Ha sido un año duro, un año muy duro, pero también ilusionante a la par
que esperanzador. Encontrándome como estoy a finales de 1848, parece más que conveniente
echar la vista atrás y hacer balance, intentando encontrar en el pasado los
ecos que han desembocado en los hechos trascendentales que se han vivido y
preguntarnos, como lo hará dentro de poco más de siglo y medio el catedrático
de Antropología y Geografía de la Universidad de Nueva York, aunque lo hagamos en
sentido inverso: “¿hasta qué punto y de qué maneras se encontraban prefiguradas
las transformaciones alcanzadas a partir de 1848 en el pensamiento y en las
prácticas de los años anteriores?” (Harvey, 2008, p. 25). O, dicho de otro
modo, ¿hasta qué punto puede reconstruir el pasado un nominalista moderado –al
modo de G. Duby– como yo para poder transmitirlo?
No negaré la ventaja de disponer a mi voluntad de la máquina del tiempo
que me ha traído hasta aquí, pero tampoco el inconveniente de una concepción
del mundo que no he podido dejar en el siglo XXI y de la que he de intentar, en
la medida de lo posible, separarme. Por un lado, puedo aprovecharme –a riesgo
de marear al lector con tanto salto temporal– del que me parece uno de los mejores
análisis de los hechos concretos acaecidos en este 1848 que, como el de Harvey,
ha de tardar todavía unos pocos años en realizarse y que desarrollará Marx
parafraseando a Hegel:
Marx comenzó el Dieciocho brumario de Luis
Bonaparte con una corrección de la idea de Hegel de que la historia
necesariamente se repite a sí misma: «Hegel observa en alguna parte que todos
los grandes acontecimientos y personajes de la historia mundial se producen,
por así decirlo, dos veces. Se le olvidó añadir: la primera vez como tragedia,
la segunda como farsa». (Žižek, 2011, Introducción)
Y es que, con la reciente llegada a la presidencia de la Segunda
República francesa de Carlos Luis Napoleón, uno no puede dejar de reconocer ciertas
similitudes con el papel que tuvo su tío en la salvación de la Revolución de
1789 –de la que hablaremos en su momento– tema para otro ensayo sería lo que
pasó finalmente con la Primera República. Semejanzas que, en cualquier caso y,
como anunciará Marx, deberían ser entendidas como una mera farsa.
Pero empecemos ya a tratar de comprender como hemos llegado a la mitad
de este alucinante siglo XIX. Villares y Bahamonde (2012) nos hablan del
elemento central que, a partir de mediados del siglo XVIII, va a trastocarlo
todo; hablamos de la novedosa posibilidad de aplicar el conocimiento científico
al proceso productivo que iba a desarrollarse con la Revolución Industrial. Dos
pensadores ingleses, John Locke e Isaac Newton habían puesto las bases del
movimiento ilustrado que ahora nacía, y que iba a poner la razón y las ciencias
naturales en el centro de la existencia humana. Más allá de lo que iba a suponer la aplicación del conocimiento
científico, contenía además tácitamente, otras consecuencias tanto o más
importantes. Y es que la ruptura con el modelo aristotélico, vigente hasta
entonces, suponía la aceptación implícita de que ya no era necesaria la
intervención constante de un Dios vigilante para el mantenimiento del orden cuyo
poder había sido sustituido por novedosas leyes del movimiento basadas en un
nuevo lenguaje universal, las matemáticas.
El hueco que empezaba a aparecer en el lugar que había pertenecido al Dios
de cualquier confesión a lo largo de milenios, iba a generar un vacío que
todavía no ha sido llenado completamente. Desde entonces, con épocas de mayor y
menor optimismo acerca del progreso científico, se podría decir que muchos de
los acontecimientos más relevantes para la humanidad, han tenido esta ausencia como
una de sus causas más relevantes.
De este modo, la legitimación de la aristocracia y del orden social establecido
hasta entonces, cuyo poder estaba íntimamente ligado a ese Dios, iba a verse en
entredicho por la afirmación de Locke, ya a finales del siglo XVII, de la
existencia de ciertos derechos del hombre obtenidos de forma natural el mismo
día de su nacimiento, inherentes a su existencia e inalienables. Las
implicaciones de tal reconocimiento, al cabo de tantos siglos, van a modificar
tan profundamente nuestra existencia, y a tantos niveles, que tan solo me va a
ser posible esbozar una ínfima parte en este ensayo.
En cualquier caso, necesitamos acudir nuevamente a Villares y Bahamonde
(2012) para dar fe de la magnitud de los cambios que iban a iniciarse a partir
de 1750, y es que iba a ser, en palabras de Hobsbawm o Landes, "transformación
más fundamental experimentada por la vida humana" desde la época neolítica. Esta transformación contiene dos elementos principales a tener en cuenta
que, aunque estrechamente ligados –y conviene no olvidarlo en ningún momento– es
adecuado separar para tratar de reducir su complejidad. Por un lado, tenemos las
transformaciones políticas –con la Revolución americana (1776) y la francesa
(1789) como máxima expresión– y por el otro la Revolución Industrial, como eje
de la metamorfosis económica que iba a producirse, primero en Inglaterra, para
después expandirse a nivel global.
Con la Declaración de Independencia de los Estados Unidos quedaban ya para
la historia, negro sobre blanco, las bases a una de las corrientes ideológicas
que iba a dominar el siglo siguiente, el liberalismo político, y cuyos
fundamentos habían sido ya establecidos por John Locke a finales del siglo
XVII. La guerra debía ser todavía ganada a los ingleses, pero la declaración de
intenciones era totalmente radical. La Revolución francesa, en cambio, no
pretendía fundar una nueva sociedad partiendo de cero con los conocimientos
recién adquiridos; para poder hacerlo antes debía ser derrocado el Antiguo
Régimen. La ola revolucionaria acabaría sacudiendo a toda Europa, marcando el
inicio de la Edad Contemporánea. Una clase burguesa que reclamaba un nuevo
marco que le permitiera desarrollar todo el nuevo potencial económico,
combinado con el empobrecimiento de las clases más populares, parecen las
causas más probables de la Revolución francesa según el historiador Ernest
Labrousse. Serán esa clase burguesa, junto con las clases populares –ahora
proletariado–, las que van a desempeñar los papeles principales a partir de
entonces.
Pero había otra transformación en ciernes, iniciada un poco antes, hacia
mediados del siglo XVIII. Los cambios no iban a ser todavía dramáticos en el plazo
que debe llevarnos al año 1848 –donde nos encontramos, recuerde– pero la mecha
estaba ya prendiendo. Tal como nos anuncia Ponting (2001), y más allá de los
cambios tecnológicos tantas veces mencionados –entre ellos la famosa máquina de
vapor de rotación continua de Watt– va a producirse una transformación radical
en la cantidad de energía disponible:
For thousands of years it
was vast amounts of human toil and effort, with its cost in terms of early
death, injury and suffering, that were the foundation of every society. The
power of the rulers and the elite was demonstrated by their ability to mobilize
this effort for their own ends whether in monumental constructions or working
on their agricultural estates. (Ponting, 2001, p.
645)
Las habilidades necesarias para el control social iban a ser muy
diferentes a partir de entonces, así como la velocidad a la que iban a sucederse
los cambios. El proceso iba a iniciarse en una zona del mundo muy concreta,
Gran Bretaña, para después extenderse a lo largo de la Europa continental. Las
razones de esta particularidad geográfica iban a ir mucho más allá de visiones
románticas como la de Max Weber, que aludían a la ética protestante y el
trabajo duro, según nos apunta Ponting (2001). En realidad, fueron motivos más
circunstanciales y menos idealistas, como el aprovechamiento de ciertas
materias primas a bajo coste fruto del trabajo de esclavos.
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BIBLIOGRAFÍA
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Villares, R., & Bahamonde, Á. (2012). El mundo contemporáneo: del
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Žižek, S. (2011). Primero como tragedia, después como farsa (Vol. 10).
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