29 de enero de 2021

El mundo actual (II): instituciones para la gobernabilidad mundial.

 


Los giros de la historia son a veces inesperados y, desde la perspectiva del tiempo, siempre sorprendentes. Nadie podía imaginarse, el 19 de julio de 1870[1], año en el que Francia declararía la guerra a Prusia – que acabaría permitiendo a Bismarck la proclamación del II Reich, y el nacimiento de Alemania, tras conseguir la victoria – que tan solo 81 años después, esos mismos dos países, acabarían formando el germen de la actual Unión Europea junto con otros 4 estados europeos: la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA). Habían de pasar todavía muchas cosas en esos 81 años que no iban a invitar a la conclusión final, entre ellas, dos agresiones más de Alemania contra la soberanía francesa, hechos que no vendrían sino a confirmar, como ya apuntaba, que la historia sigue caminos solo escrutables desde la confianza que da el conocimiento de los hechos. 

La declaración de Schuman, ministro francés de Asuntos exteriores, confirmada por el tratado de París de 1951, marcaba un antes y un después en lo que serían la relaciones entre los estados europeos al renunciar, por primera vez, a la soberanía sobre un sector industrial esencial, además del reconocimiento implícito que implicaba de un país que lo había invadido 3 veces en menos de un siglo. Se iniciaba así un camino que debía estabilizar por fin Europa a través de la federalización siguiendo el modelo norteamericano, y aunque era un primer paso desde su punto de vista, no se conocía todavía el camino a seguir ni cómo superar las diferentes reticencias. Una cosa era llegar a un acuerdo comercial con ventajas para todas las partes, otra muy diferente poner fin a siglos y siglos de intereses en conflicto a lo largo y ancho de la vieja Europa. En cualquier caso, la puerta había quedado abierta.  

El siguiente paso lógico era la creación de un mercado que no abarcara solo un sector industrial y así fue como, a propuesta de los Países Bajos, se firmó en Roma (1957) el tratado que daba nacimiento a la Comunidad Económica Europea (CEE), cimentada sobre la idea liberal de que la eliminación de las regulaciones fronterizas para las mercancías industriales iba a beneficiar a todos los ciudadanos de los seis miembros fundacionales. Se trataba, todavía, de crear un espacio interior de libre circulación de mercancías, pero ahora también con una política común en cuanto a los aranceles impuestos al mercado exterior a la CEE. La ambiciosa idea de crear unos Estados Federados de Europa sigue sin ser abordada.

La CEE seguiría creciendo bajo esta idea, facilitar el libre comercio entre sus estados miembros, lo que ofrecía un enorme atractivo para la expansión de las diferentes economías. En el año 1973, Reino Unido, Dinamarca e Irlanda se unían al proyecto del mercado común. La CEE se constituía en una organización de 9 miembros.

Ya en los ochenta, la mirada se fijó en el sur de Europa, con la entrada de Grecia (1981), Portugal y España (1986), el principal carácter fundador de la CEE, el libre mercado, se revestía también de la solidaridad implícita al incorporar al grupo economías menos desarrolladas, que por contrapartida ofrecían nuevas posibilidades de crecimiento para las grandes potencias europeas.

Con la nueva ampliación, eran 12 ya los miembros de la CEE que, además de seguir con el proceso de construcción europea, iban a afrontar dos grandes retos a finales de los años 80 y principios de los 90. Por un lado, la caída del muro de Berlín y la posible reunificación de Alemania, por el otro, en la lógica heredada de la Guerra Fría, el temor de París y Londres frente al enorme peso que había adquirido la República Federal Alemana. Como solución a esos temores se propuso la creación de un Banco Central Europeo y una moneda única que eliminara la preeminencia del marco alemán como moneda de referencia, de este modo quedaba “diluido”, en definitiva, el poder de influencia de Alemania. Tal como nos comentaba Wilfried Guth[2] en 1989:” […] la clave de un progreso efectivo en la vía de la unión monetaria y de la creación de un verdadero sistema bancario central europeo reside en la voluntad política de los gobiernos de los países miembros de renunciar a la soberanía nacional en favor de una soberanía compartida –y más eficaz – a nivel comunitario.”

En este nuevo escenario de soberanía compartida, libre de recelos, que quedaría finalmente establecido en el Tratado de Maastricht en 1992, se enmarcaba la reunificación alemana en el contexto de lo que a partir de entonces sería la Unión Europea.

Si bien, como hemos comentado, la Unión Europea tiene como fin último la integración federal de los diferentes países que la componen, para formar una unidad más fuerte que la suma de sus integrantes, el papel de otra de las instituciones supranacionales más importantes, la Organización de las Naciones Unidas (ONU), tendría como función principal, al menos en sus orígenes, la creación de un foro mundial de representación de cada una de esas soberanías. Su fin principal sería la creación de un punto de encuentro en el que poder resolver los conflictos entre países antes de recurrir a la violencia. Tal era ya el deseo del presidente norteamericano Wilson cuando, al fin de la Gran Guerra, pretendió establecer las bases para evitar que se repitiera, impulsando la Sociedad de Naciones. El hecho de que finalmente EEUU no se adhiriera la hería de muerte ya antes de nacer. Tal como S. Zweig la definía[3]:” Una ocasión única, tal vez la más decisiva de la Historia, se ha malgastado de una manera lamentable”.

La ONU establecía el estado como unidad primaria en el orden internacional, cuya soberanía debía siempre respetarse y, al menos teóricamente, en condiciones de total igualdad. Pero, tal como Taylor y Curtis[4] postulan, esa capacidad de intervención en los asuntos internos de sus miembros ha ido incrementándose desde su fundación en 1945. Esa implicación en los asuntos internos conlleva el reconocimiento de los factores actuales e históricos de desestabilización en el mundo, y la asunción de que las condiciones políticas, económicas y sociales internas tienen repercusiones a nivel global. Prueba del nuevo carácter moral creciente adoptado por la ONU fue la insistencia con la que EEUU y Reino Unido trataron de conseguir la autorización del Consejo de Seguridad de la ONU para la invasión de Irak en 2003. En cualquier caso, tan cierto es que su persistencia no tuvo éxito como que la negativa de la ONU no logró frenar el ataque.

A propósito del Consejo de Seguridad de la ONU hay que decir que subsana uno de los errores cometidos en la formación de la Sociedad de Naciones y mantiene formalmente la preeminencia de las naciones vencedoras de la 2ª Guerra Mundial, con lo que quedaba garantizada, desde el inicio, la viabilidad de la institución. Su composición matiza claramente, siendo generosos, la aparente condición de igualdad de los 193 miembros actuales. Formado por un total de 15 estados, los 5 miembros permanentes (EEUU, Reino Unido, Francia, Rusia y China), poseen el poder de vetar cualquier resolución del propio Consejo[5]:” Indeed, this tension between the recognition of power politics through the Security Council veto, and the universal ideals underlying the United Nations, is a defining feature of the organization”. Esos principios universales están mejor plasmados en la Asamblea General, donde están representados todos los estados miembros, que participan, esta vez sí, en condiciones de igualdad: un estado, un voto. Esta capacidad de representación no está, en cambio, respaldada por poder alguno de decisión, ya que la Asamblea General no tiene capacidad de emitir resoluciones, sólo recomendaciones.   

Antes de presentar otras grandes organizaciones a nivel mundial, con poderes formales menos evidentes, debería hablar de unos actores principales que, gracias a la globalización, se han introducido en el panorama internacional con enorme fuerza. A las clásicas relaciones entre estados, que desde siempre habían liderado el diseño de la realidad, se han unido otro tipo de organizaciones creadas en el mismo seno de sus sociedades y que se interrelacionan unas con otras fuera del marco estado-estado[6]:” Greater clarity is obtained by analyzing intergovernmental and inter-society relations, with no presumption that one sector is more important than the other”. Según la clasificación de Willets, esa mayor claridad se obtiene a partir del análisis de las relaciones que se establecen entre los gobiernos y las organizaciones no gubernamentales. Además de los aproximadamente 200 estados presentes actualmente en el panorama internacional, deberemos también tener en cuenta a las compañías multinacionales como Apple, Pzifer o Exxon, organizaciones con un ámbito de actividad nacional (como la Asociación Nacional del Rifle en los EEUU), organizaciones estatales supranacionales (como la OTAN) y lo que hoy identificamos como las verdaderas organizaciones no gubernamentales, las ONG (como la BRAC: Bangladesh Rural Advancement Committee). Todas estas organizaciones tienen hoy en día un enorme poder para modular las acciones y decisiones que toman los gobiernos. Reconocer su influencia es también admitir que el modelo de relaciones internacionales es mucho más complejo de lo aceptado hasta ahora, siendo el primer paso para poder alcanzar soluciones a los conflictos que, necesariamente, serán también complejas. La importancia y poder de influencia de estos nuevos actores y, por encima de todos, la de las compañías multinacionales queda bien claro[7]:” In 2004, the 50 largest transnational industrial companies, by sales, each had annual revenues greater than the GNP of 133 members of the United Nations”.

Retrocedamos ahora un poco en el tiempo y volvamos al final de la Segunda Guerra Mundial, un momento clave en el que era necesario recuperar y reforzar el sistema capitalista frente al riesgo que representaba para las élites el tener al, de nuevo, enemigo comunista en pleno corazón de Europa. De los Acuerdos de Bretton Woods surgieron dos instituciones, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, que se iban a encargar de establecer el nuevo orden económico mundial frente al modelo marxista interpretado por la URSS. Su función principal debía ser la supervisión de los mercados financieros, ofrecer liquidez, así como facilitar financiación a países en problemas, con la promesa de que su gestión rendiría en beneficio de todos los ciudadanos. En definitiva, los diferentes estados se supeditaban a instituciones independientes con el fin de evitar la recesión de los años 20 y 30.

Todo fue relativamente bien hasta la primera crisis del petróleo en los años 70, a la que siguió la crisis de la libra esterlina en 1976. Algo iba a cambiar, el rescate del Reino Unido por parte del FMI venía subordinado a la realización de ajustes sociales, privatizaciones y a la aceptación de mayores tasas de desempleo, la clase obrera era derrotada[8]:” La etiqueta «neoliberalismo» resulta apropiada para lo que vendría a continuación: el rechazo del corporativismo social de posguerra que había sustentado el crecimiento occidental, así como el giro hacia el monetarismo y la desreglamentación. […] El FMI devino así no solo un financiador, sino un artífice a escala global de importantes cambios en las políticas internas”. El FMI había iniciado una época en la que el capital iba a poder circular por todo su ámbito de influencia, cada vez más grande, sin ningún tipo de control ético o moral. La duda sobre la promesa inicial de redistribución de la riqueza crecía tanto como los beneficios de los graduados de Harvard empleados en Wall Street[9]: “En septiembre de 1982, el presidente mexicano saliente, José López Portillo, denunciaba públicamente «la plaga financiera (...) que estaba causando cada vez mayores estragos en todo el mundo»”.



[1] Kinder, H., Hilgemann, W., & Hergt, M. (2007). Atlas histórico mundial (Vol. 11). Ediciones Akal.

[2] Guth, W. (1989). La creación de un Banco Central Europeo (BCE). Política Exterior, 3(9), 55-57.

[3] Zweig, S. (1927). Momentos estelares de la humanidad. Wilson fracasa. El Acantilado, 2012, p. 263.

[4] Devon E.A. Curtis and Paul Taylor. "The United Nations". En: John Baylis (et al). The globalization of World Politics. p. 312-328. Oxford: Oxford University, cop. 2008

[5] Devon E.A. Curtis and Paul Taylor. "The United Nations". p. 312-328.

[6] Peter Willets. "Transnational actors and international organizations in global politics". En: John Baylis (et al). The globalization of World Politics. p. 330-347. Oxford: Oxford University, cop. 2008

[7] Peter Willets. "Transnational actors and international organizations in global politics". p. 330-347.

[8] Mazower, M. El auténtico Nuevo Orden Económico Internacional. Gobernar el mundo: historia de una idea desde 1815 (p. 435-475). Valencia: Berlín Libros 2018.

[9] Peter Willets.

7 de enero de 2021

El mundo actual (I): la Guerra Fría.


Tras la finalización de la Segunda Guerra Mundial, el sentimiento de cansancio y hartazgo de miseria, muerte, destrucción y sufrimiento debía ser parecido al de 1918, cuando la Primera Guerra Mundial concluyó con la primera derrota de Alemania. Entonces no sabían que acabaríamos numerando las guerras mundiales, pero la concepción del mundo y del estado de las cosas era similar, cuanto menos, en todo el continente europeo. Esa concepción, uniforme en lo esencial, iba a cambiar con la Revolución de Octubre de 1917. Al sistema democrático liberal capitalista que venía dirigiendo hasta entonces la Europa occidental iba a contraponerse una nueva ideología que había sacado del letargo medieval a Rusia, donde no alcanzaron las revoluciones del siglo anterior, lo llamaron comunismo. Tras la derrota del enemigo común, había desaparecido el nexo de unión entre estas dos ideologías y, más allá de las luchas de poder entre las potencias ganadoras, salieron a relucir esas diferentes concepciones que se tenían del mundo futuro que había de surgir de las ruinas europeas.

La propia Guerra Fría iba a contribuir a tapar los fracasos, antes y durante la guerra, de los líderes europeos en Europa occidental, algunos de los cuales habían incluso colaborado con el enemigo. Era terreno abonado para que el socialismo se abriera camino como alternativa razonable, oportunidad truncada por el miedo al modelo totalitario comunista[1] que traería la nueva política de bloques. Europa central y oriental, en cambio, no tuvo opción ninguna de adoptar un modelo democrático, con sus países arrasados por la guerra y las antiguas élites desaparecidas o directamente eliminadas, los gobiernos fueron directamente situados en la órbita de Moscú.

La necesidad de protección fronteriza que tenía la URSS frente a una tercera invasión alemana era el punto a partir del cual iba a desencadenarse el choque de trenes que ya anunciaban las diferencias ideológicas[2]:” La Unión Soviética había sido invadida dos veces a través de Polonia a lo largo de este siglo […]. Ni Churchill ni Roosevelt podían entender plenamente el shock que había sido la invasión alemana en 1941 ni la determinación de Stalin de establecer un cordón de seguridad de estados satélites para que los rusos no pudieran volver a ser sorprendidos nunca más. Cabría afirmar que los orígenes de la Guerra Fría se sitúan en esa experiencia traumática.

Polonia es un caso paradigmático de esta fase inicial de la Guerra Fría, el control de ese país era considerado imprescindible para la seguridad de la URSS[3]:” Convencido de que los alemanes se recuperarían pronto y volverían a constituir una amenaza para la Unión Soviética, Stalin consideraba imprescindible tomar las medidas necesarias para asegurar la futura seguridad de su país mientras el mundo era todavía maleable. Esa seguridad exigía, como mínimo, instaurar gobiernos sumisos en Polonia y en otros estados clave de Europa del Este”. Todas las promesas de establecer un gobierno democrático en Polonia fueron rotas tras la entrada de las tropas rusas en 1944; paradójicamente era la segunda vez que lo hacían en 5 años, la primera en connivencia con los invasores ─ gracias al Pacto Mólotov-Ribbentrop ─ que ahora expulsaba. El muro “protector” construido a base de países estaba empezando a levantarse incluso antes de finalizar la guerra.

El año 1953 marca el inicio de la que probablemente fuera la época más peligrosa de la Guerra Fría y, posiblemente, de la historia de la humanidad. En los diez años que van hasta 1963 se produjo el fin de los grandes imperios coloniales francés y británico en África y Asia, al menos, como los habíamos entendido hasta ese momento. La forma de ejercer el dominio iba a cambiar, así como el eje de poder, que se configuraba ya claramente entre las dos superpotencias[4]: EEUU y URSS. El proceso de descolonización fue decisivo en la preparación del nuevo terreno de juego, que iba a dejar vacante el espacio en el que iba a librarse la guerra sin batallas entre los Estados Unidos y la Unión Soviética.

Los británicos supieron prever mucho mejor que los franceses lo que iba a suceder y optaron más pronto que tarde por una retirada que les permitiera ahorrar esfuerzos frente a lo que veían inevitable, manteniendo además lazos afectivos y económicos con la creación de la Commonwealth. París pagó más caro el proceso queriendo mantener el control de sus colonias por la fuerza, sobretodo en el caso de Argelia, que estuvo a punto de costarle su propia república en 1958, cuando el presidente De Gaulle tuvo que detener un golpe de estado que pretendía socavarla.

1953 es también el año en el que muere Stalin; con la desaparición de la figura del dictador se pone fin también a la tremenda influencia que su personalidad había ejercido en todas las esferas de poder, por encima incluso del propio PCUS. Tras una intensa batalla política, Kruschev se hace con el mando del partido. Estos movimientos hicieron creer a algunos países que la fuerza ejercida desde Moscú se había debilitado, atreviéndose a reclamar reformas, entre ellos Hungría, donde se produjo una revuelta en 1956 que pedía la llegada de la democracia. Kruschev se encargó de recordarles que Moscú mantenía todavía el control mandando tanques a Budapest y aplastando de forma sangrienta la revuelta. 

Entretanto, el General Eisenhower, antiguo comandante supremo de los aliados en Europa, accedía a la presidencia de los EEUU en el año 1952. El nuevo presidente pensaba que la expansión del comunismo era un problema real e inminente, iniciando así una política más intervencionista[5] y cambiando la visión del uso que habían de tener las armas nucleares. En esencia se trataba de que, ya que ambas potencias disponían de la capacidad de aniquilarse mutuamente, y de que esa fuerza podía desatarse en cualquier momento por factores irracionales, debían prepararse para que se mantuviera un equilibrio que evitara el desastre. Algo parecido debieron pensar los soviéticos, ya que ese equilibrio se iba produciendo en base al aumento de la capacidad destructiva de ambos bandos. El caso es que la nueva política de Eisenhower supuso un llamativo aumento en el gasto armamentístico norteamericano, que había sufrido, como es lógico, una bajada espectacular desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. El gasto militar se casi cuadruplicó en el periodo 1950-1953[6].

Pero a pesar de ese enorme gasto militar, EEUU podía ofrecer a la mayoría de sus ciudadanos un floreciente estado del bienestar, contrapartida que no podía brindar al suyo la Unión Soviética. Reflejo de esa diferencia fue la creación del infame Muro de Berlín en 1961, que pretendía evitar por la fuerza la huida de su población hacia Occidente en busca de libertad y unas mejores condiciones de vida.

Con el triunfo en las elecciones norteamericanas del presidente Lyndon Johnson, en 1964, se inició una nueva fase. La escalada armamentística parecía pasar factura y el foco de atención se redirigía hacia el interior de las propias fronteras, intentando mejorar las condiciones sociales y los derechos civiles de los ciudadanos en general y los afroamericanos en particular. Aun así, continuaban abiertos diversos conflictos, entre ellos la Guerra de Vietnam, que de hecho acabaría costándole la presidencia a Johnson. A su vez, en Moscú, Brezhnev lidiaba con cuestiones similares y debía también desviar recursos militares para intentar mejorar las condiciones de vida de la población de la URSS, aunque sin demasiado éxito. El desencanto con el sistema centralista y burocrático impuesto por Moscú seguía creciendo, sobre todo en las regiones más periféricas.

En Checoslovaquia, liderado por el líder del Partido Comunista Alexander Dubček, se produjo un intento de reforma del sistema comunista impuesto por el Kremlin, no se trataba de un proceso de ruptura, sino de reforma del propio modelo, que simplemente buscaba más libertad. Inquieto por la posibilidad de que Checoslovaquia se pasara al bloque occidental, Moscú decidió la invasión del país, poniendo fin así a la Primavera de Praga el 21 de agosto de 1968.  

Más preocupados ahora por la política interior, las dos potencias habían iniciado un proceso de distensión que acabaría con la firma de los acuerdos SALT I, el 26 de mayo de 1972, que limitaban el número de las armas estratégicas de ambas superpotencias y la otrora impensable visita del presidente norteamericano a la Unión Soviética en 1974.

Esa distensión llegó a su término a finales de la década de los 70. La URSS había iniciado una fase muy activa de intervenciones en diversas zonas de África y Afganistán en apoyo de los movimientos antiimperialistas iniciados en los años 50. Los Estados Unidos, entretanto, estaban inmersos en una crisis moral, política y económica. Este hecho, junto con las maniobras soviéticas en el Tercer Mundo, que fueron vistas por la administración Carter como el inicio de una nueva fase expansionista de los soviéticos, provocó un enfriamiento de las relaciones que se alargó hasta la propia caída de la URSS en el año 1991.

Con la llegada de Reagan a la presidencia norteamericana en 1981 parecía que se reactivaba la Guerra Fría; consciente de su superioridad económica y de su fortaleza política, los EEUU pretendían arrinconar por fin a la Unión Soviética en base a un considerable aumento del gasto militar, que se dobló[7] a lo largo de su mandato. Seguir con la carrera armamentística iba a costarle a la URSS enormes gastos que lastraban su economía. La rígida estructura burocrática del Partido Comunista impedía la renovación de los órganos de gobierno y, en contraste con el modelo occidental, no permitía el desarrollo económico en un mundo en el que el capitalismo se estaba desatando definitivamente.

La situación se estaba tornando incontrolable en los países del Este. En Polonia, un sindicalista llamado Lech Walesa, iba a poner en jaque al gobierno central. La situación fue reconducida internamente mediante el golpe de estado del general Jaruzelski y Walesa fue encarcelado. Moscú había decidido no intervenir, iniciando así una nueva doctrina de (no) actuación que iba a ser el germen final de la caída del gigante soviético.

La llegada Gorbachov a la presidencia iba a suponer el último intento de evitar lo inevitable; sus reiterados intentos de realizar las reformas necesarias fueron completamente inútiles. En noviembre de 1989, ante la total inacción de Moscú, caía el principal símbolo de la Guerra Fría el Muro de Berlín. Poco faltaba ya para el golpe definitivo, que llegó en agosto de 1991, en forma de intento de golpe de estado contra Gorbachov. La población, liderada por Borís Yeltsin, impidió que tuviera éxito, pero no pudo evitar el desmembramiento de la URSS en 15 nuevas repúblicas independientes. A partir de ese momento el sistema capitalista dejaba de tener un contrapeso en toda su área de influencia occidental y podía campar a sus anchas. 



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[1] Y a los esfuerzos realizados por EEUU a través del plan Marshall, cuya ayuda en la reconstrucción de Europa fue vital, evitando además la búsqueda de alternativas al modelo político y económico establecido.

[2] Antony BEEVOR: La Segunda Guerra Mundial, Ediciones de Pasado y Presente, 2012.

[3] Robert J. McMAHON: La Guerra Fría. Una breve introducción, Madrid, Alianza Editorial, 2009.

[4] A pesar de los intentos de los países no alineados, que trataban de configurar una alternativa y que fueron, de hecho, imprescindibles para que el proceso de descolonización fuera llevado a cabo.

[5] Como el patrocinio de golpes de estado en Irán y Guatemala.

[6] Base de datos de gastos militares del SIPRI. https://www.sipri.org/sites/default/files/SIPRI-Milex-data-1949-2019.xlsx [Consultado por última vez el 5-10-2020].

[7] Base de datos de gastos militares del SIPRI. https://www.sipri.org/sites/default/files/SIPRI-Milex-data-1949-2019.xlsx [Consultado por última vez el 20-10-2020].