“Resumo,
señores: el hombre no es esclavo ni de su raza, ni de su lengua, ni de su
religión, ni
de los cursos de los ríos, ni de la dirección de las cadenas de montañas.
Una gran
agregación de hombres, sana de espíritu y cálida de corazón,
crea una
conciencia moral que se llama una nación.”
Ernest Renan[1]
Nos
dice Yuval Noah Harari, en su best seller Sapiens (De animales a dioses)[2], a
propósito del nacionalismo, que no se trata de una mentira, que simplemente es
imaginación. Me encanta esta brevísima definición porque, de alguna manera, absuelve
a los hombres y mujeres del sentimiento de culpa por la mentira, tan asociado a
nuestra cultura judeo-cristiana, y además, porque también tiene en
consideración ese sentimiento de necesidad de amparo por algo superior como
algo inherente al alma humana. Ya a finales del siglo XVIII, fruto del pensamiento
ilustrado, creímos ser capaces de liberarnos de ese amparo, tan útil en los
siglos anteriores para mantener sano el espíritu y ofrecer el consuelo, el
conocimiento y la atención que ni la ciencia ni los gobernantes habían podido
ofrecer hasta ese momento. Desde nuestra nueva visión positivista, habíamos
tenido éxito en nuestra búsqueda de Dios y lo habíamos encontrado en nosotros
mismos[3],
aunque quizás demasiado pronto, lo que rápidamente puso en evidencia la necesidad
de encontrar un nuevo asidero que permitiera legitimar el poder. Quizás fruto
de la falta de confianza en el hombre como individuo, ese poder ya no podía
proceder nunca más de arriba pero, aun así, debía emanar de algo que lo
superara, aunque esta vez el origen sería distinto, vendría de abajo.
La idea
de la necesidad de legitimación de la monarquía por parte del poder divino,
representado en la Europa continental por la Iglesia católica, no es nueva, por
supuesto, ha sido descrita por numerosos autores, entre ellos B. Anderson
(1936-2015), que en referencia a la nación nos dice[4]:” S’imagina
com a sobirana perquè el concepte va nàixer en una època en què la Il·lustració
i la Revolució estaven destrossant la legitimitat del reialme per voluntat de
Déu, jeràrquic i dinàstic”.
Pienso
que un buen ejemplo de esa necesidad de legitimación frente al pueblo podría
ser la coronación de Napoleón como emperador de los franceses en 1804: tan solo
15 años después de la Revolución Francesa. El golpe de Estado de 18 Brumario y
el establecimiento del Consulado (1799-1804), bajo cierta apariencia
democrática, no pareció suficiente para mantener su posición en Francia y
proseguir con sus ideas expansionistas, acudiendo nuevamente al poder religioso,
como lo demuestra la presencia del papa
Pío VII en su coronación.
En
cualquier caso, y volviendo a Harari, parece como si el historiador israelí
bebiera de las fuentes de Anderson en su concepción de las comunidades
imaginadas, y ambos de las fuentes del materialismo histórico. Habiendo
introducido ya a uno de los autores que va a guiarnos en este basto mundo del estudio
del nacionalismo, sólo me queda presentar al profesor E. Hobsbawm (1917-2012),
de la misma corriente marxista que los dos autores anteriores.
Tanto
Anderson como Hobsbawm coinciden en la modernidad del concepto de nación pero,
¿es posible establecer una fecha? Anderson es poco específico en cuanto a la
datación de su nacimiento y nos habla de finales del s. XVIII[5],
Hobsbawm, en cambio, afina un poco más y lo establece más adelante en el
tiempo, de forma aproximada, en 1830[6],
desligándola completamente del año concreto de la Revolución francesa de 1789
que, visto desde un punto de vista romántico, quizás cuadraría mucho mejor.
Pero,
¿qué es una nación? Ambos coinciden en la dificultad de definir el concepto. Para
Anderson es, ante todo, un artefacto cultural[7],
idea de la cual no anda Hobsbawm muy alejado cuando sitúa la idea de nación
únicamente[8]:”
en la cabeza de los nacionalistas”. No cabe duda, sea posible o no su
definición, de que se trata de un concepto poderoso y con una extraordinaria capacidad
de movilizar, tanto en sentido positivo como negativo, a los millones de
personas que nos encontramos bajo su influencia, nos guste o no. Es por ese
motivo que Anderson se pregunta[9]:” per què
els individus estan disposats a morir per aquestes invencions?”. Por mi parte sólo cabría añadir por
qué están dispuestos también a matar, aunque su carácter esté ya implícito en
la cita.
Tratando
de saltar el obstáculo, Anderson hace su aportación en el intento de definición
del concepto de nación:
Seguint un esperit antropològic, per tant, propose la definició següent de
nació: una comunitat política imaginada com a inherentment limitada i sobirana. Es imaginada perquè ni els membres de la nació més petita mai no arribaran
a conèixer la major part de la resta dels seus compatriotes [...] tanmateix, en
la ment de cada un viu la imatge de la seva comunió.
(Benedict Anderson, “Comunitats imaginades”. Afers, 2005)
Especifica
más adelante Anderson que el concepto de soberanía del que habla la cita
anterior nace de la ruptura con el poder monárquico y el poder divino al que estaba
ligada en la época. Hoy en día, una vez esta antigua fractura ha sido ya consolidada, el término
soberanía vendría a definir, en mi opinión, el deseo de ruptura con el poder
político (democrático o no) que impide a una nación constituirse en estado.
Anderson
da un papel clave, en la creación de la conciencia nacional, a lo que él
denomina capitalismo de imprenta. Siguiendo
la escuela marxista, enfoca la industria editorial como una herramienta al
servicio de las nuevas comunidades imaginadas, con sus diferentes lenguas
vernáculas, frente a la antigua comunidad imaginada: la cristiandad[10].
Cierto es que Anderson nos explica que esta nueva industria tuvo que salvar el
obstáculo de la enorme cantidad de lenguas vernáculas existentes, cuyo
conocimiento era ahora clave para acceder al poder, pero con el latín no
hubiera podido acceder a los lectores en masa, ya que esta lengua era solo
accesible para una élite muy reducida y dado que las lenguas vernáculas eran
mayoritariamente utilizadas y transmitidas de forma oral. La incipiente idea de
nación, junto con una enorme capacidad de producción editorial favorecía la
unificación de estas lenguas vernáculas:
Res millor per «ajuntar» llengües vernaculars relacionades que el
capitalisme, el qual, dins dels límits imposats per les gramàtiques i les
sintaxis, va crear llenguatges impresos mecànicament reproduïts capaços de ser
disseminats pel mercat. Aquestes llengües impreses van assentar les bases de la consciència
nacional [...].
(Benedict Anderson, “Comunitats imaginades”. Afers, 2005)
Anderson
no niega un interés previo de la población por el tema del nacionalismo[11]:”
[…] cercaven sobretot aquelles obres
que despertaven l’interès del nombre més gran possible de contemporanis”, pero le otorga a la imprenta
y a su capacidad de producción una importancia capital, aunque no menor que la
que le concede al sentimiento que por su lengua vernácula tenían sus propios
hablantes:
[…] aquelles llengües que per als seus parlants eren (i son) la pedra
angular de les seus existències, era immensa; tan immensa, de fet, que si el
capitalisme imprès hagués hagut d’explotar cada mercat vernacle oral en
potència s’hauria quedat en un capitalisme d’unes dimensions insignificants.
(Benedict Anderson, “Comunitats imaginades”. Afers, 2005)
Le
otorga a la lengua nada menos que la categoría de piedra angular. No quiero
quitarle ni un ápice de la importancia que la lengua puede tener para un
pueblo, pero no me atrevería a darle este grado de trascendencia. En este
sentido, me inclino más por la opinión de Hobsbawm, que entiende la lengua como
una herramienta al servicio de la política, en el sentido en que ésta queda
ligada irremediablemente a la idea de nación. Al igual que el interés por la
nación es explotado por el capitalismo de imprenta de Anderson, la lengua es,
según Hobsbawm, un instrumento al servicio del nacionalismo:
Porque,
contrariamente a lo que afirma el mito nacionalista, la lengua de un pueblo no
es la base de la conciencia nacional, sino, citando a Einar Haugen, un
«artefacto cultural».
(Eric
Hobsbawm, “Naciones y nacionalismo desde 1780”. Crítica, 1998)
Nos
volvemos a encontrar con el concepto «artefacto
cultural». En este punto, si se me permite la licencia, todo se me aparece como
un artefacto cultural, tanto la nación, como la lengua como instrumento al
servicio de la idea de nación, lo que me permite, una vez más, darme cuenta de
lo poderosas que pueden ser las ideas; qué lástima no ser capaces de utilizar
semejante instrumento para un bien común, pongamos por ejemplo, la erradicación
del hambre en el mundo[12],
pero esa es otra historia que nada tiene que ver con el nacionalismo, ¿o sí?
Estemos
o no de acuerdo, la lengua se ha convertido actualmente en uno de los pilares
básicos de muchas de las naciones que aspiran a constituirse en Estado. Me
pregunto porque es necesario remontarse siglos y siglos atrás en el tiempo para
reforzar esa idea. Me parece suficiente argumento el amor que un pueblo pueda
sentir por su lengua en este preciso momento, sin que sea necesario argumentar
que ya fuera hablada hace cientos o miles de años. Claro que este mismo
argumento podría utilizarse con la idea de nación, en mi opinión, de forma
igualmente válida. Por supuesto, no negare la ingenuidad de pensar que sea
suficiente con la voluntad, pero si se me permite, sólo quería dejar constancia
de la misma. Sin embargo, Hobsbawm relativiza enormemente la importancia de la
lengua en movimientos nacionalistas como el catalanismo en su camino a su
constitución en Estado:
Tampoco el
catalanismo como movimiento (conservador) cultural y lingüístico se remonta más
allá del decenio de 1850 y la fiesta dels Jocs Florals (análogos a los Eisteddfodau galeses) no se resucitó
antes de 1859. La lengua misma no se estandarizó eficazmente hasta el siglo XX,
y el regionalismo catalán no se interesó por la cuestión lingüística hasta
mediados del decenio de 1880 o más tarde.
(Eric
Hobsbawm, “Naciones y nacionalismo desde 1780”. Crítica, 1998)
Otro
de los puntos en los que no estoy en desacuerdo con Anderson, y su visión
romántica del nacionalismo, es en la desvinculación que hace del mismo y
sentimientos como el racismo:
En una època en què és tan comú que els intel·lectuals progressistes,
cosmopolites (sobretot a Europa?) insistesquen en el caràcter gairebé patològic
del nacionalisme, el seu fonament en el temor i l’odi als altres, i les seues afinitats
amb el racisme, convindrà recordar que les nacions inspiren amor, i sovint un
amor profundament abnegat.
(Benedict Anderson, “Comunitats imaginades”. Afers, 2005)
Como
Hobsbawm, veo claro vínculos entre el racismo y el nacionalismo:
Además, hay
una analogía evidente entre la insistencia de los racistas en la importancia de
la pureza social y los horrores de la mezcla de razas y la insistencia de
tantas […] formas de nacionalismo lingüístico en la necesidad de purificar la
lengua nacional de elementos extranjeros.
(Eric
Hobsbawm, “Naciones y nacionalismo desde 1780”. Crítica, 1998)
No
quisiera que pareciera que critico el romanticismo de Anderson, un romántico
nunca lo haría, pero sí la prevalencia de la cantidad sobre la calidad. Desde
un punto de vista positivo, puedo aceptar el mejor de los sentimientos de
cualquier nacionalista y su esperanza en un futuro mejor para su comunidad.
Incluso puedo llegar a aceptar que se trate de una inmensa mayoría de ellos,
pero no las consecuencias que ha tenido a lo largo de nuestra historia reciente.
Sin pretender achacarlo exclusivamente a causas nacionalistas, baste recordar
los estragos de la Primera y Segunda Guerra Mundial, que me dan pie a
despedirme con una cita del gran Stefan Zweig[13]:”
He visto nacer y expandirse ante mis
propios ojos las grandes ideologías de masas: el fascismo en Italia, el
nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y, sobre todo, la peor
de todas las pestes: el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura
europea.”
[1] Conferencia dictada en la Sorbona, París, el 11 de marzo de 1882. Ed.
digital: Franco Savarino, 2004
[2] Yuval Harari, Sapiens (De animales a dioses), pág. 446, ePub.
[3] JAESCHKE, W. «La
consciència de la modernitat». Web del Profesor Alcoberro en
la que se expone, a propósito de Hegel, el sentimiento imperante en la sociedad
de la época de las revoluciones de 1789 y 1830: “Dios a muerto”.
[4] Benedict Anderson, Comunitats
imaginades (Valencia: Editorial Afers, 2005), 25.
[5] Benedict Anderson, Comunitats
imaginades (Valencia: Editorial Afers, 2005), 22.
[6] Eric Hobsbawm, Naciones y nacionalismo desde 1780 (Barcelona: Crítica,
1998), 27.
[7] Benedict Anderson, Comunitats
imaginades (Valencia: Editorial Afers, 2005), 22.
[8] Eric Hobsbawm, Naciones y nacionalismo desde 1780 (Barcelona: Crítica,
1998), 17.
[9] Benedict Anderson, Comunitats
imaginades (Valencia: Editorial Afers, 2005), 165.
[10] Benedict Anderson, Comunitats
imaginades (Valencia: Editorial Afers, 2005), 62.
[11] Benedict Anderson, Comunitats
imaginades (Valencia: Editorial Afers, 2005), 58.
[12] Según ACNUR, 8.500 niños mueren cada día de desnutrición. https://eacnur.org/blog/cuantos-ninos-mueren-de-hambre-al-dia-tc_alt45664n_o_pstn_o_pst/
[13] Stefan Zweig, El mundo de ayer (Barcelona: Acantilado, 2011), Kindle, Pos
52.
BIBLIOGRAFIA.
Benedict Anderson. Comunitats imaginades: Reflexions sobre l'origen i la propagació del nacionalisme. Valencia: Editorial Afers, 2005.
Emil Ludwig. Napoleón. Madrid: Juventud, 2003.
Eric Hobsbawm. Naciones y nacionalismo desde 1780. Barcelona: Crítica, 1998.
Hermann Kinder, Werner Hilgemann, and Manfred Hergt. Atlas Histórico Mundial: De los orígenes a nuestros días. Madrid: Ediciones Akal, 2007.
Renan, E. “¿Qué es una nación?”. Conferencia dictada en la Sorbona, París, el 11 de marzo de 1882. Madrid: Instituto de Estudios Políticos, 1957.
Yuval Harari. Sapiens: De animales a dioses. Ed. Debate, 2015.