[Nota previa: el
texto se desarrolla en primera persona desde la perspectiva de J. Rousseau, en
cuya piel he pretendido ponerme como si todavía pudiera observarnos. He
intentado diferenciar mediante la cursiva mis propias opiniones o conclusiones
cuando son libremente interpretadas de la bibliografía que sirvió de base para
este texto o de las propias ideas de J.J. Rousseau]
Debo confesar que, efectivamente, pusimos demasiada fe en la razón… todo ese optimismo que sentimos por la nueva ciencia que se abría a nuestros pies ha demostrado ser infructuoso. Hubo un tiempo en que creímos que era posible la creación de un mundo nuevo sobre las cenizas del viejo, un tiempo en que todos fuimos uno solo frente a los antiguos fantasmas que nos habían engañado en cuanto a su origen divino y nos alzamos sobre los hombros de gigantes ilustrados que nos ofrecían la base moral y política de lo que debía ser un nuevo espacio de convivencia que permitiera olvidar tantos y tantos siglos de opresión, engaño e injusticia.
Pero
nos olvidamos de que somos humanos y, como tales, imperfectos; descuidamos una
parte de nuestra alma que es, cuanto menos, igual de importante que nuestro
discernimiento. Desatendimos nuestra propia naturaleza, que no debe ser descuidada por ninguna forma teórica
de gobierno que pretendamos ofrecer, cuya principal responsabilidad debe ser
siempre propiciar el entorno político y social que permita que no se malogre[1].
Cierto
es que tan solo llegué a atisbar como el Antiguo Régimen iniciaba su caída en
ultramar, la distancia de nuestras antiguas colonias norteamericanas iba a
permitir construir un mundo nuevo sin necesidad de destruir nada, más allá de
los finos lazos que las unían a la vieja Europa y que no iban a tardar en
romperse definitivamente. Ya disponíamos de las herramientas filosóficas y
políticas, de la base ideológica sobre la que cimentar una nueva sociedad
basada en el gobierno de la razón y la lógica, el cambio no tardaría en
producirse también en el viejo continente, pero yo ya no podría ser parte de él
como me hubiera gustado. El objetivo parecía claro, la voluntad general era un
clamor, las cosas debían cambiar, ¿dónde quedó toda aquella fuerza? Diríase que
la voluntad general acabó siendo, como siempre, la de solo unos pocos que se
erigieron como “interpretadores” para luego traicionarlos en interés propio.
Visto
ahora en perspectiva, me alegra poder hacer mi valoración desde mi cómoda
posición actual, aquí junto con Hobbes, Locke, Newton, Voltaire, Galileo,
Montesquieu y tantos otros…, tenemos tertulias inacabables sobre como vemos el
mundo actual, nuestro problema no es, evidentemente, de tiempo, pero debo
confesar que la paciencia de uno tiene también un límite. Y es que ya no tengo
manera alguna de hacerles ver que los problemas que vemos actualmente desde
nuestras alturas no puede ser resueltos solo desde la razón, que todas esas
hormiguitas que vemos ir cada día a sus trabajos, cuidar de sus hijos,…, o en
definitiva, tener un tremendo éxito o fracasar estrepitosamente, tienen que
atender también a intangibles, a fuerzas que van más allá de la propia lógica,
y que se enfrentan a fuerzas que no pueden ser cuantificadas ni materializadas,
algunas externas a ellas, pero otras, quizás más fuertes aun, situadas en su
propio interior.
La
Revolución de 1789, ¿a dónde nos llevó?, al Congreso de Viena de 1815 y de ahí a
la Restauración, para llegar a 1848, cuando por fin cayeron los viejos ídolos,
¿o no? No puedo dejar de sentirme, en cierto modo, traicionado, en realidad no
pienso que pretendiéramos cambiar simplemente unos por otros, se trataba de
buscar un bien común, una sociedad más justa e igualitaria; pero nos olvidamos
de que lo que se escribe en un papel, tras no pocos esfuerzos y noches en vela,
debe tener en cuenta también la variable humana, la parte no racional de su
espíritu, que le es tan propia como la misma razón.
He
oído lo que dice Russell de mí[2], y no
puedo alejarme más de lo que ya me encuentro, en mi posición actual de mero
observador celestial, de la responsabilidad de las interpretaciones que cada
cual haga de mis escritos, aunque he de confesar que ciertos comportamientos me
han llevado a replantear, en algún momento de debilidad, mi convencimiento
íntimo sobre la bondad de la naturaleza humana. ¿Hubiera existido un monstruo
como Hitler de haber disfrutado de una forma de gobierno que hubiera evitado
los errores del Congreso de Viena y el nacimiento de los estados nación que nos
llevó a la I Guerra Mundial? quien sabe… ¿Qué influencia tuvo nuestra
incapacidad de aplicar una forma de gobierno que se elevara con sentimientos de
libertad, fraternidad, justicia
social e igualdad, en vez de hacerlo sobre los más oscuros de nuestra alma?
Debemos
ser conscientes que el grado máximo de libertad lo encontramos viviendo en
sociedad y que para ello debemos respetar el orden social, pero éste (y aquí es
donde siempre me enzarzo con mis colegas Hobbes y Locke[3]) no debe
basarse nunca en la fuerza, sino en el acuerdo. Cualquier poder político debe
ser capaz de conjugar lo que se deriva de ese acuerdo, es decir, como encajamos
la libertad individual de cada uno de nosotros con la colectiva, con la
voluntad general. El problema al que hacemos frente es ése, como definimos y
trasladamos la voluntad general que nos permite vivir en el grado máximo de
libertad, a saber, en sociedad.
Lo
que veo es un pueblo que cede su soberanía a un parlamento, que debiera ser el
encargado de velar por el interés general, pero los diferentes partidos,
representantes de cada uno de sus votantes acaban velando solo por el interés
de los suyos propios, ya que de hecho, son los únicos que les permiten seguir
ostentando el poder o su cuota de representación. En este sencillo paso, nos
hemos dejado ya en el camino al interés general, que es mucho más que la suma
de los intereses de cada uno de los individuos que componen una sociedad, siendo además mucho más sencillo, por otro
lado, que otro tipo de grupos de poder ajenos a los oficiales ejerzan sus
influencias de forma mucho más simple, directa y sutil.
Como
ya he comentado, es el pueblo quien ostenta la soberanía, y son los diputados
del parlamento quienes la administran; no pueden considerarse por tanto
representantes de esa soberanía, a lo sumo podrían denominarse delegados; de
hecho, nadie puede representarla y ese es el principal reto al que se enfrentaban
y se enfrentan las actuales democracias occidentales, como transferir lo
intransferible. Como salir de ese círculo partidista en el que los que se
erigen como “representantes” de la soberanía popular lo son tan solo, de forma
práctica, de sus propios votantes y de
quienes los financian, y tienen como único fin mantenerse en el poder como
forma de vida: ¿he aquí una clave del porqué del fracaso de las formas de
gobierno asambleario? me refiero, en este punto, a la complicación que
implicaría el manejo de una forma de gobierno de ese estilo por parte de los
poderes económicos que necesitan de la estabilidad para su desarrollo.
Lo
más parecido que veo actualmente a lo que pretendía exponer en mi Contrato
Social no son por tanto los parlamentos que rigen las mayores democracias
occidentales, sino sus constituciones, las que establecen el marco general de
convivencia entre sus miembros, pero observo en algunos países una rigidez en
las mismas que las desacreditan, las desvirtúan y las ponen también al servicio
de sus propios intereses. Ese acuerdo en el marco de convivencia, esa
constitución, debe ser continuamente refrendado y modificado por sus miembros;
entiendo la necesidad de cierta rigidez que permita mantenerla como firme
asidero al que acudir cuando se producen conflictos internos, pero al ritmo que
se desarrollan las cosas en este frenético siglo XXI, ¿qué menos que permitir,
cuanto menos a cada generación, refrendar ese acuerdo?
Tal
como mi amigo Copleston me interpretaba, muy acertadamente, es solo en las
votaciones en las que elegimos a los miembros de nuestros parlamentos cuando
somos libres, solo en ese preciso y fugaz periodo de tiempo podemos
considerarnos emancipados de forma absoluta, para luego volver a caer en la
esclavitud partidista[4]. Entiendo que un mundo
como el actual, donde de la diversidad se hace virtud, se haga cada vez más
complicado hallar la voluntad general, el bien común, probablemente habré de
reconocer que mis teorías sean ya de difícil aplicación, pero debería
admitirse, cuanto menos, que la vida en sociedad sigue reportándonos enormes
beneficios. Sí, incluso más ahora, que los derechos individuales de grupos
sociales cada vez más reducidos y heterogéneos nos hacen olvidar todo lo que
tenemos en común conviene no perder de
vista quien sale beneficiado.
BIBLIOGRAFÍA / REFERENCIAS.
COPLESTON,
F. «De Fichte a Nietzsche - 7» Editor digital: Titivillus, 1958
RUSSELL,
B. «Historia de la filosofía occidental» Editor digital AlNoah, 1946
ROUSSEAU, J.J. «El contrato social» Editor digital Titivillus, 1762
[1] RUSSELL,
B.: ”[Rousseau] Sostenía que «el hombre es naturalmente bueno y que sólo las
instituciones lo han hecho malo […]»”. «Historia de la filosofía occidental»,
1946, p. 900
[2] RUSSELL,
B.: ”En nuestros días Hitler ha sido consecuencia de Rousseau; Roosevelt y
Churchill, de Locke”. «Historia de la filosofía occidental», 1946, p. 897
[3]
COPLESTON, F. «Historia de la filosofía», 1960, p. 111
[4]
ROUSSEAU, J. : ”La soberanía no puede representarse, por la misma razón que la
hace inalienable; descansa esencialmente en la voluntad general, y no admite
representación. […] Por lo tanto, los diputados del pueblo no son ni pueden ser
sus representantes, son simplemente sus administradores, y no pueden llevar a
cabo ningún acto definitivo. Toda ley que el pueblo no haya ratificado
directamente es nula y vacía…”. Contrato Social, III, 15, 83
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