Recuerdo cuando fui a ver a mi Señor a su castillo, me dijo que no podía hacer
nada por mí, que mi padre ya era porquero al servicio de su padre, y que mi
abuelo fue porquero al servicio de su abuelo, que así había sido siempre y que
siempre sería así, tal era la voluntad de Dios y ningún hombre podía hacer nada
para cambiarla. Pero yo sufría, y mis hijos morían de hambre a causa de lo mala
que había sido la cosecha ese año. ¡Qué podía hacer! Era imposible alimentar a
mis cerdos aunque trabajaba sin descanso de sol a sol. Mi párroco decía que
habíamos hecho algo malo, por lo que siempre me sentí culpable, y que todo lo
que debíamos saber estaba en ese libro que siempre levantaba orgullosamente y
con el que parecía querer golpearnos continuamente, pero yo tampoco entendía demasiado
bien sus largos sermones, solo recuerdo el miedo que sentía desde pequeño al
entrar en la penumbra de la casa de Dios, con esas extrañas pinturas en las
paredes, que parecían escrutarme el alma.
Sudaba sangre para pagar los diezmos, e iba a la iglesia tal como se me
exigía, pero nunca entendí el porqué de los castigos que nos enviaba nuestro
Señor. Sabía que el fin de los tiempos estaba cerca, de eso no tenía la menor
duda por la vehemencia con la que lo anunciaban, y me esforzaba por seguir el
camino correcto, sino fuera por el convencimiento de la felicidad que me espera
ahora, al final de todo este sufrimiento, no sé cómo lo hubiera resistido. Hoy,
por fin, el sol ha dado para mí su última vuelta, y no deja de ser curioso
verme aquí, desangrándome lentamente debajo de este maldito carro, sin
posibilidad de recibir ayuda, cuando todo lo vivido, toda la dureza de mi
existencia, cobra más sentido si cabe, ya que voy a reunirme por fin con mi
Creador. Pero… un momento… ¡no voy a poder recibir confesión!, maldita sea mi
hora… espero que mi Creador no sea tan desgraciado como el párroco que me ha
obligado a hacer este viaje…