21 de abril de 2024

La escuela de Frankfurt

“El Pato Donald en los dibujos animados, como los desdichados en la realidad, reciben sus golpes para que los espectadores aprendan a habituarse a los suyos.“

Horkheimer y Adorno

 


Si me esfuerzo un poco, puedo imaginarme a los cuatro hermanos Warner, allá por los años 30 o 40 del siglo pasado, rebanándose la cabeza acerca de la siguiente película que iban a producir: cuál sería el mejor guion, qué director debían seleccionar, la estrella que debería protagonizarla para —en términos de Walter Benjamin— optimizar su valor exhibitivo. Ellos debían ver a las masas que acudían a los cines a ver sus películas como un elemento relativamente homogéneo al que satisfacer. No cabe duda de que podían acotar su target (si se me permite el anglicismo marketiniano) en determinadas, pero limitadas, variables: grupo de edad, sexo, religión,… No cabe duda tampoco de que, además, recibían también cierta información —a posteriori— que les permitía modular su siguiente producción en términos, por ejemplo, de número de espectadores o recaudación.

El cine es, tal como Horkheimer o Adorno nos muestran, el paradigma de la industria cultural, o uno de los máximos exponentes de la reproductibilidad técnica, en palabras de Benjamin. Unos con más pesimismo que el otro acerca de su potencial comunicativo, nos hablarían de su carácter balsámico y pacificador, pero todos tratando de argumentar acerca de las razones por las que, la esperada revolución del proletariado, no se había finalmente producido a la escala planetaria que había sido anunciada por Marx. Es de esa extrañeza por la no-revolución, y los horrores vividos en las dos guerras mundiales, de la que bebe la Escuela de Frankfurt. Pienso que ambos tres quedarían realmente sorprendidos al ver hasta qué punto sus teorías se han visto confirmadas y el poder alcanzado por la industria cultural gracias a las nuevas tecnologías.

¿Qué pensarían si supieran que esos hermanos Warner de los que hablaba al principio podían ahora, no solo segmentar en grupos de edad, sexo o religión, sino que podían saber en tiempo real qué es lo que quieren prácticamente todos y cada uno de sus espectadores? Ya no es una masa relativamente uniforme a la que satisfacer: todos y cada uno de los individuos que la conforman están interconectados entre sí —y con la industria cultural— de tal manera que ofrecen toda la información necesaria para que esa industria cultural modele y adapte sus nuevos productos para acabar dando satisfacción a todos y cada uno de ellos.

Así es como, gracias a las nuevas tecnologías, el poder balsámico y pacificador de la industria cultural desvelado por Benjamin, Horkheimer y Adorno, ha crecido exponencialmente desde la publicación de sus trabajos. El resultado es un producto audiovisual adaptado a todos y cada uno de nosotros. Antes podía gustarte —o no— El equipo A, El coche fantástico o Mc Gyver, lo realmente difícil ahora es que no te guste, por ejemplo, alguno de los más de 5.000 títulos que tiene Netflix a nuestra disposición.

Divertirse significa siempre que no hay que pensar, que hay que olvidar el dolor, incluso allí donde se muestra. La impotencia está en su base. Es, en verdad, huida, pero no, como se afirma, huida de la mala realidad, sino del último pensamiento de resistencia que esa realidad haya podido dejar aún. La liberación que promete la diversión es liberación del pensamiento en cuanto negación. (Horkheimer y Adorno, p. 189)

Por muy cansado y hastiado que llegues de trabajar, es muy difícil que no encuentres algo que te dé un poco de tregua para poder volver al trabajo al día siguiente. Si se me permite el collage histórico, a saber qué habría pasado si el 14 de julio de 1789 hubieran estrenado Game of Thrones. Quién sabe, quizás hubieran dejado la revolución para otro día en el que no hubiera internet.

Otra de las consecuencias del advenimiento de la reproductibilidad técnica es, según Benjamin, la pérdida del aura de la obra de arte. El cine no es, en este caso el mejor ejemplo para tratar de encajarla con las nuevas tecnologías digitales aunque, como amante del cine, creo que sería capaz de encontrarla en algunos objetos que ahora no vienen al caso.

He de decir que soy un romántico capaz de reconocer esa aura en la contemplación del original. Imaginarme el momento en que el pintor realizaba ese trazo que yo estoy viendo en ese preciso momento. No hay duda de que ese sentimiento invita a la evocación: ¿qué debía pensar?, ¿qué quería transmitirnos? Esa reflexión puede transportarte al lugar y tiempo en el que, por ejemplo, fue pintado el Gernika e interiorizar el mensaje, procesarlo, hacerlo tuyo.

Pues bien, declarado ese romanticismo, no puedo evitar ver también cierto clasismo al identificar esa pérdida del aura como algo negativo:” Con los medios de producción imprimen en ellas el estigma de las reproducciones” (Benjamin, p. 80). No todo el mundo puede permitirse un viaje a Madrid para contemplar el Gernika; además, las nuevas tecnologías permiten ver la obra con un nivel de perfección y detalle prácticamente infinito desde cualquier parte del mundo. ¿Diría Benjamin que no puedo alcanzar ese nivel de conexión con la obra, en mi casa, a través de mi pantalla de ordenador? Creo que sí, y yo estaría en gran parte de acuerdo con él, pero sólo porque, como he dicho, soy un romántico, aunque no tengo muy claro donde encaja mi romanticismo en una visión postmarxista de la sociología.

Pasaremos ahora de la Escuela de Frankfurt a la teoría crítica de la mano de Nancy Fraser y a los modos principales para alcanzar la justicia social. Según Fraser, existen dos maneras de llegar a ella: la redistribución y el reconocimiento. Nos encontramos en un momento en el que estas dos posibilidades parecen encontrarse enfrentadas, hay que seleccionar un camino u otro. Fraser sostiene que los problemas sociales a los que nos enfrentamos deben ser abordados desde las dos perspectivas:” Mi tesis general es que, en la actualidad, la justicia exige tanto la redistribución como el reconocimiento. Por separado, ninguno de los dos es suficiente” (Fraser, p. 84). A esta duplicidad la llama bidimensionalidad.

Veamos un ejemplo: el caso de los movimientos sociales que luchan por la justicia social en el campo del racismo. Según Fraser el problema debería ser enfrentado desde sus dos dimensiones. Por un lado, definir las políticas que nos lleven a reconocer, aceptar y celebrar las diferencias de raza. Por el otro, definir los procedimientos que nos llevaran a eliminar las diferencias económicas que afrontan por su pertenencia a una clase social trabajadora, las condiciones que les permitan una vida digna en el sentido materialista del término.

Siguiendo un ejemplo muy simplista, diría que se trata de conseguir que la policía no los registre o identifique por su color de piel en la plaza Tetuán de Madrid, del mismo modo que, en vez de eso, le pediría un autógrafo si fuera un conocido jugador del Real Madrid bajando de su Ferrari.  

 

 

BIBLIOGRAFÍA

 

Adorno, T. W., & Horkheimer, M. (2007). Dialéctica de la Ilustración (Vol. 63). Ediciones Akal.

Benjamin, W. (1999). La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Astrágalo: Cultura de la Arquitectura y la Ciudad11, 77–82.

Fraser, N. (2008). La justicia social en la era de la política de identidad: redistribución, reconocimiento y participación. Revista de trabajo4(6), 83-99.

Mesquita Sampaio de Madureira, M. (2009). La Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt, de la primera a la tercera generación: un recorrido histórico-sistemático.