“He visto nacer y expandirse ante mis propios ojos las grandes ideologías de masas:
el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y,
sobre todo, la peor de todas las pestes: el nacionalismo,
que envenena la flor de nuestra cultura europea.”
S. Zweig, El mundo de ayer.
El autor del texto
alrededor del cual va a girar este trabajo es Sir Christopher A. Bayly, nacido
en Tunbridge Wells, Reino Unido, en el año 1945, se doctoró en Filosofía por la
Universidad de Oxford en el año 1970, siendo profesor de Historia Imperial y
Naval en la Universidad de Cambridge desde 1992 hasta 2013. Falleció en abril
de 2015 a la edad de 69 años. El
nacimiento del mundo moderno, del cual se ha extraído el fragmento que
servirá de guía para el breve viaje que emprenderemos a través de los orígenes
y las diferentes teorías del nacionalismo, nos habla de cómo ha cambiado la
visión que tenemos actualmente de uno de los periodos más críticos e
influyentes para nuestro mundo contemporáneo: su nacimiento; alejando su centro
de la habitual visión euro centrista.
La tesis inicial de
Bayly es precisamente esa, la necesidad de alejarnos de nuestra propia
concepción: Europa no es la madre de la nación. Ésta llegó a Europa tras
aparecer en Asia, África y las Américas siguiendo el proceso de una
globalización emergente que luchaba precisamente contra las fronteras que las
propias naciones estaban creando.
Nos desplazaremos
desde una visión más romántica (o cultural), en tiempos más cercanos al
nacimiento de los
estados nación, a una mirada más pragmática, donde el nacionalismo vendría a
dar la legitimidad frente al pueblo que el poder divino otorgaba a la antigua
aristocracia; legitimidad necesaria para mantener las nuevas formas de gobierno
establecidas después de las revoluciones liberales y que iban a permitir a las
nuevas élites herederas del poder por derecho de sangre, mantener una cohesión
que permitiera el gobierno efectivo que condicionara de forma positiva el marco económico ideal
para su desarrollo.
Antes
de nada, ¿cabe preguntarse qué es una nación?
Parecería lógico que
en un texto dedicado al nacionalismo, una de las primeras preguntas que nos
hiciéramos fuera, efectivamente, ¿qué es una nación?, pero es precisamente en
este punto donde nos encontramos ante la primera dificultad. Por supuesto,
existen múltiples definiciones, pero
cuanto menos, merece la pena preguntarse si deberíamos invertir demasiados
esfuerzos en tratar de definir a priori un concepto tan relativamente
novedoso y escurridizo como el de nación, al que podrían aspirar, con más o
menos legitimidad, un número casi infinito de comunidades.
La nación que
conocemos, la real, solo se define a posteriori y a conveniencia de quien la ha
creado; como nos dice Hobsbawm, la idea
de nación solo existe en la cabeza de los nacionalistas,
y añado, se esgrime también no con menos nivel de interés. En cualquier caso,
parece lógico establecer un punto de partida, y pudiendo elegir, me quedo como
concepto de nación el que la define como “cualquier
conjunto de personas suficientemente nutrido cuyos miembros consideren que
pertenecen a una nación”. O como
diría Ernest Renan a propósito de quien atribuye causas culturales como la
lingüística al nacimiento de las naciones: “hay en el hombre algo superior (…):
la voluntad”.
Pero hay que reconocer que
se trata de una definición tremendamente ingenua, que podría considerarse
subversiva desde un punto de vista nacionalista real. En
definitiva, mi opinión es que solo tendría sentido tratar de definir una
nación, a priori, cuando nuestra intención es solo teorizar alrededor del nacionalismo, sin defenderlo ni contravenirlo.
Cualquier intento de
definición estricta y cerrada de nación podría entrar en conflicto con las
definiciones utilizadas por naciones ya creadas o que se encuentren en ciernes.
Dada la enorme diversidad de procesos y argumentos que han dado lugar a la
formación de naciones, algunos de ellos con aspectos en común, sí, pero con complejidades que hacen imposible la homogenización y la simplificación previa,
me parecería cuanto menos interesado, pretender establecer una definición que
pudiera vetar, de salida, el surgimiento de nuevas naciones. Ernest Renan vuelve
a expresarlo perfectamente cuando se pregunta porque Holanda es una nación, mientras que Hannover o el Gran Ducado de
Parma no lo son, o cómo Suiza, que tiene tres lenguas, dos religiones y tres o
cuatro razas, es una nación, mientras la Toscana, por ejemplo, que es tan
homogénea, no lo es.
¿Se sabe quién tiene la llave de la caja de las naciones? Hablaremos de ello
más adelante, aunque quien quiera saber mi opinión de antemano ya puede seguir la siguiente
referencia.
Cronología
en Europa.
Nos encontramos en la
época de las Revoluciones Liberales, que va de 1815 a 1848, el nacionalismo
surge con las primeras resistencias a las invasiones napoleónicas; los
diferentes gobiernos europeos, temerosos del expansionismo francés, no quieren
volver a sufrir agresiones externas y, tras el Congreso de Viena, crean
un nuevo mapa de Europa que permita restaurar la legitimidad de los respectivos
soberanos y establezca un equilibrio que lleve a una estabilidad duradera para
una forma de gobierno que se tambaleó de forma más que considerable a raíz de
la Revolución Francesa de 1789. La nueva configuración de fronteras surgida de
Viena, que no tuvo en cuenta las aspiraciones nacionales de muchos territorios
y comunidades, se mantendría prácticamente inalterable hasta el final de la
Primera Guerra Mundial y fue, de hecho, uno de sus principales detonantes.
A pesar de que las
revoluciones nacionales de 1848 acabaron en fracaso para la mayoría de movimientos nacionalistas que habían quedado al margen de las nuevas fronteras fijadas, muchos de ellos lograron sobrevivir gracias a su adaptación a la nueva vida
política, incluyendo sus reivindicaciones en los cauces preestablecidos y
tolerados por los respectivos gobiernos. Ahora ya no era necesario ser
revolucionario para ser nacionalista, buen ejemplo de ello lo encontramos en
los casos de Alemania e Italia, cuyas naciones fueron creadas desde movimientos
conservadores. Las élites burguesas se dan cuenta de que no pueden obviar los
movimientos nacionalistas heredados de los errores del Congreso de Viena de
1815 y de que se exponen a un nuevo cambio de régimen si no los corrigen.
Atenderán esos sentimientos nacionalistas desde la diplomacia, las alianzas y
las guerras, que a su vez, les permitirán orientarlos a su conveniencia y
encauzarlos para mejor adaptación a sus intereses.
A partir de 1870 y
hasta el inicio de la Primera Guerra Mundial se ponen sobre la mesa nuevos
movimientos nacionalistas en el marco de naciones sin estado que parecen no
amenazar ya los planes de la burguesía predominante. La nación se entiende en
términos culturales, es decir, como fruto de unas características lingüísticas,
religiosas y étnicas comunes. Se trata de un periodo en el que el nuevo
estado-nación coge fuerza, donde se exalta el patriotismo que se alimenta de
ese nuevo sentimiento nacional. Se incrementan las atribuciones del estado,
para lo que debe crearse una administración que las gestione. Se toma
conciencia de la importancia de la educación como papel primordial en la
creación de esa conciencia nacional, así como del servicio militar, que exaltará
la defensa de esa nueva nación frente a agresiones internas o externas; además de los
medios de comunicación, cuyo control será cada vez más y más importante para crear la corriente de opinión necesaria. El objetivo
parece claro, obtener el control por medios más sutiles que los utilizados por
el antiguo régimen, lograr una cohesión social que permitirá mantener y
reforzar la recién creada nación.
Teorías
del nacionalismo.
Alejados ya, la
mayoría de historiadores modernos, de las viejas teorías con las que los
pensadores del s. XIX argumentaban el nacimiento de las nuevas naciones alrededor
de la idea de antiguas comunidades unidas por la misma lengua, religión y
cultura, se puede afirmar que la tendencia historiográfica actual va más en la
línea de reconocer que se trató de un surgimiento un poco más “cocinado”. El
debate actual gira entorno a como las élites dirigentes inventaron,
construyeron o fomentaron esas nuevas naciones.
Ernest Gellner, en
los año ochenta del siglo anterior, establecía una clara relación entre el
nacionalismo y la industrialización / urbanización. Postula un nacionalismo
convertido en el brazo político del capitalismo, necesitado de estabilidad para
poder abarcar todas las posibilidades que las nuevas herramientas tecnológicas y procesos
industriales habían puesto a su disposición. El descomunal incremento de la
población urbana, que huía del campo en búsqueda de unas mejores condiciones de
vida acudiendo a la llamada de esas descomunales nuevas industrias que
requerían de un número incesante de obreros, provocaba los primeros roces entre
diferentes comunidades, algunas de ellas llegadas de muy lejos, alentando en los oriundos un
sentimiento de protección de lo que se consideraba propio. El punto débil de la
teoría de Gellner es no ser capaz de explicar cómo surgieron esos mismos
nacionalismos en sociedades con un nivel de industrialización muy inferior a
las del centro y este de Europa.
Más adelante, con
Hobsbawm, pasamos de un concepto de nación fruto de las necesidades del
capitalismo, a la intervención de un nuevo miembro activo: se presenta al
Estado como constructor del nacionalismo, no como una consecuencia derivada de
su nacimiento. En ningún caso se establece que el Estado lo crea de la nada, es
importante volver a remarcar en este punto, tal como se indica en la referencia
10, que ninguna de estas teorías puede explicar por si sola la aparición del
nacionalismo, por lo que la teoría de Gellner podría seguir teniendo su valor en
la formación de las condiciones ideales que iban a llevar al Estado, una vez
más encarnado en las élites burguesas, a poder actuar en la formación de las
naciones.
Se debía reaccionar
ante un socialismo cada vez más activo que se estaba constituyendo en una
amenaza que se iba haciendo más y más real para los nuevos líderes: la clase obrera se estaba
organizando y su unión podía verse como una amenaza para el nuevo estado de las
cosas. El pueblo, fruto de su alianza para derrocar a la aristocracia, había
delegado en sus gobernantes la capacidad para organizar una administración
pública cada vez más compleja, que fácilmente podía dejar de estar al servicio
del pueblo para rendir honores a la mano que le pagaba. Se habían otorgado al
Estado enormes poderes que le permitían dirigir la educación, se habían creado
sistemas policiales y se le había dotado nada menos que del monopolio de la
violencia.
La creación del servicio militar, en pos de una seguridad fingida, fomentó
también ese sentimiento de pertenencia a la nueva nación; hasta tal punto llegó a ser fuerte con el tiempo el sentimiento nacionalista en este sentido, que todos los sindicatos y partidos comunistas de los países en liza hubieron de renunciar a su amenaza de ir a la huelga, y parar la industria bélica, si se iniciaba la Gran Guerra, por miedo a ser acusados de traidores o antipatriotas. Fueron estos los
principales elementos utilizados por el Estado para generar una cohesión y un
control sobre quien había renunciado a sus intereses individuales por el bien
común. Fue esa soberanía, cedida esta vez voluntariamente por el pueblo, la que
fue utilizada para la creación del nacionalismo que venía a reforzar la nueva
élite gobernante.
Benedict Anderson,
desde un punto de vista más humano, pero sumándose a la teoría de Hobsbawm, le
daba una gran importancia a la imaginación y a la capacidad del hombre de
generar un sentimiento de pertenencia a algo que esté por encima de él y que le
proporcione seguridad. Según Anderson, las enormes posibilidades ofrecidas por
los nuevos medios de comunicación, fueron aprovechadas por el capitalismo para
fomentar un sentimiento artificial de unidad, primero en las élites y después
en el pueblo. Esta teoría vendría a rellenar el hueco de aquellas reclamaciones
nacionales que no habían sido expuestas al capitalismo, ni a la urbanización,
ni a un Estado imbuido de los mayores poderes por su propio pueblo, por
ejemplo, en la Indonesia holandesa.
Bayly nos remarca
finalmente la importancia del conflicto bélico, que según él no ha sido lo
suficientemente resaltada en las principales teorías que nos hablan del
surgimiento de los nacionalismos. Se refiere a conflictos entre diferentes
estados, pero también entre miembros de un mismo estado. Todos estos
conflictos, que venían a alimentar el sentimiento nacionalista de unos y otros
nos hablan de cómo cada concepto propio puede definirse también, tal como nos
indica el profesor Pagès, a
partir de su contrario, de cómo el nacionalismo se alimenta y crece a partir
otros nacionalismos que se consideran antagónicos y amenazantes; este concepto
me parece fundamental para entender el nacimiento y desarrollo del
nacionalismo.
Dos de las
conclusiones que deberíamos sacar de la exposición de todas estas teorías es
que cada surgimiento de una nación y cada cuestión planteada por el
nacionalismo debe ser analizada en su propio contexto histórico, huyendo además
de grandes teorías que pretendan unificar y uniformizar.
¿Podemos
clasificar los nacionalismos?
A pesar de los
poderosos actores que impulsaron el sentimiento nacionalista, utilizando las
herramientas anteriormente mencionadas, debemos tener presente que el
nacionalismo que se entiende actualmente tiene muy poco que ver con ese
sentimiento incipiente que ya se encontraba presente en las almas de los
ciudadanos antes de su inflamación por parte de las élites gobernantes. Bayly
nos muestra un caso muy representativo de la idea que pretende transmitir, y es
que los nacionalistas irlandeses de finales del s. XIX no reivindicaban la creación
de un nuevo estado-nación para ellos, de hecho, miles de ellos lucharon en las
filas británicas durante la Primera y la Segunda Guerra Mundial. No cabe duda
de que el sentimiento nacionalista ya se encontraba presente, pero no como lo
entendemos hoy en día, donde ese sentir nacionalista va íntimamente ligado a la
creación de su correspondiente nación.
El autor no se
resiste tampoco a clasificar el nacionalismo y nos ofrece una escala en la que
solo determina los dos extremos, en uno coloca a los nacionalismos surgidos del
viejo patriotismo, lo que
vendría a ser el nacionalismo cultural comentado anteriormente, en el otro, los
creados artificialmente por el Estado. Entre
estos dos extremos se abre una amalgama casi infinita de posibilidades, donde
entiendo que podría tener cabida cualquier reivindicación realizada por un
grupo de gente lo suficientemente grande y desde una argumentación razonable.
Habiendo llegado por
cualquiera de estas dos vías o por cualquiera de las situadas entre ambos extremos,
la realidad es que actualmente el poder es efectivamente ejercido por el
Estado. En cualquier caso, y ante este tipo de reivindicaciones nacionalistas,
que siempre vienen a enfrentarse con la situación actual de las fronteras y con
el deber inherente al Estado de mantenerlas, deberá esperarse siempre el
reforzamiento del sentimiento nacionalista en ambas partes, con el consiguiente
peligro y mayor riesgo para el más débil.
Al final, tras las
revoluciones de 1848, pusimos en las manos de los nuevos gobernantes, una vez
más con confianza e ingenuidad, un sentimiento nacionalista que pretendía
cambiar el estado de las cosas, no unos tiranos por otros. Lograron girar la
tortilla, y utilizar ese sentimiento emergente de pertenencia a un grupo con
afinidades comunes para perpetuarse y perpetuar la clase elitista a la que
verdaderamente representan, tal como se había hecho antes a través de la
sangre, pero ahora era más una cuestión económica y materialista.
Conclusiones.
Nacionalismo come nacionalismo.
El importante papel que tuvo el nacionalismo, para bien y para mal, en la creación de nuestros
estados-nación se ha visto relegado en nuestros días, según mi opinión, a un
lugar común para las élites dirigentes, al que acudir cuando se quiere desviar
la atención sobre los temas que no pueden resolver. El nacionalismo apela a los
sentimientos más primarios del hombre, lo acerca a su manada, a la seguridad de
su rebaño (en el sentido más positivo de pertenencia a una comunidad) que le
protege con intereses comunes, pero donde también se siente más cómodo si
alguien le dicta las consignas, prefiriéndolo en general antes que tener que enfrentarse a
las propias dudas.
No quisiera poner
todos los nacionalismos al mismo nivel, ni establecer unos nacionalismos malos
y unos nacionalismos buenos, de lo que se trataría es de entender que ya
cumplieron con su función principal, y que deben pasar a un segundo plano que
permita afrontar los verdaderos problemas que nos acucian. Por decirlo
de otra manera, no creo que exista en ninguna región del mundo ninguna fórmula
mágica que otorgue a ningún gobernante la capacidad de no corromperse y que le
permita velar únicamente por el interés común; aceptando esto como parte
intrínseca de la naturaleza humana deberíamos, cuanto menos, dudar de cualquiera
que acuda a razonamientos nacionalistas.
Lo curioso del tema
es que, en general, el nacionalista de hoy en día, ni sabe que lo es, ni se
reconoce como tal, solo es capaz de contemplarlo en su contrario. De tal manera
ha sido implantado en nosotros ese nacionalismo que ni siquiera somos capaces
de reconocerlo en nosotros mismos, solo en la persona que tenemos enfrente. La juventud del
nacionalismo es tanta que sorprende. ¿Es bueno? como todo, con mesura, sin que
se vuelva contra nosotros, sin que sea el centro de nuestra existencia, sin que
nos divida un sentimiento de pertenencia o aspiración a no se sabe qué
exactamente o presentado como solución magistral a todos los problemas. Parece como si después de la caída del Antiguo Régimen todavía estuviéramos anhelantes de algo más grande que los propios gobernantes, y lo que antes emanaba del poder divino y quedaba íntimamente asociado al gobierno, ahora se hubiera transfigurado en nacionalismo.
Nunca nos basta solo
con el hombre: el Presidente, el Primer Ministro, el Premier, el Canciller… A
falta de un dios que viniera a confirmarnos que la elección había sido
correcta, debía formalizarse algo superior a ellos, pero esta vez, en vez de
venir de arriba, se pretendía que viniera de abajo, del pueblo; pero en
definitiva es algo demasiado abstracto, ¿qué es el bien común?, ¿quién lo
determina?, ¿cómo lo transmitimos? Preguntas complejas planteadas en la Ilustración y a las que vagamente respondimos,
en gran parte, con el nacionalismo.
Pío Baroja decía que
el nacionalismo se cura viajando,
expresión que forma parte ya del acervo popular. Qué más decir de algo que ya muchos
hemos aceptado como una enfermedad a la que se debe buscar remedio.
BIBLIOGRAFÍA.
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HOBSBAWM, Eric J.- La invención de la tradición, Barcelona, Crítica, 2002.
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FIGUEROLA, Jordi. L’imperialisme. Material didàctic de la UOC.
RENANT, Ernest - ¿Qué es una nación? [Conferencia dictada en la Sorbona, París, 11 de marzo de
1882
Artículo: “El nacimiento del mundo moderno”. Revista EL CULTURAL, edición digital. RUIS, Octavio.
Septiembre de 2010.