25 de marzo de 2022

La Transición Española. Cambio u olvido.

 


Con el referéndum para la ratificación de la Constitución española, en diciembre de 1978, se pretendía dar por zanjadas varias décadas de gobierno totalitario. Fruto del recuerdo todavía fresco del dolor sufrido a lo largo de tantos años de represión, se instauró sobre él una especie de velo que pretendía la metamorfosis de una estructura totalitaria en democrática. De alguna manera, colectivamente, se decidió correr ese velo, con la consecuente desproporción en el esfuerzo que debía realizarse entre vencedores y vencidos en el año 1939.

No es el objetivo de este alumno realizar una revisión, ni realizar una crítica a los responsables que llevaron a cabo la transición, sino más bien hacer hincapié en el esfuerzo que se realizó –y se está realizando– para construir ese discurso y en cómo, ya en nuestros días, muy lejos ya del dolor vivido en carne propia, se puede establecer una nueva visión de lo que supuso la Transición que permita recuperar la memoria del sufrimiento provocado.

Tal como nos dice Gérard Namer, a propósito de Halbwachs:” […] la memoria colectiva propiamente dicha es, en sentido estricto, la memoria de un grupo o de una sociedad y, en sentido amplio, la memoria de la sociedad nacional que implica todas las sociedades particulares” (Namer, 1998, p. 43). Solo que ahora podemos notar, gracias a Pierre Nora, como esa memoria creada socialmente fluye y cambia con el transcurso del tiempo, el punto que lo que antes nos parecía una verdad inalienable se nos puede aparecer ahora como una mentira; sí, hasta ese punto puede ser cambiante.    

La Transición podría ser uno de esos lieux de mémorie de los que nos hablaba Nora en su obra homónima; me atrevo a ponerlo en sus propias palabras como punto de cristalización de nuestra herencia nacional (Nora, 1998, p. 17). Pero solo si somos capaces de hacerlo bajo la luz de las diferentes herramientas que las ciencias sociales ponen a nuestra disposición.

Si queremos convertir la Transición en un lugar de la memoria para todos deberemos ser capaces de construir algo que vaya más allá de lo que se consiguió, que reconozca la complejidad y pluralidad de quien concedió el olvido debido a miedos ahora ya desaparecidos. O dicho de otro moro, que la Transición no puede solo sostenerse sobre las espaldas de los perdedores.

Es importante entender este cambio, ese ascenso y declive del concepto de Transición, porque entre un extremo y otro encontraremos un lugar en el que poder reconocernos mutuamente nuestra heterogeneidad, así como nuestro errores y aciertos. En palabras de Nora, referidas por supuesto a Francia, pero aplicables a mi entender a España:” Consiste, ante todo, y aunque lo repitamos -pero es el punto central-, en el rechazo a insertar lo simbólico en un dominio particular, para definir a Francia como una realidad en sí misma y por completo simbólica, es decir, en rehusar toda posible definición que la redujera a un repertorio de realidades concretas” (Nora, 1998, p. 25).   

El profesor Manuel Álvaro nos advierte del final de un relato académico puesto al servicio de la construcción del relato oficial:

La historiografía académica, desde sus controversias teóricas y metodológicas, ha venido refutando estos relatos imaginarios e ideológicos sobre el pasado, dejando aparte aquella que tradicionalmente se ha ocupado de poner su erudición al servicio de la construcción de un relato oficial sobre la nación. (Álvaro, 2020, p. 25).

No estamos hablando ni de nuestros periplos por los Países Bajos hace más de tres siglos ni de armadas supuestamente invencibles, todavía podemos ir mucho más allá de la historiografía y aprovechar los testimonios vivos que deberíamos conservar como tesoros, tal como nos dice la profesora Yanet:

de esta manera se invita al historiador a investigar no solo por lo que pasó, sino por lo que los actores sociales recuerdan y por la manera como ellos han fijado esos recuerdos; asimismo por las intencionalidades que se desligan del recuerdo y del olvido. (Yanet, 2014, p. 59)

Estamos a tiempo, la memoria de la transición puede ser recuperada si atendemos y escuchamos a los que sufrieron desde el final de la Guerra Civil y nos reconocemos a nosotros mismos, a todos, como vencidos por una ideología totalitaria que es conveniente no olvidar.


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Acuña Rodríguez, O. Y. (2014). El pasado: historia o memoria. Historia y memoria, (9), 57-87. https://www.redalyc.org/pdf/3251/325132510003.pdf

Álvaro Dueñas, M. (2020). "La construcción de relatos sobre el pasado. Apología para la historia". Historia y memoria, (21), 21-70.  https://doi.org/10.19053/20275137.n21.2020.9886

Namer, G. (1998). Antifascismo y «La memoria de los músicos» de Halbwachs (1938). Ayer, (32), 35-56.

Nora, P. (1998). La aventura de Les lieux de mémoire. Ayer, (32), 17-34.

Solanilla, L. (2021) El caràcter social i patrimonial de la memòria. Barcelona: UOC.

23 de enero de 2022

El Satiricón de Fellini


A la hora de valorar el Satiricón de Fellini (1969), y solo como punto de partida, me gustaría avanzar al lector que debería haber un término medio entre la fabulosa crítica realizada por Roger Ebert para el Chicago Sun Times[1]:

Federico Fellini describes his "Fellini Satyricon" as a science-fiction film, but one in which we journey to the past rather than to the future. Directors are notoriously unreliable as sources of opinions about their own movies, but in this case, I think Fellini is dead right.

His film is a fantastical journey to a pre-Christian Rome that resembles no civilization that ever was, in heaven or on Earth. And it is a masterpiece. Some will say it is a bloody, depraved, disgusting film; indeed, people by the dozens were escaping from the sneak preview I attended. But "Fellini Satyricon" is a masterpiece all the same, and films that dare everything cannot please everybody.

Y la de Dave Kehr para el Chicago Reader[2], que la califica de:” A shallow, hypocritical film, without a glimmer of genuine creativity”. Y es en ese espacio intermedio en el que me situaría a la hora de valorar esta película. Para alguien como yo, amamantado con la romántica visión de Roma mejor representada por el Gladiator de Ridley Scott (2000), cuesta desprenderse del positivismo hollywoodiense del que nos habla el profesor Salvador Ventura y ver más allá de los hechos que describe – verdaderos o falsos – para adentrarse en la vida misma de los que la vivieron y dar con otro tipo de cine[3]:

Estas películas no intentan, a diferencia de los documentales y las películas de ficción, reproducir el pasado, sino que, al contrario. muestran aspectos que se consideran esenciales de los hechos y juegan con ellos. suscitando preguntas sobre las certidumbres que sostienen nuestros estudios e interactuando creativamente con los datos. En definitiva, una película histórica es una innovación en imágenes de la Historia.

Y eso a pesar de que la obra de Ridley Scott no anda tan alejada en cuanto a la representación del poder de los juegos en la sociedad romana[4]:

¿Qué tenía éxito de taquilla en Roma? Los héroes populares que triunfan sobre la adversidad gracias a su propia destreza. La emoción de ver matar a seres humanos para tu propia diversión. Por encima de todo, fue la experiencia sensorial total de los juegos lo que conquistó el favor del público.

Emoción que tiene su más limitado reflejo, en la película del magnífico director italiano, en la escena del teatro, cuando es seccionada, sin aparente importancia, y para regocijo del público, la mano de uno de los actores.

En cualquier caso, y alejándonos de esta mirada un poco más fantástica, convendría más aproximarse a esta obra de Fellini, por la que fue nominado al Oscar en el año 1970, con la predisposición a sumergirse en un decadente mundo onírico de sensaciones donde lo que se cuenta no es tan importante frente a cómo se cuenta. Y es que el intenso trabajo de documentación llevado a cabo por Fellini fue puesto al servicio de la rotura de algunos mitos[5]:

Todo ello lo llevó a cabo con la intención de un mayor conocimiento sobre la época que iba a tratar, pero, lejos de lo que pudiera sospecharse en principio, no quería reproducir según un criterio arqueológico y estético los modelos antiguos, sino que más bien pretendía evitar a tocia costa esa visión formal de perfección que hasta el momento se tenía del mundo clásico.

Pero situémonos primero en el contexto histórico del Satiricón, ¿cuál es exactamente el mundo en el que nos introduce Fellini? Aunque en una fase tardía, nos lo explica el profesor Lane[6]:

El «mundo clásico» es el mundo de los antiguos griegos y romanos, unas cuarenta generaciones anteriores a la nuestra, pero capaz aún de suponer un reto al compartir con nosotros una misma humanidad.

Y es el mismo profesor Lane el que nos advierte de los peligros de dejarnos caer en el romanticismo de películas como las mencionadas anteriormente: Gladiator, pero cuyos ejemplos no faltaran a poco que uno sea medianamente cinéfilo, a saber: Ben-Hur, Cleopatra, Julio César, Quo Vadis, …[7]:” Los que idealizan el pasado suelen no entenderlo: al querer restaurarlo, lo mata con su cariño”. Parece ser esa, en última instancia, la intención de Fellini, evitar que matemos el pasado a fuerza de embellecerlo exageradamente.

No se sorprenda el osado espectador que se atreva a introducirse en el Satiricón ante la falta aparente de argumento o hilo conductor, ni espere disfrutar de una película al uso, la intención principal de Fellini no era entretener[8]:

Con este material podría Fellini haber elaborado una obra cerrada, pero prefirió, en consonancia precisamente con sus características y como medio a través del cual subrayar el carácter fragmentario e incompleto de nuestra información, acentuarlo aún más, de forma que toda la película es una especie de sucesión de pequeños tableaux, sin más conexión, a veces, que la presencia de alguno o algunos de los protagonistas.

Desde una visión nominalista de la historia, Fellini no pretende reconstruir un mundo del que ya sólo quedan sus nombres, ni lamentarse por la información perdida a lo largo de los siglos. Utiliza lo que tiene para presentarnos su propia interpretación de una época que quizás hayamos idealizado en demasía, olvidando que también fueron mujeres y hombres corrientes quienes la conformaron y no solo poderosos emperadores o ilustres senadores con elevados ideales acerca de la democracia. Mujeres y hombres que disfrutaron, pero sobre todo padecieron, graves sufrimientos y privaciones, en mayor contraste, si cabe, frente a los niveles de lujo y opulencia de la élite.

Es ante la visión de los frescos en la última escena de la película en los que, maltratados por el tiempo, aparecen los personajes principales de la historia, cuando aparece nítidamente la intención de Fellini, que nos acaba situando en el presente. Ya no son unas simples caras desconocidas como las que podríamos visitar actualmente en Pompeya, ahora conocemos su historia, sus alegrías y sus miedos, lo que sufrieron y disfrutaron.

Ya no son extraños anónimos que vivieron en la idealizada cuna de la democracia. Fellini nos presenta, en definitiva, una opción, su propia alternativa basada, como hemos mencionado anteriormente, en un cuidadoso y esmerado estudio de la época. Es esta interpretación novelesca del mundo clásico, al estilo del grandísimo historiador George Duby[9], el verdadero valor de la obra de Fellini:

Es, por decirlo así, lo que separa al discurso del historiador, o histórico, del discurso novelesco; efectivamente, creo que un libro de historia, que la historia, es un género literario, un género que se integra en la “literatura de evasión”, al menos en gran medida; que sacia un deseo de evadirse de uno mismo, de lo cotidiano, de lo que te encierra; de esto estoy seguro.

Pero la diferencia entre el novelista y el historiador es que éste está obligado a tener en cuenta cierto número de cosas que se le imponen; que está determinado por una necesidad de “veracidad”, por así decirlo, más que, quizá, de “realidad”. En todo caso esto no tiene nada que ver con la materialidad de estas huellas: la huella de un sueño no es menos “real” que la de una pisada, o el surco de una carreta en la tierra. Creo que lo imaginario tiene tanto de realidad como lo material; es necesario que estemos de acuerdo sobre esto. El historiador no puede borrar todas estas huellas conscientemente, no puede borrar ninguna. Y está obligado a insinuar su invención, su parte de imaginación y de creación, en el interior de un archipiélago.

La huella de la que habla Duby son esos frescos crepusculares que Fellini ha intentado convertir en su sueño, sí, pero un sueño plausible y, aunque quizás desmesurado en algunos momentos, como debe suceder en cualquier novela que se precie, crea una conexión que nos lleva más allá del tiempo y nos ayuda a entender quienes fueron esos personajes – ahora personas familiares – que tantas veces vemos en representaciones antiguas.

Pero tras esta cariñosa, y quizás demasiado extensa, advertencia introduzcámonos un poco más en el Satiricón de Fellini. Se trata de una adaptación libre de la obra de Petronio con guion de Bernardino Zapponi, Fellini nos narra las peripecias de Encolpio y Ascilto, dos estudiantes en la Roma del s. I d.C., cuya única preocupación parece ser disfrutar al máximo, sin demasiadas exigencias morales, del corto periodo de tiempo que les han concedido los dioses para vivir en la tierra.

Estrenada en 1969, nos presenta, a través de escenas aparentemente inconexas – y no tan aparentemente – la decadencia de un imperio cuya élite se ha abandonado a todos y cada uno de los placeres mundanos, deleites de los que, en el momento de máximo esplendor de su mundo, habían tratado de huir. El resto del pueblo, siempre despreciado, parece vivir bajo la esperanza de llegar a convertirse en un entretenimiento para ellos, que les permita alejarse de su penosa existencia.

Nos lo explica Toner y lo desarrollaremos un poco más a través de una de las escenas más importantes de la película, la que nos muestra el banquete de Trimalción al que asiste Encolpio[10]:

Lo que ayudaba a sobrellevar esta enorme desigualdad en el reparto de la riqueza era la expectativa social de que los ricos y poderosos compartieran parte de su buena fortuna con los ciudadanos de a pie. Ya fuese ofreciendo pan subsidiado, pagando espectáculos en los teatros o fomentando la cacería de animales y el combate entre gladiadores en la arena, organizando banquetes públicos o construyendo grandes baños en la ciudad, las viejas élites políticas ofrecían a muchos ciudadanos pobres, especialmente en la Roma del Imperio, medios para disfrutar de los placeres de una buena vida.

Tal como sucede en este banquete, uno entre los que frecuentemente ofrece a sus invitados al más puro estilo del emperador Nerón, y tal como nos explica el profesor Jerry Toner[11]:

No obstante, el crecimiento del Imperio, la riqueza y los centros urbanos como Roma contribuyó de forma decidida a incrementar la variedad de experiencias sensoriales al alcance de, al menos, una parte de la no élite. Asimismo, alteró de manera radical la conducta de la élite. En lugar de la contención y sobriedad tradicionales, hubo ricos que, estando en posición de gastar sumas enormes de dinero, optaron por dedicarse al lujo, parte del cual llegó al pueblo. Eso creaba problemas graves para la élite, pues se consideraba que el lujo estimulaba sensaciones que tenían un impacto moral directo y degradante.

Reflejo de lo que el mismo Toner llama confusión sensorial durante la República tardía y el Alto Imperio, con su apogeo en la época en la que se sitúa el Satiricón de Petronio y la adaptación de Fellini[12]:

Los romanos estaban aprendiendo a usar sus sentidos de una forma más amplia, pero las tensiones que esta reorganización sensorial creó se expresaron a través de lo que se percibía como una enfermedad del cuerpo social. A ojos de los escritores moralistas de la élite, el cuerpo del varón romano, cuya legendaria reciedumbre le había permitido forjar un imperio, estaba reblandeciéndose como consecuencia de tanta sensualidad.

Era esa diferente percepción sensorial lo que marcaba la diferencia entre la élite y el pueblo llano, no hay más que observar el contraste entre el lugar donde viven Encolpio y Ascilto, arrasado por un terremoto al principio de la película, y la clásica villa romana que visitan tras el suicidio de los patricios, que parecen haberse dado cuenta de que los gloriosos tiempos de Roma están tocado a su fin. Una vez más, Toner nos da la clave de cómo gestionaban esas percepciones las clases altas[13]:

La élite usaba los sentidos como un medio de distinción social. El establecimiento de un cordón sanitario alrededor de la alta cultura que excluía a la mayoría de la población apelando a un gusto basado en la riqueza y, por ende, dejaba fuera a la no élite, el «Otro». El gusto de la élite se estableció a través de medios como el uso de pinturas lujosas para decorar sus habitaciones o la costosa educación que se requería para poder leer y apreciar la literatura. Ser un conocedor era lo que contaba, pues permitía convertir una serie de elecciones arbitrarias en la cultura dominante y legítima. El gusto se convirtió en un medio de distinción social, y se usó como prueba de la superioridad cultural de la élite. Con todo, la no élite podía ser bastante exigente acerca de las cosas que le importaban. Eran consumidores activos y críticos de los juegos y los espectáculos. Los actores que estaban por debajo de los estándares exigidos podían pasar un mal rato. Pero la élite siempre intentó ir más allá de lo sensual. De forma continua se definieron a partir del rechazo de lo bajo, lo sucio, lo ruidoso y lo maloliente. En muchos sentidos, era el acto de exclusión lo que constituía su identidad.

Había también diferencias más sutiles entre la élite y el pueblo, en este caso sólo reconocibles, al menos para el que escribe, si se visiona el Satiricón de Fellini en versión original subtitulada al inglés. Estoy refiriéndome al lenguaje, y es que en V.O. los subtítulos establecen claramente cuando se está utilizando el latín vulgar, lo que permite darse cuenta más fácilmente de este importante detalle del que toma buena cuenta Fellini y del que también nos habla Toner[14]:

Siempre habría una gran área gris entre el latín más refinado y el habla cotidiano de la gente. Pero, en general, el latín elevado estaba vedado a la no élite; algo que le tenía sin cuidado, pues este era irrelevante para sus preocupaciones diarias. La cuestión no era solo de acento, sino también de tono. La no élite tenía que ser muy cautelosa al tratar directamente con los poderosos. Su discurso, vacilante, dubitativo, indirecto, expresaba su subordinación. Usaba la adulación para intentar convencer a sus superiores sociales de que le proporcionaran lo que quería.

La ostentación del lujo, que había sido vista desde siempre como un signo de debilidad y corrupción, era utilizado ahora para controlar a la no élite, ofreciéndoles unas migajas a cambio de la estabilidad social[15]:

El lujo privado, que no ayuda a nadie y sirve solo para degradar al individuo, se condenaba con severidad. El programa de Augusto, en cambio, creaba un mundo sensorial que actuaba sobre el espectador para producir un beneficio social. […] Representaba la creación de una forma de gobierno más difusa y penetrante, una que utilizaba experiencias sensoriales intensificadas para fines políticos.

Aunque no faltaba ocasión para recordar lo poco que valía una vida y quien retenía claramente el poder, una vez más, en el banquete de Trimalción, cuando él mismo, acusado de plagio por el poeta ebrio de vino, lo sentencia a morir abrasado en el horno sin posibilidad de juicio ni defensa. Ninguno de los asistentes al festín parece sorprenderse lo más mínimo[16]:” Es importante reconocer que la autoridad de la élite fue siempre una cuestión de mutuo acuerdo, cooptación e intimidación en igual medida que de fuerza”, pero más remarcable es, quizás, el hecho de que sean los de su misma clase social los que cumplan con las órdenes del amo incluso con gusto y dedicación. ¿Qué hubiéramos pensado de Trimalción si su mausoleo hubiera llegado hasta nuestros días?, ¿qué imagen hubiéramos tenido de él, de su vida y sus obras, dos milenios después, leyendo el epitafio que habían preparado? Suerte que tenemos a Fellini para explicarnos la verdad o, cuanto menos, una verdad diferente a la que nos habían explicado la mayoría de los libros de historia y prácticamente todas las películas hasta la fecha.

Y qué decir del papel de Fortunata, su esposa, humillada y maltratada en público sin ningún tipo de pudor, fiel reflejo del papel de la mujer en la sociedad romana y cuya labor no era diferente entre la plebe. Lo refleja perfectamente Juan Crisóstomo tal como nos recuerda el profesor Knapp[17]:

El papel fundamental de la mujer es ocuparse de sus hijos, de su marido y de su hogar. La actividad humana se divide en dos esferas; una perteneciente a la vida fuera del hogar y otra dentro de él; lo que podríamos denominar esfera «pública» y «privada». Dios asignó un papel a cada sexo; las mujeres han de encargarse de la casa y los hombres de los asuntos públicos, de los negocios y de las actividades legales y militares, es decir, de la vida fuera del hogar.

Y que él mismo concluye[18]:” Siguiendo este ideal, el mundo grecorromano introdujo la afirmación de la inferioridad física y mental de la mujer en todos los intersticios posibles de la vida […] La mujer era un medio para un fin, y probablemente ella se veía de este modo”.

He aquí un pasaje del Satiricón de Petronio en referencia al papel de la mujer de Trimalción como muestra, también, del concienzudo ejercicio de documentación que llevo a cabo Fellini para la realización de su obra[19]:

Entonces por primera vez (pero no última), los buenos tiempos pasaron a ser tiempos convulsos. Pues cuando un muchacho guapo entró a formar parte del servicio, Trimalción lo agarró y empezó a besarlo largamente. Así que Fortunata (la esposa de Trimalción), con el fin de reivindicar sus derechos ante la ley, empezó a insultar a Trimalción, llamándole sucio y desgraciado y acusándole de no poder controlar sus impulsos lujuriosos. El insulto final que le lanzó fue «¡perro!». Trimalción se sintió ofendido por los insultos y arrojó una taza a la cara de Fortunata. Ella gritó como si hubiera perdido un ojo, tapándose la cara con manos temblorosas. Escintila también se alarmó. Estrechó a su aterrorizada amiga contra su pecho para protegerla.  

Diríase que se trata de un extracto del propio guion de la película.

Muy representativo es, también, el paseo de Encolpio y Gitón de vuelta a casa. Como la escena del sacrificio, en la que Fellini nos muestra el importante papel de la magia en la cultura clásica como medio de comunicación con los dioses o para la adivinación del incierto futuro, hecho que confirma, por supuesto, Toner[20]:

Mediante la combinación de lo exótico, lo estrambótico y lo mundano de formas inesperadas, la magia creaba una experiencia sensorial sobrecogedora. Un rito de iniciación (para qué no está claro) creaba una confusión sensorial total: «Sobre dos ladrillos puestos de lado, levantar una hoguera con leña de olivo» y cuando salga el sol «cortar la cabeza de un gallo blanco y sin mácula», que ha de haberse traído «bajo el brazo izquierdo». Una vez decapitado el gallo, «sujetarlo sin ayuda. Arrojar la cabeza en el río y beber la sangre, vertiéndola en la mano derecha, y arrojar el resto del cuerpo en el altar encendido; luego saltar al río y sumergirse con la ropa que se lleva puesta, salir del agua caminando hacia atrás y, después, cambiarse de ropa, alejarse sin mirar hacia atrás. Seguidamente, coger bilis de búho y frotarse un poco sobre los ojos con la pluma de un ibis», y entonces «la iniciación habrá terminado». 

Rodeados de suciedad, en ese mismo paseo, se percibe el hedor a suciedad e inmundicia que ninguno de los dos parece advertir y que en ningún caso lograríamos conocer en ningún museo[21]:

Tratemos de imaginar un mundo clásico diferente. ¿Qué nos encontraríamos mientras paseamos por una ciudad de la época? De entrada, los sentidos captan una experiencia totalmente distinta. El hedor de la basura y los excrementos humanos nos golpea sin piedad. Porque los impresionantes progresos romanos en alcantarillado se circunscriben a las principales zonas públicas de la ciudad. Bien alejada de ellos, la gente evacúa en cualquier parte.

Los esclavos son otro punto clave de la obra de Fellini y, por supuesto, de la sociedad clásica. Desde el esclavo amenazado de muerte por Trimalción por no haber cocinado a su gusto, hasta los liberados por los patricios, están presentes a lo largo de toda la película y muestran uno de los aspectos más importantes en los que se basaba la economía romana. Más allá de la película, donde podemos observar su vida como a través de una ventana, nos lo define Toner[22]:

Dos de las sociedades esclavistas más notorias de la historia fueron la ateniense y la romana imperial, que iba capturando esclavos por todo el territorio conquistado. Estos esclavos trabajaban la tierra y las minas y conformaban el servicio doméstico. En lo que entonces se llamaba Italia, representaban alrededor del veinte por ciento de la población, y en Roma estaban por todas partes, suponiendo alrededor de un tercio de la población. Llama la atención que los lugareños apenas se fijaran en ellos. […] La esclavitud era normal, se trataba de una institución fundamental que nadie cuestionaba. No había en aquel entonces movimientos abolicionistas, o no nos han llegado menciones de su mera posibilidad. Tener un esclavo era tan normal como tener hoy en día una nevera. Si visitáramos una ciudad antigua, nuestra mirada toparía a menudo con ellos: los veríamos correr al mercado para comprar comida o cargar al amo hasta el foro, pues los esclavos eran los caballos de la Antigüedad. Y la brutalidad que a veces se empleaba con ellos puede resultarnos chocante.

No debemos extraer de esto que el modo habitual de trato con los esclavos fuera cruel, prueba de ello es la anteriormente mencionada liberación de los esclavos por los patricios y la tristeza con la que se despiden de sus antiguos amos, nos vuelve a dar prueba de ello Toner[23]:

A la mayoría de la gente, como a Augusto, aquella crueldad tan delirante le chocaba. Cuando se trataba de conseguir que trabajasen duro, los amos entendían cuán contraproducente era amedrentar a los esclavos. En su lugar, para alentarlos a trabajar productiva y voluntariamente, empleaban una variedad de incentivos que iban desde la bonificación hasta la promesa de una libertad futura. Los esclavos también eran caros, costaban el equivalente a la manutención de dos años de una familia de cuatro miembros: eran un activo cuyo valor disminuía con el maltrato del mismo modo en que disminuía su rendimiento.

Es, en definitiva, el Satiricón de Fellini, un giro rotundo a la realidad del día a día, un grito para que no olvidemos los verdaderos romanos, los romanos corrientes. Una alerta para no olvidar que la mayoría de información que nos ha llegado no es tan representativa como pensamos de ese mundo antiguo idealizado y que, como nos dice Toner[24]:” […] la alta cultura era una pequeña isla en la Antigüedad. La mayoría era analfabeta y tenía poco o ningún acceso a los ilustres textos que para nosotros representan el epítome de lo clásico.”

 


BIBLIOGRAFÍA.

Duby, Georges. Diálogo sobre la Historia. Conversaciones con Guy Lardreau. Madrid: Alianza, 1988, pp. 37-53.

Knapp, Robert C. Los olvidados de Roma. Prostitutas, forajidos, esclavos, gladiadores y gente corriente. Barcelona: Ariel, 2011, pp. 67-114.

Lane Fox, R. El mundo clásico: la epopeya de Grecia y Roma. Barcelona: Crítica, 2007, pp. 13-21.

Salvador Ventura, Francisco José. El mundo clásico en El Satiricón de Fellini. Murcia: Universidad de Murcia, Servicio de Publicaciones, 1999, pp. 447-453.

Toner, Jerry. Mundo antiguo. Madrid: Turner, 2017, pp. 9-31.

Toner, Jerry. Sesenta millones de romanos. La cultura del pueblo en la Antigua Roma. Barcelona: Crítica, 2020, pp. 179-232.



[3] Francisco José Salvador Ventura, El mundo clásico en El Satiricón de Fellini (Murcia: Universidad de Murcia, Servicio de Publicaciones, 1999), 447.

[4] Jerry Toner, Sesenta millones de romanos. La cultura del pueblo en la Antigua Roma (Barcelona: Crítica, 2020), 179.

[5] Francisco José Salvador Ventura, El mundo clásico en El Satiricón de Fellini (Murcia: Universidad de Murcia, Servicio de Publicaciones, 1999), 448.

[6] Robin Lane, El mundo clásico: la epopeya de Grecia y Roma (Barcelona: Crítica, 2007), p. 13.

[7] Ibíd., 16.

[8] Francisco José Salvador Ventura, El mundo clásico en El Satiricón de Fellini (Murcia: Universidad de Murcia, Servicio de Publicaciones, 1999), 449-450.

[9] Georges Duby, Diálogo sobre la Historia. Conversaciones con Guy Lardreau (Madrid: Alianza, 1988), 39.

[10] Jerry Toner, Mundo antiguo (Madrid: Turner, 2017), 15.

[11] Jerry Toner, Sesenta millones de romanos. La cultura del pueblo en la Antigua Roma (Barcelona: Crítica, 2020), 207.

[12] Ibíd., 208-209.

[13] Ibíd., 190.

[14] Ibíd., 202.

[15] Ibíd., 215-216.

[16] Ibíd., 225.

[17] Robert Knapp, Los olvidados de Roma. Prostitutas, forajidos, esclavos, gladiadores y gente corriente. (Barcelona: Ariel, 2011), 67.

[18] Ibíd., 68-69.

[19] Ibíd., 92.

[20] Jerry Toner, Sesenta millones de romanos. La cultura del pueblo en la Antigua Roma (Barcelona: Crítica, 2020), 206.

[21] Jerry Toner, Mundo antiguo (Madrid: Turner, 2017), 9.

[22] Ibíd., 19.

[23] Ibíd., 21-22.

[24] Ibíd., 30.

28 de diciembre de 2021

El conocimiento como hecho social y su papel en la construcción de la realidad social.


El conocimiento, como producción imperfecta de mentes imperfectas que viven en sociedad, ha estado siempre condicionado por toda clase de factores históricos, políticos y económicos, quedando muchas veces como una mera herramienta al servicio de los poderosos y en otras al servicio de las mentes más privilegiadas para la producción de las más hermosas obras. La sociología del conocimiento pretende establecer su papel, el del conocimiento, más allá de los condicionantes comentados, en la construcción social de la realidad. Ya no importa tanto si ese conocimiento es verdadero o no, le resulta más interesante profundizar en cómo se crea o que repercusiones tiene en la sociedad, y dentro de la misma, en los distintos ámbitos que la componen, por ejemplo, el mundo laboral, el mundo familiar o el religioso.

Qué mecanismos producen el conocimiento en cada uno de estos ámbitos o cómo se relacionan unos con otros son puntos más interesantes para la sociología del conocimiento, en definitiva, cual es la relación entre sociedad y conocimiento. Como comentaba antes, no se entra a valorar el hecho de que una persona religiosa pueda creer en los ángeles o en la resurrección del hijo de un Dios, eso no tiene por qué incapacitarlo, por ejemplo, para conseguir el Nobel de Física; en este momento, debe valernos con que ese conocimiento sea una realidad incuestionable para quien así lo cree y ser conscientes de que se trata de un hecho fundamental para la construcción de la realidad social.

¿Cómo afrontamos esto? ¿Desde una visión objetiva, subjetiva o intersubjetiva? Personalmente creo que no hay opción, como veremos en el breve esquema histórico que sigue, cada uno de los autores lo afronta desde el único punto de vista posible, el suyo propio, caminando en la medida de lo posible, hacia la objetividad, que es un “objetivo” muy loable, pero difícilmente alcanzable, aunque, en cualquier caso, deber ser siempre a lo que se debe tender. La tercera vía, la intersubjetividad, más en boga hoy en día, me parece una manera de justificar esa subjetividad inherente al hombre, de dejarla plasmada para nuestra tranquilidad, pero que, según mi entender, no aporta ningún valor añadido. No puedo evitar que no me transmita más que cierta inseguridad en el razonamiento que pretenda plantearse en una especie de cubrirse las espaldas.

Hagamos ahora un breve ejercicio histórico y remontémonos a los inicios de las ciencias sociales para ver cómo ha evolucionado el papel que el conocimiento ha tenido en la construcción de la realidad. Podríamos empezar con Maquiavelo, que ya en el siglo XVI, en pleno renacimiento italiano, lo pone al servicio del poder; el conocimiento no es más que un medio a utilizar sin escrúpulos para llegar al gobierno y, una vez allí, poder mantenerse a toda costa, sin producirse ningún tipo de planteamiento moral. Con Rousseau, en el siglo XVIII, parece que el conocimiento va a pasar a ser una herramienta al servicio del bien, que sirva para desenmascarar el engaño que pretende hacer que deseemos lo que se nos está imponiendo desde las esferas del poder.

Con Marx, y partiendo de su concepción del trabajo como principal actividad humana, llegamos a la conclusión de que la capacidad de conocimiento que tenemos de nosotros mismos y sobre el mundo que nos rodea está manipulada, nos viene además impuesta por los intereses económicos de una minoría privilegiada que utiliza precisamente ese trabajo, constituido en imprescindible para pertenecer a la “buena” sociedad, para de este modo chantajearnos y conseguir una paz social muy conveniente económicamente para ellos.

A pesar de no estar completamente de acuerdo con esa concepción marxista del trabajo, si lo estoy con su concepto de ideología. El control, a través de la colocación de barreras que no nos permitan alcanzar ese conocimiento, se realiza a través de ella, y me parece muy vigente; cierto es que quizás los métodos han cambiado, antes se trataba más bien de reducir y limitar el acceso a la información, hoy más bien se nos satura de ella y se definen mejor los “targets” de manera que cada uno reciba la información que espera para su plena satisfacción, en tal cantidad que le sea imposible gestionarla de forma adecuada, haciéndonos vivir en un estado de posverdad constante, ¿a cuántos podemos nombrar, por ejemplo, que se hayan negado a ver TVE1, TV3, la Sexta o 13TV?¿Cómo van a contrastar esas personas sus propias opiniones? El mensaje que permite la reflexión, la crítica y, en definitiva, el conocimiento, es muchas veces el contrario.

Friedrich Nietzsche, el otro maestro de la sospecha, no se preocupa ya por determinar la veracidad del conocimiento, como en la sociología del conocimiento moderna, ya no es el factor de mayor relevancia, en contraposición a las Ciencias Naturales y su pretensión de homogeneizar y simplificar el mundo que nos rodea y a nosotros mismos, un mundo en constante cambio que nos asusta y cuya comprensión no está a nuestro alcance. Podemos alcanzar el conocimiento, pero debe haber una mutación, un cambio radical que nos permita desligarnos de tantos siglos de engaño y vencer el miedo al abismo. El conocimiento ya no es una herramienta para comprender el mundo, sólo para interpretarlo, entendiendo esa interpretación como un mero juego de distracción o entretenimiento para la mayoría de nosotros. Para otros pocos, una restringida élite, el conocimiento se constituye en el medio para realizar la ordenación y simplificación del mundo en la manera más ventajosa para sus intereses.

Con Marx y Nietzsche dejamos atrás el siglo XIX y nos adentramos ya en lo que, ahora sí, podemos llamar la sociología del conocimiento, término acuñado por Max Scheler. Muy influido por el historicismo alemán, que concibe toda realidad como el producto de un devenir histórico. El historicismo nos indica que no es posible alcanzar el conocimiento de nosotros mismos o de la realidad que nos rodea si no es aceptando que forma parte de un proceso histórico continúo. Me atrevería a resumirlo diciendo que arrastramos una carga demasiado pesada como para pretender alcanzar el conocimiento sin tenerla en cuenta y es el conocimiento de esa carga, la Historia, lo que va a permitirnos conocer nuestra realidad actual. Scheler pretenderá huir del relativismo al que conduce el historicismo, que juzga todos los hechos en función del momento histórico en el que tienen lugar, desde una visión émica.

Karl Manheim (1893-1947), el primer gran sociólogo del conocimiento, contrapone su propia visión de la ideología a la de Marx. Para Manheim cualquier visión del mundo es pura ideología y, por tanto, ésta forma parte de la condición humana, al contrario de Marx, que la ve como una fuerza opresora que desaparecerá cuando se revele quien la sufre. De alguna manera, y desde la visión humanizada de la ideología que presenta Manheim, parece que queda normalizada, en la medida que, ahora, cada persona puede tener una propia. En este punto podría decirse que habrá unas ideologías mejores que otras, pero claro, esta valoración no es el objetivo de la sociología del conocimiento. Por supuesto, Manheim también intentará huir del relativismo al que parece conducir la producción de tantas ideologías.

Sabemos ahora alguna cosa más sobre como la sociología del conocimiento lo ha relacionado con la sociedad a través del poder, pero, ¿qué hay de esa relación en nuestra vida cotidiana? Esa es la principal novedad que nos aporta Alfred Schütz (1899-1959), que define esa vida cotidiana como el mundo real; una vez más el punto relevante no es si ese mundo cotidiano es real, lo importante es que funciona como si lo fuera. Incluso en un mundo globalizado como el nuestro, en el que pudiera parecer que los efectos externos pudieran repercutir de forma más considerable en nuestro mundo cotidiano, me parece la teoría de Schütz muy vigente, aunque quizás, podría también definirse como burbuja cotidiana, en la que esos efectos externos difícilmente provocan cambios considerables.

Como herederos directos de Schütz, llegamos a Berger y Luckmann, que nos explicarán cómo es posible que nosotros, como sociedad, seamos capaces de establecer un marco de convivencia, o lo que es lo mismo, una realidad objetiva para poder compartir. También acerca de la importantísima relevancia que tiene el lenguaje en la construcción de esa realidad objetiva aceptada en alas de la paz social. No son tanto los condicionantes genéticos o fisiológicos los que nos incitan a vivir en sociedad como las rutinas a las que tendemos como humanos. Son esas rutinas las que forman las bases para estabilizar un mundo cambiante y las convierten en realidades sociales aceptadas de forma general. El objetivo es, una vez más, estabilizar un mundo en continuo movimiento, realidad (o no) de la que el hombre parece intentar huir constantemente, le lleve a donde le lleve.  

Viendo la evolución de la sociología del conocimiento, con la enorme complejidad de sus planteamientos, puedo hacerme una idea de la inmensidad que pretende abarcar y de las enormes dificultades que debe superar, sus cimientos no son como los de las matemáticas o la física, su edificio no es, por tanto, de una estructura tan fuerte. Pero lo que da más vértigo es el pensar, desde el convencimiento, que son precisamente estas ciencias sociales, entre ellas, la sociología del conocimiento, la que debería permitirnos avanzar por el que debería ser el único camino de la humanidad, el de la búsqueda de la felicidad, sin utilizar los pretendidos atajos por los que nos están llevando las aparentemente inquebrantables ciencias naturales.

Como Kant, y en referencia a la dicotomía entre ciencias naturales y sociales, prefiero el saber al conocimiento, también la comprensión a la explicación, aunque quizás, deberíamos esforzarnos en encontrar la perfecta proporción entre estos cuatro conceptos, de momento, los segundos de cada analogía ganan por goleada.

Como punto final a este texto me gustaría incluir un demoledor aforismo de Nietzsche incluido en uno de los módulos: “Nada de lo que ha dado color a la existencia tiene todavía su Historia. ¿Existe una Historia del amor, de la lujuria, de la envidia, de la consciencia, de la piedad, de la crueldad?” No se pueden definir mejor las aparentemente inabarcables dificultades a las que se enfrenta la sociología del conocimiento.

28 de octubre de 2021

Epistemología de la Historia (breves notas para un mejor ensayo).

 


Recuerdo mi primera asignatura de historia. Empezaba, como no podía ser de otra manera, presentándonos a una gran desconocida, la epistemología de la historia, de nombre extraño y más extraño significado para la gran mayoría de historiadores positivistas, con o sin título, que rondan por los grandes medios de comunicación. Se iniciaba, a modo de perfecta y clara declaración de intenciones, con una frase del grandísimo García Márquez que decía así: La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla.

Y es que no puede negarse que, en los complejos tiempos que corren, resulta difícil no sucumbir a la tentación de creerse que el pasado es una irremediable cadena de hechos matemáticamente calculados, transmitido a través de unos mecanismos científicos irrefutables para que YO, lo único importante, esté en el preciso lugar en el que me encuentro, si se me permite la ironía.

Basándonos exclusivamente en la historiografía corremos el riesgo no solo de olvidar a quienes no pudieron participar de ella, sino también de obviar como ha calado en nosotros o, en definitiva, cómo ha sido utilizada para que cale de una manera u otra.

1 de junio de 2021

La ballena y el reactor de Langdon Winner.

 


Pudiera parecer irreverente, y me disculpo de antemano por ello, después de apenas habernos introducido en las incómodas, a la vez que apasionantes ideas del constructivismo, comenzar esta reseña aludiendo al gran humorista, actor y guionista manchego José Mota, pero es que uno empieza ya a ser consciente de que no va a poder resistirse a emprender esta breve crítica con la frase que ha estado rondando su cabeza a lo largo de toda la lectura, y es que: si hay que ir se va, pero ir pa' na' es tontería. ¿Se trata de una simple disfunción cognitiva?, ¿es una simple falta de comprensión lectora o puede tener algún tipo de relación con la obra de Langdon? Intentaré desarrollarlo más adelante. Y, en cualquier caso – advierto por adelantado – no ha de ser una excusa que despiste al incauto lector de esta reseña, de introducirse en las finísimas e influyentes reflexiones del catedrático de Humanidades y Ciencias Sociales en el Departamento de Estudios de Ciencia y Tecnología del Rensselaer Polytechnic Institute (Troy, NY, USA)[1]: “founded in 1824, is America’s first technological research university. […] Rensselaer Polytechnic Institute has long been a leader in educating men and women in vanguard technological and scientific fields. […] The Institute is has an established record of success in the transfer of technology from the laboratory to the marketplace, fulfilling its founding mission of applying science ‘to the common purposes of life.’ We usher along new discoveries and inventions that benefit humankind, protect the environment, and strengthen economic development, shaping the very way we live in the 21st century”.

¿Se puede ser crítico con la tecnología sin ser calificado por ello como poco menos que neoludita? El profesor Langdon asegura que sí, pero se pregunta además si podemos pararnos siquiera un segundo, ya no a reflexionar sobre hacia dónde vamos sino, simplemente, si nos dirigimos a un futuro mejor. Quizás hayamos llegado a convencernos de que, el del progreso, es un camino inevitable – como diría Thanos – y es que, de algún extraño modo, parece que siempre es más cómodo dejarse llevar por la idea de que algo nos arrastra, más si como es el caso, lo que nos empuja se presenta, por ejemplo, como una espléndida y maravillosa energía “barata” y “segura”. Barata y segura en más sentidos de los que nunca hasta ahora habíamos imaginado. Tal como Langdon afirma, nos hemos convertido en simples sonámbulos tecnológicos en manos de aventajados y más despiertos individuos – me atrevo aquí a presentar libremente su más provocativa teoría – que ya dieron buena cuenta de ciertas propiedades políticas muy poco evidentes de ciertos artefactos tecnológicos que, intuitivamente, solo aplicaríamos a las personas.

Partiendo de la no menos provocativa tesis de Mumford sobre las tecnologías autoritarias y democráticas, Langdon se pregunta además si, independientemente del sistema de organización elegido o impuesto, puede prescindirse de esa autoridad, más si nos dirigimos de manera aparentemente irremediable hacia la adopción y mantenimiento de ciertas tecnologías – como la energía nuclear y la bomba atómica – que llevan implícitos, insisto, de manera muy poco manifiesta, modelos de gobierno autoritarios en un contexto global, además, de recursos evidentemente finitos. Dicho esto, aunque cueste reconocer que un concepto tan simple como la limitación de esos recursos sea tan relativamente nuevo.

La pregunta es, sin duda: ¿podemos establecer límites al cambio tecnológico? Es más, ¿podemos antes decidir qué tipo de sociedad queremos y no aceptar acríticamente cualquier cambio tecnológico como inexorable? O, dicho de otro modo, si hay que adoptar una nueva y fantástica tecnología que va a cambiarnos la vida – otra vez – a mejor, para luego ir (ya no tan) sorpresivamente, a peor, pues se hace, pero hacerlo pa’ na’ – sin reflexionar antes – pues es tontería. Si podemos realizar esta reflexión a priori, Langdon nos invita a realiza una completa inversión en el razonamiento y preguntarnos qué clase de tecnología es compatible con el mundo al que queremos aspirar.

A través del concepto de tecnología apropiada, Langdon nos pone frente a un espejo y se pregunta si esa sonrisa llena de orgullo que se nos esboza en la cara, cuando oímos hablar de la conquista Marte, no debería tornarse en mueca de dolor al pensar en los recursos que estamos malgastando teniendo en cuenta, por ejemplo, que cada día mueren por desnutrición casi 8.000 niños[2]. Este libro es, en definitiva, una invitación a reflexionar sobre dónde estamos invirtiendo nuestras capacidades y esfuerzos, una llamada de atención sobre el hecho de que, quizás, estemos caminando en la dirección incorrecta para con nuestros coetáneos e hipotecando el futuro de las próximas generaciones.

La solución debería ser, sin duda, recuperar los valores, que es lo que uno correría el riesgo de acabar pensando de manera aparentemente lógica; pero sólo – según Langdon y el menos común de los sentidos – si conseguimos evitar que el hablar de valores se convierta en otro eufemismo que nos impida debatir sobre problemas como la justicia social o el abuso de poder. 

En definitiva, Langdon nos plantea, desde un punto de vista accesible y ameno, muchas preguntas, además de ofrecernos algunas valiosísimas respuestas y dejarnos una puerta abierta a otro enfoque sobre la relación entre sociedad y tecnología. Huyendo de un lenguaje académico tantas veces críptico, nuestro investigador hace accesible para el más común de los lectores una nueva visión de la tecnología que, a fuerza de tornarla tan evidente, sorprende por no haberla descubierto antes. Pero no confunda el lector la apariencia de lo evidente con la dificultad en alcanzarla, pues son muchas las distracciones y las fuerzas en acción. Le invito, estimado amigo, a que se acerque a Langdon con la mente abierta, descubrirá que una ballena y un reactor nuclear pueden establecer una relación tan íntima que permita descubrir otros vínculos mucho más complejos.    



[1] Enlace. [Consulta: 8 de mayo de 2021]

[2] Enlace. [Consulta: 10 de mayo de 2021]