Quizás no me atrevería a decir
que el Manifiesto Comunista sea el documento revolucionario más importante y de
ideas históricas más seguras que nunca se haya escrito, tal como afirma M.P.
Alberti en la edición utilizada
para la realización de este ensayo. No me cabe duda en cambio de que se trata de
uno de los documentos políticos más influyentes de la historia. Encargado por
la Liga de los Comunistas a Karl Marx y Friedrich Engels, fue publicado en
Londres el 21 de febrero de 1848, año que supuso el fin de la Restauración.
El siglo XIX se había
iniciado, tras la derrota de Napoleón en 1815, con la creación de un nuevo mapa
de Europa y la restauración del
Absolutismo, que pretendía frenar las revoluciones burguesas con alianzas entre
países, permitiendo a los nuevos gobiernos intervenir fuera de sus fronteras
para atajarlas de forma más eficaz. Aun así, el espíritu de la Revolución
Francesa seguía latente y extendiéndose en el periodo que va hasta 1830. El liberalismo era el programa de esa
clase burguesa revolucionaria que defendía los derechos individuales, a saber,
sufragio universal, libertad de prensa, de culto y religión así como la
separación de poderes; el pueblo y la burguesía iban de la mano. La revolución era,
en este punto, de una burguesía que lideraba al pueblo frente a la aristocracia
y lo utilizaba como ariete para derrocarla. La burguesía consiguió implantar
entonces un liberalismo moderado en Francia tras la Revolución de julio de 1830,
pero los cambios prometidos al pueblo no llegaron, y los nuevos vientos
liberales empezaron a extenderse al
resto de Europa.
Nos encontramos ya en el año
1848, el año del fin de la Restauración, la burguesía liberal pretende asestar
el golpe definitivo a la aristocracia, pero esta vez el pueblo ya no confía en
ella, éste ha empezado a organizarse para poder actuar de forma autónoma. Esta
vez ya no va a tratarse de una nueva revolución política, sino de una revolución social encabezada por un
proletariado en condiciones cada vez más precarias que ha empezado a tomar
conciencia de sí mismo y se rige ya por ideales democráticos. El liderazgo
corresponde esta vez a las clases medias urbanas que van a empezar a
enfrentarse a la alta burguesía que pretenderá ocupar el hueco dejado por la
aristocracia tras el asalto al Palacio de las Tullerías y la proclamación de la
República. El consenso entre la alta burguesía y las clases populares se ha
roto, la nueva alianza que ostentará el poder está compuesta por esa burguesía
y los restos de la vieja aristocracia.
El pueblo está solo, y con el
desarrollo del trabajo industrial toma conciencia de que se ha convertido en un
simple peón, un proletario, que ya no controla ni los medios de producción ni
el propio proceso productivo, en definitiva, se da cuenta de que su vida está absolutamente
en manos de una clase social en la que antaño confió, pero que simplemente lo
ha utilizado para completar un cambio de régimen largamente buscado y que por
fin ha conseguido llevar a cabo.
Es en este contexto, en el que
la Liga de los Comunistas encargó a Marx y a Engels
la preparación de un programa para el Partido, que pudiera utilizarse como base
teórica de su pensamiento, pero también como manual práctico que pudiera guiar
sus acciones a nivel global.
Tal como el propio Engels nos
indica al poco tiempo de morir
Marx, la idea central del Manifiesto consiste en denunciar como, a lo largo de
la historia, las estructuras sociales creadas han estado siempre supeditadas a
los diferentes sistemas de producción implantados a conveniencia de la
burguesía. De este modo, es la producción económica, y no el bienestar general
de la mayoría, la que se constituye como base para la creación de todos los
sistemas políticos implantados desde la Edad Media. Marx entiende que toda la
historia no ha sido sino una historia de lucha de clases: explotadas y
explotadoras. Es en esos momentos, además, cuando se toma plena conciencia de ello
al haberse llevado a cabo un cambio de régimen político fundamental, iniciado
en el fin del feudalismo, y que ha permitido a lo que entonces era una clase
social emergente, la burguesía, alcanzar por fin el poder e implantar su
sistema político predilecto, el Liberalismo. Las partes en conflicto están
perfectamente definidas en este momento histórico para Marx: una alta burguesía en
búsqueda constante del beneficio económico y un proletariado que, fruto del
desarrollo industrial es entendido como una parte más del sistema productivo.
Esta simplificación de las partes en conflicto pretende reforzar y unir
internacionalmente al proletariado en una lucha que ya solo puede ser global.
Me ha sorprendido el hecho de
que, en su momento, Marx y Engels se plantearan llamarlo manifiesto socialista,
posibilidad que inmediatamente descartaron por lo que significaba ese término
ya entonces. El socialismo era un movimiento inequívocamente burgués, que
pretendía mejorar el sistema desde dentro, no tenía el carácter revolucionario
del comunismo ni bebía del desencanto de las numerosas promesas rotas de la
burguesía en cuanto mejora de las condiciones de vida del pueblo llano. El
comunismo, en cambio, había establecido su propia visión de la realidad y
marcado un camino para cambiarla.
Con la caída en desgracia del
comunismo que, fruto de la pretendida aplicación posterior de sus principios
teóricos en gobiernos déspotas y de su constante amenaza contra el poder
liberal establecido, fue siempre combatido por las clases dirigentes viejas y
emergentes, el socialismo antaño considerado utópico, tomó el relevo de la
lucha obrera, pero despojada ya de todo carácter revolucionario.
Pero,
¿de dónde vienen esas partes en conflicto?
No se puede negar el carácter
revolucionario de la burguesía, que ya en la Edad Media supo darse cuenta de
que la estructura feudal era un freno para las nuevas posibilidades de
producción que se abrían. Es a partir de ese momento cuando toman conciencia de
su capacidad para blandir el poderío económico adquirido y transformarlo en
político, que a su vez, permita establecer un gobierno que defienda, ante todo,
la creación de un entorno favorable para su crecimiento.
Cada etapa de esa evolución,
de ese camino que les llevó a conseguir finalmente el cambio de régimen en 1848,
no era sino la consecuencia de una mejora en los medios de producción o de comunicación y debía llevar asociado un
cambio en la forma de gobierno que permitiera el máximo desarrollo.
Este ciclo repetido una y otra vez,
y que siempre acaba en crisis debido
a la superproducción, es una y otra vez
superada por la burguesía destruyendo parte de la fuerza productiva, buscando nuevos mercados
o explotando todavía más los ya existentes, es decir, la crisis solo puede ser
superada en base al razonamiento propio de la burguesía: creciendo todavía más,
lleva a poder superarla finalmente, pero solo a costa de estar preparando la
siguiente crisis.
¿Y el proletariado? Su lucha
se inicia con el nacimiento de la burguesía, desde el principio se va
incrementando poco a poco su número y aumenta su cohesión, pero no son más que una
herramienta de la burguesía en su lucha contra la aristocracia y otros
burgueses. El desarrollo económico y político de la burguesía, con el
consecuente aumento de la producción gracias a la industrialización, incrementa
el número de proletarios, pero precariza cada vez más su situación, lo que
provoca que se empiece a organizar de forma independiente y a tomar conciencia
de su fuerza, de su capacidad de influencia en unos procesos productivos que ya
no controla, que son completamente ajenos a él y en los que solo participa como
parte integrante e indistinta del mismo, como una parte más no diferenciada de
la máquina.
El aumento de la comunicación,
que hasta ahora solo había beneficiado a la burguesía, es aprovechado para
poner en contacto y unir esas organizaciones independientes que antes solo
luchaban localmente, se está creando una conciencia de clase, que viene
dificultada, es verdad, por la competencia que se hacen esas propias
organizaciones, pero que van obteniendo mejoras en la situación de los obreros.
La lucha solo tiene sentido con un proletariado unido en una revolución
universal,
solo así puede actuarse contra una burguesía establecida universalmente, que
actúa a nivel global y que puede por tanto encontrar otros lugares para
producir, otros proletarios que explotar
u otros países desde los que importar esos mismos proletarios.
Una parte de la burguesía se
da cuenta de esa nueva conciencia de clase y se une a los proletarios como sus
ideólogos,
que van a dar cuerpo teórico y práctico a esas reivindicaciones. Éstos
establecen que la única clase verdaderamente revolucionaria es la proletaria:
la conciencia de clase va a desembocar en la lucha de clases.
¿El
fin de la burguesía?
La burguesía debería ser capaz
de ofrecer al proletariado unas condiciones de vida mínimas, que le permitan su
desarrollo como persona más allá de su fuerza productiva. Pero es la propia inercia
de esa burguesía la que la lleva a buscar un incremento más y más grande de la
industrialización y por tanto la precarización del proletariado, en un círculo
vicioso, que no puede romperse si no es saliéndose de él, que es en definitiva,
la pretensión del manifiesto.
No infiero de todo esto una
maldad intrínseca de toda la burguesía, solo del sistema; pondré un ejemplo.
Pongamos por caso un burgués de la época, tremendamente rico y con numerosas
fábricas en las que produce grandes cantidades de ollas para cocinar. Añadiré
que dispone además de muy buenos contactos en las más altas esferas el
gobierno. Pudiera tratarse del modelo ideal y concreto contra el que llama a la
lucha el Manifiesto. Pues bien, digamos que por simple bondad humana, el citado
burgués quiere mejorar las condiciones de vida de sus obreros, por lo que
accede a sus locas demandas, que en definitiva,
puedan permitir el desarrollo personal del proletariado más allá de su
capacidad de producción. ¿Qué le sucederá al bondadoso burgués? Que deberá
elevar el precio de sus productos en relación a otro burgués, digamos menos
bondadoso, y que por tanto no podrá vender su producción, teniendo que volver a
retirar derechos a sus trabajadores si quiere continuar siendo un rico burgués.
Este es, según entiendo, el sistema cerrado y cíclico contra el que luchan,
entre otros, Marx y Engels.
Es el rompimiento de este
círculo histórico, de un sistema político al servicio de la producción y no del
pueblo, lo que debe suponer el fin de la burguesía. Es, desde mi punto de
vista, una lucha contra la naturaleza humana, de abajo hacia arriba, pero al
fin contra esa misma burguesía que antaño era parte del pueblo que sufría
similares presiones de la aristocracia feudal. Una burguesía que prosperó y
olvidó sus orígenes, sus sufrimientos, sus carencias y sus deseos de una vida
digna. Es esa naturaleza humana, que siempre quiere más y que no tiene memoria,
contra la que pretende luchar el Manifiesto. Sin duda debe ser una lucha real,
humana, y por tanto ha de estar representada por alguien, porque no se puede
luchar contra un fantasma. Ese es para mí el papel de la burguesía, el de
encarnar la peor parte del alma humana, no porque sea diferente de la del
resto, sino porque teniendo la posibilidad material de crear un mundo mejor, no
lo hace.
El capítulo del Manifiesto
Comunista que nos ocupa viene a resumir, de forma sencilla y entendible para la
clase obrera, como se ha llegado, en 1848, a una situación de explotación
salvaje del proletariado; una deshumanización que fruto del propio sistema
productivo ha llegado a una escala que ya no puede ser sostenida, nunca antes
en la historia de la humanidad tan pocos hicieron tanto daño a tantos (durante tanto tiempo).
La organización de la clase obrera debía estar cimentada en unos fuertes
principios ideológicos que fueran entendidos por toda ella. Principios que les
permitieran conseguir una unidad que los hiciera fuertes, una unidad que
traspasara fronteras tal como lo había hecho ya hace siglos la propia
burguesía.
Pero, ¿y el papel del estado?,
prácticamente no hacen mención a él. Obviamente Marx y Engels consideran que se
encuentra en manos de la burguesía. Tal como nos apunta Jacques Droz, al no ser considerada una
institución democrática, solo actuará en defensa del orden establecido por la
propia burguesía. La lucha contra la burguesía es, por tanto contra el estado,
al no poder establecerse una democracia burguesa que permita al proletariado
constituirse en clase, de manera no violenta, con el objetivo de que puedan
atenderse sus peticiones.
La burguesía supo ver el
peligro que suponía el manifiesto ya en 1848, tal como Engels indica, fue pronto relegado al olvido por la reacción que siguió a la derrota
de los obreros parisinos en junio de 1848 y proscrito “por ley” a consecuencia
de la condena de los comunistas de Colonia en noviembre de 1852. Es lógico,
el carácter revolucionario, ya no solo a nivel teórico sino práctico, del
manifiesto suponía una amenaza muy real contra la burguesía, de hecho ponía las
bases para erradicarla.
La inspiración que supuso para
posteriores regímenes políticos como el soviético, supuso la puntilla
definitiva para su demonización, lo que ha supuesto al fin, la verdadera
victoria de la burguesía, pero conviene darse cuenta de que el comunismo de
Marx y Engels fue para Stalin lo que Nietzsche fue para el nazismo, una
herramienta ideológica que utilizar para conseguir un fin muy alejado de lo que
pretendía su autor. Tal como nos dice Sperber en referencia a Marx,
pero que podría ampliarse sin duda a Engels, no podemos echar sobre sus espaldas la responsabilidad por los
terribles regímenes que se establecieron en su nombre. Sperber lo vuelve a
exponer, esta vez de forma más clara y directa, es cierto que Marx defendía una revolución violenta y quizás incluso
terrorista, pero que guarda muchas más semejanzas con los actos de Robespierre
que con los de Stalin.
Tal como muy acertadamente nos
dice Gombrich,
la lucha de clases debía desembocar en la eliminación de las clases, no en la
preeminencia de ninguna de ellas, y no es que la propiedad debiera cambiar de
manos, es que la propiedad, como causante de todos los males que han caído y
caen sobre el proletariado, debía eliminarse.
Y no puede hacerse porque lo
que vino después no fue comunismo, nada de lo que vino después debería
denominarse comunismo, por lo menos no en la acepción que le dan Marx y Engels
en el capítulo que nos ocupa, donde exponen una situación de completo desamparo
histórico de la clase obrera y un camino revolucionario para salir de ella. No
creo que pretendieran, con su Manifiesto, sentar las bases de otros sistemas
políticos en los que las clases gobernantes exigieran libertad para derrocar el
“demonio” del capitalismo. No creo que, en definitiva, pretendieran cambiar un
demonio por otro, solo la emancipación de la clase obrera.
Muchas revoluciones
precedieron a la que se produce en el contexto de la publicación del
Manifiesto, muchas pretensiones de cambio siguiendo un único interés. Todas
lideradas, según Marx y Engels por la misma clase social y con el mismo
objetivo, establecer un nuevo marco en el que la burguesía pueda desarrollar su
actividad: su producción.
Todas con las mismas promesas
de mejora para soliviantar la misma clase social y poder erradicar una
aristocracia que actuaba como rémora de ese progreso. Era hora de darse cuenta
ya que siempre se trataba de la misma lucha, la lucha por el dominio económico
enmascarada en una lucha por el poder político. La burguesía nunca estuvo
interesada en el poder formal, el que se ve representado en los respectivos
gobiernos, su consecución no podría ser tolerada por el proletariado.
Pienso que esa fue la
principal lección que extrajo la burguesía de la Revolución de 1848, que su
dominio del entramado político debe ser ejercido de forma sutil, nunca
directamente, que conviene de vez en cuando aflojar la cuerda, de manera que
esa cohesión social que crea la conciencia de clase como concepto
revolucionario y como respuesta a un enemigo formal, pueda ir diluyéndose.