naciones? Hablaremos de ello más adelante, aunque quien quiera saber mi opinión de antemano ya puede seguir la siguiente referencia[8].


Cronología en Europa.

Nos encontramos en la época de las Revoluciones Liberales, que va de 1815 a 1848, el nacionalismo surge con las primeras resistencias a las invasiones napoleónicas; los diferentes gobiernos europeos, temerosos del expansionismo francés, no quieren volver a sufrir agresiones externas y, tras el Congreso de Viena[9], crean un nuevo mapa de Europa que permita restaurar la legitimidad de los respectivos soberanos y establezca un equilibrio que lleve a una estabilidad duradera para una forma de gobierno que se tambaleó de forma más que considerable a raíz de la Revolución Francesa de 1789. La nueva configuración de fronteras surgida de Viena, que no tuvo en cuenta las aspiraciones nacionales de muchos territorios y comunidades, se mantendría prácticamente inalterable hasta el final de la Primera Guerra Mundial y fue, de hecho, uno de sus principales detonantes.

A pesar de que las revoluciones nacionales de 1848 acabaron en fracaso para la mayoría de movimientos nacionalistas que habían quedado al margen de las nuevas fronteras fijadas, muchos de ellos lograron sobrevivir gracias a su adaptación a la nueva vida política, incluyendo sus reivindicaciones en los cauces preestablecidos y tolerados por los respectivos gobiernos. Ahora ya no era necesario ser revolucionario para ser nacionalista, buen ejemplo de ello lo encontramos en los casos de Alemania e Italia, cuyas naciones fueron creadas desde movimientos conservadores. Las élites burguesas se dan cuenta de que no pueden obviar los movimientos nacionalistas heredados de los errores del Congreso de Viena de 1815 y de que se exponen a un nuevo cambio de régimen si no los corrigen. Atenderán esos sentimientos nacionalistas desde la diplomacia, las alianzas y las guerras, que a su vez, les permitirán orientarlos a su conveniencia y encauzarlos para mejor adaptación a sus intereses.

A partir de 1870 y hasta el inicio de la Primera Guerra Mundial se ponen sobre la mesa nuevos movimientos nacionalistas en el marco de naciones sin estado que parecen no amenazar ya los planes de la burguesía predominante. La nación se entiende en términos culturales, es decir, como fruto de unas características lingüísticas, religiosas y étnicas comunes. Se trata de un periodo en el que el nuevo estado-nación coge fuerza, donde se exalta el patriotismo que se alimenta de ese nuevo sentimiento nacional. Se incrementan las atribuciones del estado, para lo que debe crearse una administración que las gestione. Se toma conciencia de la importancia de la educación como papel primordial en la creación de esa conciencia nacional, así como del servicio militar, que exaltará la defensa de esa nueva nación frente a agresiones internas o externas; además de los medios de comunicación, cuyo control será cada vez más y más importante para crear la corriente de opinión necesaria. El objetivo parece claro, obtener el control por medios más sutiles que los utilizados por el antiguo régimen, lograr una cohesión social que permitirá mantener y reforzar la recién creada nación.


Teorías del nacionalismo[10].

Alejados ya, la mayoría de historiadores modernos, de las viejas teorías con las que los pensadores del s. XIX argumentaban el nacimiento de las nuevas naciones alrededor de la idea de antiguas comunidades unidas por la misma lengua, religión y cultura, se puede afirmar que la tendencia historiográfica actual va más en la línea de reconocer que se trató de un surgimiento un poco más “cocinado”. El debate actual gira entorno a como las élites dirigentes inventaron, construyeron o fomentaron esas nuevas naciones.

Ernest Gellner, en los año ochenta del siglo anterior, establecía una clara relación entre el nacionalismo y la industrialización / urbanización. Postula un nacionalismo convertido en el brazo político del capitalismo, necesitado de estabilidad para poder abarcar todas las posibilidades que las nuevas herramientas tecnológicas y procesos industriales habían puesto a su disposición. El descomunal incremento[11] de la población urbana, que huía del campo en búsqueda de unas mejores condiciones de vida acudiendo a la llamada de esas descomunales nuevas industrias que requerían de un número incesante de obreros, provocaba los primeros roces entre diferentes comunidades, algunas de ellas llegadas de muy lejos, alentando en los oriundos un sentimiento de protección de lo que se consideraba propio. El punto débil de la teoría de Gellner es no ser capaz de explicar cómo surgieron esos mismos nacionalismos en sociedades con un nivel de industrialización muy inferior a las del centro y este de Europa.

Más adelante, con Hobsbawm, pasamos de un concepto de nación fruto de las necesidades del capitalismo, a la intervención de un nuevo miembro activo: se presenta al Estado como constructor del nacionalismo, no como una consecuencia derivada de su nacimiento. En ningún caso se establece que el Estado lo crea de la nada, es importante volver a remarcar en este punto, tal como se indica en la referencia 10, que ninguna de estas teorías puede explicar por si sola la aparición del nacionalismo, por lo que la teoría de Gellner podría seguir teniendo su valor en la formación de las condiciones ideales que iban a llevar al Estado, una vez más encarnado en las élites burguesas, a poder actuar en la formación de las naciones.

Se debía reaccionar ante un socialismo cada vez más activo que se estaba constituyendo en una amenaza que se iba haciendo más y más real para los nuevos líderes: la clase obrera se estaba organizando y su unión podía verse como una amenaza para el nuevo estado de las cosas. El pueblo, fruto de su alianza para derrocar a la aristocracia, había delegado en sus gobernantes la capacidad para organizar una administración pública cada vez más compleja, que fácilmente podía dejar de estar al servicio del pueblo para rendir honores a la mano que le pagaba. Se habían otorgado al Estado enormes poderes que le permitían dirigir la educación, se habían creado sistemas policiales y se le había dotado nada menos que del monopolio de la violencia[12]. La creación del servicio militar, en pos de una seguridad fingida, fomentó también ese sentimiento de pertenencia a la nueva nación; hasta tal punto llegó a ser fuerte con el tiempo el sentimiento nacionalista en este sentido, que todos los sindicatos y partidos comunistas de los países en liza hubieron de renunciar a su amenaza de ir a la huelga, y parar la industria bélica, si se iniciaba la Gran Guerra, por miedo a ser acusados de traidores o antipatriotas. Fueron estos los principales elementos utilizados por el Estado para generar una cohesión y un control sobre quien había renunciado a sus intereses individuales por el bien común. Fue esa soberanía, cedida esta vez voluntariamente por el pueblo, la que fue utilizada para la creación del nacionalismo que venía a reforzar la nueva élite gobernante.

Benedict Anderson, desde un punto de vista más humano, pero sumándose a la teoría de Hobsbawm, le daba una gran importancia a la imaginación y a la capacidad del hombre de generar un sentimiento de pertenencia a algo que esté por encima de él y que le proporcione seguridad. Según Anderson, las enormes posibilidades ofrecidas por los nuevos medios de comunicación, fueron aprovechadas por el capitalismo para fomentar un sentimiento artificial de unidad, primero en las élites y después en el pueblo. Esta teoría vendría a rellenar el hueco de aquellas reclamaciones nacionales que no habían sido expuestas al capitalismo, ni a la urbanización, ni a un Estado imbuido de los mayores poderes por su propio pueblo, por ejemplo, en la Indonesia holandesa.

Bayly nos remarca finalmente la importancia del conflicto bélico, que según él no ha sido lo suficientemente resaltada en las principales teorías que nos hablan del surgimiento de los nacionalismos. Se refiere a conflictos entre diferentes estados, pero también entre miembros de un mismo estado. Todos estos conflictos, que venían a alimentar el sentimiento nacionalista de unos y otros nos hablan de cómo cada concepto propio puede definirse también, tal como nos indica el profesor Pagès[13], a partir de su contrario, de cómo el nacionalismo se alimenta y crece a partir otros nacionalismos que se consideran antagónicos y amenazantes; este concepto me parece fundamental para entender el nacimiento y desarrollo del nacionalismo.   

Dos de las conclusiones que deberíamos sacar de la exposición de todas estas teorías es que cada surgimiento de una nación y cada cuestión planteada por el nacionalismo debe ser analizada en su propio contexto histórico, huyendo además de grandes teorías que pretendan unificar y uniformizar.   

¿Podemos clasificar los nacionalismos?

A pesar de los poderosos actores que impulsaron el sentimiento nacionalista, utilizando las herramientas anteriormente mencionadas, debemos tener presente que el nacionalismo que se entiende actualmente tiene muy poco que ver con ese sentimiento incipiente que ya se encontraba presente en las almas de los ciudadanos antes de su inflamación por parte de las élites gobernantes. Bayly nos muestra un caso muy representativo de la idea que pretende transmitir, y es que los nacionalistas irlandeses de finales del s. XIX no reivindicaban la creación de un nuevo estado-nación para ellos, de hecho, miles de ellos lucharon en las filas británicas durante la Primera y la Segunda Guerra Mundial. No cabe duda de que el sentimiento nacionalista ya se encontraba presente, pero no como lo entendemos hoy en día, donde ese sentir nacionalista va íntimamente ligado a la creación de su correspondiente nación.

El autor no se resiste tampoco a clasificar el nacionalismo y nos ofrece una escala en la que solo determina los dos extremos, en uno coloca a los nacionalismos surgidos del viejo patriotismo[14], lo que vendría a ser el nacionalismo cultural comentado anteriormente, en el otro, los creados artificialmente por el Estado[15]. Entre estos dos extremos se abre una amalgama casi infinita de posibilidades, donde entiendo que podría tener cabida cualquier reivindicación realizada por un grupo de gente lo suficientemente grande y desde una argumentación razonable[16].

Habiendo llegado por cualquiera de estas dos vías o por cualquiera de las situadas entre ambos extremos, la realidad es que actualmente el poder es efectivamente ejercido por el Estado. En cualquier caso, y ante este tipo de reivindicaciones nacionalistas, que siempre vienen a enfrentarse con la situación actual de las fronteras y con el deber inherente al Estado de mantenerlas, deberá esperarse siempre el reforzamiento del sentimiento nacionalista en ambas partes, con el consiguiente peligro y mayor riesgo para el más débil.

Al final, tras las revoluciones de 1848, pusimos en las manos de los nuevos gobernantes, una vez más con confianza e ingenuidad, un sentimiento nacionalista que pretendía cambiar el estado de las cosas, no unos tiranos por otros. Lograron girar la tortilla, y utilizar ese sentimiento emergente de pertenencia a un grupo con afinidades comunes para perpetuarse y perpetuar la clase elitista a la que verdaderamente representan, tal como se había hecho antes a través de la sangre, pero ahora era más una cuestión económica y materialista.


Conclusiones. Nacionalismo come nacionalismo.

El importante papel que tuvo el nacionalismo, para bien y para mal, en la creación de nuestros estados-nación se ha visto relegado en nuestros días, según mi opinión, a un lugar común para las élites dirigentes, al que acudir cuando se quiere desviar la atención sobre los temas que no pueden resolver. El nacionalismo apela a los sentimientos más primarios del hombre, lo acerca a su manada, a la seguridad de su rebaño (en el sentido más positivo de pertenencia a una comunidad) que le protege con intereses comunes, pero donde también se siente más cómodo si alguien le dicta las consignas, prefiriéndolo en general antes que tener que enfrentarse a las propias dudas.

No quisiera poner todos los nacionalismos al mismo nivel, ni establecer unos nacionalismos malos y unos nacionalismos buenos, de lo que se trataría es de entender que ya cumplieron con su función principal, y que deben pasar a un segundo plano que permita afrontar los verdaderos problemas que nos acucian. Por decirlo de otra manera, no creo que exista en ninguna región del mundo ninguna fórmula mágica que otorgue a ningún gobernante la capacidad de no corromperse y que le permita velar únicamente por el interés común; aceptando esto como parte intrínseca de la naturaleza humana deberíamos, cuanto menos, dudar de cualquiera que acuda a razonamientos nacionalistas.
  
Lo curioso del tema es que, en general, el nacionalista de hoy en día, ni sabe que lo es, ni se reconoce como tal, solo es capaz de contemplarlo en su contrario. De tal manera ha sido implantado en nosotros ese nacionalismo que ni siquiera somos capaces de reconocerlo en nosotros mismos, solo en la persona que tenemos enfrente. La juventud del nacionalismo es tanta que sorprende. ¿Es bueno? como todo, con mesura, sin que se vuelva contra nosotros, sin que sea el centro de nuestra existencia, sin que nos divida un sentimiento de pertenencia o aspiración a no se sabe qué exactamente o presentado como solución magistral a todos los problemas. Parece como si después de la caída del Antiguo Régimen todavía estuviéramos anhelantes de algo más grande que los propios gobernantes, y lo que antes emanaba del poder divino y quedaba íntimamente asociado al gobierno, ahora se hubiera transfigurado en nacionalismo.

Nunca nos basta solo con el hombre: el Presidente, el Primer Ministro, el Premier, el Canciller… A falta de un dios que viniera a confirmarnos que la elección había sido correcta, debía formalizarse algo superior a ellos, pero esta vez, en vez de venir de arriba, se pretendía que viniera de abajo, del pueblo; pero en definitiva es algo demasiado abstracto, ¿qué es el bien común?, ¿quién lo determina?, ¿cómo lo transmitimos? Preguntas complejas planteadas en la Ilustración y a las que vagamente respondimos, en gran parte, con el nacionalismo.

Pío Baroja decía que el nacionalismo se cura viajando[17], expresión que forma parte ya del acervo popular. Qué más decir de algo que ya muchos hemos aceptado como una enfermedad a la que se debe buscar remedio.






[1] O creación.
[2] Anthony D. Smith define la nación como una comunidad humana con nombre propio, asociada a un territorio nacional, que posee mitos comunes de antepasados que comparte una memoria histórica, uno o más elementos de una cultura compartida y un cierto grado de solidaridad, al menos entre sus élites. Benedict Anderson nos dice que una nación es «una comunidad política imaginada como inherentemente limitada y soberana».​ Roberto Augusto afirma que «una "nación" es lo que los nacionalistas creen que es una "nación"».
[3] Hobsbawm, E. «Naciones y nacionalismo desde 1780», Ed. 1998, p. 17.
[4] Hobsbawm, E. «Naciones y nacionalismo desde 1780», Ed. 1998, p. 16.
[5] Renant, E., Conferencia en la Sorbona, 1882, p. 8.
[6] Real en el sentido esgrimido anteriormente por Hobsbawm.
[7] Renant, E., Conferencia en la Sorbona, 1882, p. 4.
[8] Los estados.
[9] 1815.
[10] Bayly, C. :”Estas teorías no tienen el valor de predicción, y ninguna de ellas puede, por separado, explicar la naturaleza, ni mucho menos la cronología, de la aparición del nacionalismo”
[11] Bayly, C. :”Por ejemplo, la población de Praga aumentó de 157.000 personas en 1850 a 514.000 en 1900”. Datos de Lieven, Empire, p.83.
[12] WEBER, M. «La política como vocación», 1919.
[13] PAGÈS, P. «Las claves del nacionalismo y el imperialismo, 1848-1914», 1991, p. 13. “En cualquier caso, parece claro que históricamente todo nacionalismo se afirma no sólo en función de la valoración que un grupo nacional haga de sus características o propiedades intrínsecas, sino también, y fundamentalmente, del grado de antagonismo que presente respecto a otros grupos nacionales.”
[14] Inglaterra, Francia o Japón.
[15] Gran Bretaña, Bélgica, el nacionalismo latinoamericano, Estados Unidos.
[16] La dificultad radicaría, una vez más, en establecer la cantidad que se considera lo suficientemente grande y quien valoraría lo razonable o no que es una reivindicación.
[17] Cita extraída de PALOMO, E. «Cita-logía», 2013.




BIBLIOGRAFÍA.


HOBSBAWM, Eric J.- Naciones y nacionalismo desde 1780, Barcelona, Crítica, 1992.
HOBSBAWM, Eric J.- La invención de la tradición, Barcelona, Crítica, 2002.
PAGÈS, Pelai.- Las Claves del Nacionalismo y el Imperialismo. 1848-1914, Barcelona, Planeta, 1991.
GOMBRICH, Ernst. Breve historia del mundo. Ed. Península. Barcelona. 2014
FIGUEROLA, Jordi. Nacionalisme i consolidació dels estats burgesos. Material didàctic de la UOC.
FIGUEROLA, Jordi. L’imperialisme. Material didàctic de la UOC.
RENANT, Ernest - ¿Qué es una nación? [Conferencia dictada en la Sorbona, París, 11 de marzo de
1882
Artículo: “El nacimiento del mundo moderno”. Revista EL CULTURAL, edición digital. RUIS, Octavio.
Septiembre de 2010.