Cuando Veyne nos introducía en el término humanitas, se preguntaba qué es lo que pretendía ser el hombre romano[1] y lo hacía, por supuesto, en contraposición al resto de civilizaciones con las que se relacionaba, pero huyendo de las connotaciones que para nosotros puede tener el término actualmente y sólo como eje alrededor del cual estructurar un mundo en el cual la razón comenzaba a ser la base que debía regir, al menos aparentemente, la evolución de la sociedad en toda la extensión del término. Nos encontramos en los siglos IV-V, el Imperio romano había alcanzado hacía un par de ellos los límites de su extensión geográfica y demográfica; habría que avanzar hasta mediados del s. XIX para ver una unidad política de tal envergadura en Occidente[2].
Nos
habla Veyne también del romanticismo greco-romano, si se me permite llamarlo
así, cuando se preguntaba si, habiendo llegado al cénit de la civilización y de
su humanitas, no se habían dejado en
el camino el contacto con la naturaleza que otorgaba el conocimiento, y quizás
también si tanto desarrollo había merecido, al fin y al cabo, la pena. Era el
tipo de conclusión al que se podía llegar cuando tienes mucho tiempo libre –
gracias a los excedentes de producción, si nos ponemos muy marxistas – pero
también cuando tienes, en contraposición a tu modo de vida, gentes que aspiran
a vivir como tú. Nada nuevo, por tanto y de momento, en el horizonte histórico
de quien se consideraba, como nos consideramos nosotros ahora, un islote de civilización en medio de los
bárbaros.
Y es
que, aunque han cambiado los marcos históricos y podemos discutir acerca de lo
que pretendía ser el hombre romano y lo que fue, no creo que la diferencia diste
mucho de la que existe entre lo que pretende ser el hombre occidental hoy en
día y lo que en realidad es. En cualquier caso, creo poder decir sin temor a
equivocarme demasiado, que los historiados de los próximos siglos dispondrán de
muchas más fuentes – infinitas quizás – para investigar sobre la vida que lleva
la gente corriente en la actualidad y sobre las relaciones que se establecen
entre los grupos que definen los flujos migratorios actuales, que las que han
tenido disponibles los historiadores del mundo clásico o, cuanto menos, más
plural. Nos lo explica la doctora Ubric a propósito de la integración del
pueblo bárbaro en el Imperio romano[3]:
Un estudio de este tipo debe
enfrentarse asimismo a problemas metodológicos derivados de la parcialidad de
las fuentes, que no reflejan el sentir bárbaro ni tampoco la vida cotidiana,
sino el punto de vista de una determinada capa social, en muchas ocasiones
hostil a los bárbaros y por tanto parcial y sesgada en sus juicios. Las relaciones cotidianas, además, han
sido muchas veces desapercibidas por los investigadores, que al estudiar la
integración del bárbaro se han centrado fundamentalmente en cuestiones de tipo
jurídico, político, militar o institucional, ignorando el aporte de la
experiencia vital de las personas en su devenir cotidiano.
Opinión
compartida por el historiador y arqueólogo español Jorge López Quiroga[4], que nos habla de la
dificultad de aproximarnos al sentir del pueblo bárbaro y del obstáculo que
supone abstraerse de la visión que ha llegado hasta nuestros días, siempre
filtrada a través de la óptica romana.
En
cualquier caso, y también según nos indica la profesora de la Universidad de
Granada, la visión que los romanos tenían de los bárbaros no es muy diferente
de la que tenemos nosotros de los migrantes que llegan actualmente a nuestro
país[5]:
Los
bárbaros eran un elemento extraño para los romanos, porque vivían de un modo muy
distinto a ellos, tenían costumbres diferentes, se comportaban de una forma
distinta, tenían su propia fisonomía, modo de hablar, vestir, actuar...
Aunque
más similar es, si cabe, la visión que tenían los pueblos bárbaros de sus
territorios de acogida[6]:
A los bárbaros, que miraban el
Imperio desde sus confines, éste se les presentaba como un mundo atrayente por
su riqueza y abundancia, como un paraíso, con atractivas oportunidades
políticas, económicas y sociales, que podían proporcionarles la felicidad.
Y todo
esto teniendo en cuenta que los bárbaros no disponían de antenas parabólicas en
sus lugares natales a través de las cuales poder observar el modo de vida de un
patricio romano a orillas del cálido Mediterráneo. Aunque en ningún caso, la
casi absoluta incertidumbre con la que viajaban los bárbaros, podría compararse
a la sufrida por los migrantes actuales – en cuanto a conocimiento de las
condiciones de vida en sus países de destino se refiere – no me atrevo a
descartar que el dolor que debían sentir al abandonar su vida entera, no fuera
exactamente el mismo a pesar del transcurrir de los siglos.
Para
Halsall[7] – al inicio del Imperio
romano – bárbaro era cualquiera que no perteneciera a su dominio geográfico y
político, teniendo en cuenta, además, que todo giraba en torno a ellos, como
buen eje alrededor del cual tiene que subordinarse lo que es secundario. El
Imperio romano era el centro del mundo de la razón y la modernidad en más de un
sentido.
Más
allá de la utilidad que tuvieran, incorporándose al ejército para la defensa de
las fronteras romanas, lo que les confería una sencilla vía de entrada a la
ciudadanía, aunque pudiera ser a costa de sus propias vidas, ¿qué vía de
integración existía para la mayoría, es decir, las clases humildes? La misma
profesora Ubric reconoce las lagunas en este punto[8].
Una
vez más, ahora como antaño, y a pesar de las lagunas, identificaremos siempre
más dificultades de integración para las clases humildes que para las élites,
¿o es que es hoy lo mismo un migrante rico que uno pobre? Valga de ejemplo el Visado
de Residencia por Adquisición de Bienes Inmuebles en España, que habilita a un
extranjero a residir en España por la inversión en adquisición de bienes
inmuebles por valor igual o superior a 500.000 euros. No hace falta decir que
ninguno de los migrantes que llegan en patera a España puede realizar semejante
inversión y me atrevo a aventurar que prácticamente ningún salvaje bárbaro
cruzó el Danubio con una cantidad semejante.
Transcurridos
los primeros años y el paso de las generaciones, el bárbaro dejó de ser un
extraño, como no podía ser de otro modo se inició el mestizaje con matrimonios
bien documentados entre la élite bárbara y romana, no hay razón para pensar que
el mismo tipo de relaciones no se establecieran en todas las capas sociales. No
hay que olvidar que, aunque acabaría siendo conquistada, la civilización romana
sería siempre considerada por los bárbaros como el modelo a seguir[9]:
Esta total identificación y la
adopción del modo de vida romano por los bárbaros es una de las principales
causas de que apenas conozcamos testimonios materiales de los bárbaros. No es
que los bárbaros no dejaran evidencias, sino que su registro no es a menudo muy
distinto del de aquellos entre los que se asentaron.
Después
de todo, y tal como concluye la profesora Ubric[10], no hay porque suponer
que las migraciones producidas en el Imperio romano tardío no presentaran y
tuvieran que afrontar problemas similares a los que tienen enfrentarse actualmente.
La llegada del diferente siempre ha causado y causará desequilibrios en la
sociedad receptora, aunque conviene no olvidar que nunca tendrán comparación
con los padecimientos – por no repetir el eufemismo desequilibrio – sufridos por
los recién llegados.
Y aunque,
a lo largo de los siglos, ha quedado completamente demostrado que la intolerancia, los prejuicios o el rechazo
del «otro» se pueden transformar, después de un proceso de interacción, de
convivencia y de experiencia, en una integración y en una aceptación, se me
aparece como una conclusión un tanto buenista de un proceso que causó mucho
dolor, sobre todo en las clases sociales más desfavorecidas, de las cuales,
como se ha mencionado anteriormente, no disponemos de demasiados testimonios
que puedan mostrárnoslo.
Como tampoco
podemos pasar por alto que esa integración y aceptación de pueblos con un
desarrollo inferior – visto desde la perspectiva romana – no debió ser nada
sencilla para quien había sido hasta ese momento, y así se consideraba sin
duda, la cima de la civilización.
Pero
no siempre había sido así, hasta los tiempos de Augusto nadie se planteaba la humanitas de la que nos hablaba Veyne,
la guerra era extremadamente cruel y los vencedores disponían de completo
derecho de vida y muerte sobre los vencidos, que eran tratados sin piedad
ninguna. En el apogeo del poder romano nadie se hubiera planteado términos como
integración o aceptación, y el “problema” de la migración hubiera sido tratado
militarmente, como de hecho se intentó hasta la batalla de Adrianópolis en el
año 378. El Imperio romano estaba en una clara posición de debilidad, sólo le
quedaba adaptarse y comerse el orgullo a través del cual los veían los pueblos
conquistados[11]:
Comparadas a un monumento tan indiscutible
como el Imperio, las maquinaciones de los enemigos de Roma son sólo una
agitación furiosa y subalterna. Los historiadores latinos, que no ignoraban lo
mal que se hablaba de Roma en el exterior, no sienten ningún reparo en contar
estas críticas e incluso en sacar motivos de orgullo. «Los romanos», dicen por
boca de Mitrídates, «sólo tienen una razón, y la han tenido desde siempre, para
hacer la guerra a todos los pueblos, a todos los Estados, a todos los reinos
sin excepción: su deseo ilimitado de poder y riqueza»; «estos bandidos del
mundo entero», dice el rey bretón Calgacus, «dan el nombre falso de imperio al
robo, a la masacre y al rapto: convertir a un país en un desierto, eso es lo
que ellos llaman pacificar».
Pero
hay que reconocerles a los romanos, en cualquier caso, lo que Veyne llama
facilidad para naturalizar al extranjero. Podríamos decir que la adaptación
hubiera sido mucho más costosa, en todos los sentidos, para los griegos, por
poner en perspectiva su evolución. Esta es una de las claves del éxito de la enorme
extensión geográfica y duración del Imperio romano, en oposición a nuestra
férrea negación de valores diferentes a los nuestros, aunque a veces nos guste
pensar justo lo contrario[12]:
Es el «teorema de Tocqueville»
el que da la explicación: un grupo humano adopta los valores de una
civilización extranjera si después de la conversión no se encuentra relegado al
último lugar de esta civilización; un jefe piel roja, escribió Tocqueville, preferirá
morir con toda su gloria pasada y su noble miseria antes que ponerse a cultivar
la tierra para luego encontrarse en el último lugar de la sociedad de los
blancos.
Como
el mismo Veyne nos explica, esto no sucedía en el sistema de expansión romana,
donde cada ciudad conquistada pasaba directamente a ser miembro de pleno
derecho del club romano, el más prestigioso y el que más ventajas ofrecía a sus
integrantes, ¿quién iba a negarse, no ya entrar (que no podían), sino a
mantenerse?
Quizás
el problema sea que nos falta todavía la perspectiva del tiempo para ser
capaces de comparar flujos migratorios. Sirva como ejemplo EEUU, un país creado
enteramente por emigrantes, y que ha necesitado más de dos siglos para ver un
presidente negro al frente de su gobierno, quien sabe cuántos años serán todavía
necesarios para ver a uno de origen mejicano o cuantos siglos para ver uno
musulmán. Aunque quizás más interesante sea si nos hacemos la pregunta de cuánto
tardaremos en ver algo similar en nuestra vieja Europa, ¿puede alguien
imaginarse un presidente de gobierno español de origen marroquí?, ciencia
ficción, ¿verdad?
La
identidad romana era completamente diferente a la nuestra, tal como Halsall la
describe, contrasta bastante con nuestra visión eurocéntrica de la migración,
que causa indignación cuando sucede a miles de kilómetros, pero sólo
indiferencia – e incluso odio – cuando llega a nuestras playas[13]:
La romanitas (término poco
común en los escritos contemporáneos) era por lo tanto algo que estaba por
encima del propio lugar de nacimiento. Era parte de un discurso que operaba a
un nivel más alto que los niveles de identidad regional y otros niveles
‘taxonómicos’, aunque no separado de estos. […] Esto es importante; la
identidad romana era en sí misma flexible. Una característica definitiva del
bárbaro (al menos en estado salvaje) era su incapacidad para vivir de acuerdo
con la ley. Así, la otra gente que rechazara vivir según la ley (romana), como
bandidos y bandoleros, era equiparada a los bárbaros, independientemente de su
origen.
Con
todo, centrémonos ahora un poco más en la migración bárbara y el colapso de las
fronteras romanas del Bajo Imperio. Para ello acudiremos a Heather, que se
pregunta por su naturaleza[14]:
El modelo que aparentemente
representaban – pueblos enteros yendo de un sitio a otro – fue aplicado en su
totalidad a la prehistoria europea, que fue explicada en términos de migración,
invasión y «limpieza étnica». Las invasiones fronterizas del Bajo Imperio
constituyen así un caso de prueba fundamental. ¿Fueron emprendidas por grandes
conglomerados de individuos, de distintas edades y de distinto sexo, o no?
Según
Heather[15], que otorga toda la
credibilidad al historiador griego Amiano, está más que razonablemente
contrastado que en el verano del año 376 grandes grupos de población goda
tuvieron que iniciar un largo desplazamiento debido a la agresión de los hunos.
Las razones que los llevaron a desplazarse no eran diferentes de las que
provocan actualmente estos desplazamientos, tal como Heather señala, eran de
índole política y negativas. Pero lo que diferencia esta migración de otras
sucedidas a lo largo de la historia es, una vez más según Heather, el grado de
organización con el que se produjo la evacuación de la zona norte del Danubio.
La
pregunta, en definitiva, parece seguir en el aire para Heather, ¿era un
ejército listo para la invasión o sólo un pueblo huyendo de la devastación
producida por los hunos? Una vez más volvemos a encontrarnos con la dificultad
que supone la escasez de fuentes completamente fiables[16]:
Pero aunque debemos recuperar
del cubo de la basura revisionista el concepto de migración en bloque y bien
organizada para considerarlo una de las grandes cuestiones de la historia de
los treinta años posteriores a 376 […] no podemos olvidar desde luego que no
adoptó la forma que tradicionalmente se tiene de él. Los grupos que entraron en
el Imperio procedían de un mundo bárbaro que ya era política, económica y
culturalmente complejo. No eran “pueblos”, al menos no en el sentido de grupos
de población culturalmente homogéneos.
El
relato de esos pueblos, que se había pretendido uniforme hasta la Segunda
Guerra Mundial, había venido muy para el argumentario nacionalista, que
pretendían remontarse en sus orígenes hasta el principio del primer milenio, y
es que, según Heather[17]:
Las unidades políticas creadas
por los germanos durante el primer milenio d. C. no fueron, por tanto, grupos
cerrados con una historia ininterrumpida, sino entidades que podían crearse y
destruirse, y que, entretanto, podían aumentar o disminuir de tamaño según las
circunstancias históricas.
Pero
ese argumentario debe ser revisado a conciencia. La idea de ancestrales pueblos
consiguiendo su lugar en la Europa que habría de surgir, a base de un ardor
guerrero siempre característico – sea la nación que sea – y puesto a prueba en
numerosas batallas hasta conseguir el espacio que ya en nuestro tiempo debe
continuar defendiéndose de “otros invasores” está muerta y enterrada[18].
La idea sería más bien, en opinión de Heather[19]:
[…] es muy importante estar
dispuesto a reexaminar los testimonios que hablan de las migraciones del primer
milenio d. C. sin dar por supuesto que los grupos de población implicados en
ellas tuvieran que estar forzosamente unidos entre sí de un modo tan laxo como
supondrían algunas de las modernas concepciones parciales de la identidad
colectiva.
Pero
más allá de los motivos económicos o políticos que provocan la migración, ¿cómo
podemos definirla alejándonos de la visión que de ella tenemos actualmente?
¿Qué papel jugaron los pioneros que partieron en busca de un futuro mejor?
Deberíamos también tener en cuenta la contribución de lo que pudieron ser
pequeños grupos explorando nuevas posibilidades, que permitieron informar al
resto de la oportunidad de encontrar mejores condiciones de vida al otro lado
del Danubio. La pregunta es simple, descartado el modelo de la invasión ¿podría
aplicarse un modelo similar al de la formación de EEUU? Siendo así, y volviendo
a la necesidad de una nueva definición para el término migración, volveremos a
apoyarnos en Heather[20]:
Para poner fin a toda esta
variedad de situaciones y evitar las sutilezas numéricas, los estudios sobre la
migración definen la migración «en masa» como una afluencia de seres humanos
(independientemente de cuál sea su número) que cambia la distribución espacial
de la población en cualquiera de los extremos, esto es, en el punto de partida
o en el de llegada, o en los dos, o «que provoca un impacto en el sistema
social o político», de nuevo en cualquiera de los extremos, o en los dos a la
vez.
Descripción
que, en mi opinión, elimina directamente la necesidad de entender las
migraciones bárbaras desde un punto de vista cuantitativo. Y es que, en
definitiva, dada la dificultad – por las consabidas carencias de fuentes
completamente fiables – para determinar el número real de migrantes en un
determinado momento y lugar, cabe preguntarse si, una vez eliminada de la
ecuación la hipótesis de la invasión, el número exacto o aproximado es un dato
que aporte valor real al análisis de esas migraciones.
¿Cuál
fue realmente el legado de los bárbaros? Quiroga nos advierte del peligro de
entenderlo como una vuelta atrás, un retorno al estado incivilizado anterior al
mundo greco-romano. Dada la exigüidad de las fuentes bárbaras disponibles,
problema ya mencionado anteriormente, nos enfrentamos, una vez más, a una
visión completamente negativa que deriva de ser prácticamente la única que
tenemos, la de los romanos.
Acerca
de la pregunta capital que se hace Quiroga, sobre de la conciencia que de ellos
mismos tenían los bárbaros, solo me atreveré a reproducir sus propias palabras,
ya que su respuesta constituye un estupendo corolario[21]:
La pregunta que encabeza este
capítulo, ¿Sabían los bárbaros que eran bárbaros?, tiene una respuesta muy
sencilla, y obvia por otra parte: las gentes barbarae no sólo no tenían
conciencia de ser bárbaros, si no que carecían de cualquier tipo de sentimiento
de pertenecer a un colectivo así denominado y, probablemente, ni siquiera su
‘identidad étnica’ (vid. supra: cap. III) constituía una preocupación, fuera
del ámbito de una reducida élite incentivada por Roma, fundamental en su
devenir cotidiano. Nuestra imagen de los bárbaros es la que Roma nos ha
transmitido.
La
historia de las migraciones es la historia de la humanidad, analizar los
procesos migratorios actuales es como una ventana al pasado. Nos muestra, cada
vez, el drama que siempre ha supuesto abandonar una vida para comenzar una
nueva, pero también la esperanza de conseguir un futuro mejor. Le hecho de que
a partir de la Segunda Guerra Mundial se abandonara el modelo de la invasión
bárbara dice mucho del cambio de planteamiento frente a un problema que se ha
convertido en global. Calificar de invasión a la migración de diferentes
pueblos hacia el Danubio, huyendo del ataque de los Hunos, determina más a
quien utiliza la expresión que al hecho en sí mismo.
Valga
de ejemplo el poco tiempo ha necesitado la ultraderecha en España para
calificar de invasión la llegada de migrantes a Ceuta el pasado lunes 17 de
mayo. Si se ha convenido en dejar de llamar invasión a la llegada de los
bárbaros en el s. IV, aun cuando ha sido aceptado que contenían importantes contingentes
militares, ¿cómo es posible llamar invasión a la televisada llegada de masiva
de niños a Ceuta? Podemos dudar acerca de las diversas fuentes que nos hablan
de diferentes cifras en cuanto a la magnitud de los ejércitos bárbaros, pero,
¿se puede llamar invasión a un hecho sobre el que todo el mundo ha visto la
nula violencia utilizada?
BIBLIOGRAFÍA.
Halsall,
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Occidente romano, 376-568. Valencia: Publicacions
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Hopkins, Keith. The
Political Economy of the Roman Empire. Oxford University Press, 2009.
Quiroga, Jorge López. ¿Sabían los bárbaros
que eran bárbaros? Nuestra imagen de las gentes barbarae a través de las
fuentes. Antigüedad y cristianismo,
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Ubric,
Purificación. Formas de integración en el
mundo romano. Madrid: Signifer, 2009, pp. 59-73.
Veyne,
Paul. El hombre romano. Madrid:
Alianza Editorial, 1991, pp. 395-422.
[1] Paul
Veyne, El hombre romano (Madrid:
Alianza Editorial, 1991), 397.
[2] Keith Hopkin, The Political Economy of the Roman Empire
(Oxford University Press, 2009).
[3]
Purificación Ubric, Formas de integración
en el mundo romano (Madrid: Signifer, 2009), 60.
[4] J. L.
Quiroga, ¿Sabían los bárbaros que eran
bárbaros? Nuestra imagen de las gentes barbarae a través de las fuentes (Antigüedad
y cristianismo, 2008, no 25), 24.
[5] Purificación
Ubric, Formas de integración en el mundo
romano (Madrid: Signifer, 2009), 61.
[6] Ibíd.,
61.
[7] Guy Halsall,
Las migraciones bárbaras y el Occidente romano, 376-568 (Valencia: Publicacions de la Universitat de
València, 2012), 61.
[8] Purificación
Ubric, Formas de integración en el mundo
romano (Madrid: Signifer, 2009), 62.
[9] Ibíd.,
72.
[10] Ibíd.,
73.
[11] Paul
Veyne, El hombre romano (Madrid:
Alianza Editorial, 1991), 415.
[12] Ibíd.,
422.
[13] Guy
Halsall, Las migraciones bárbaras y el Occidente romano, 376-568 (Valencia: Publicacions de la Universitat de València,
2012), 70.
[14] Peter Heather,
Emperadores y bárbaros: el primer milenio
de la historia de Europa (Barcelona: Crítica, 2010), 183.
[15] Ibíd.,
191.
[16] Ibíd.,
241.
[17] Peter Heather,
Emperadores y bárbaros: el primer milenio
de la historia de Europa (Barcelona: Crítica, 2010), 40.
[18] Ibíd.,
42.
[19] Ibíd.,
46-47.
[20] Ibíd.,
52.
[21] J. L.
Quiroga, ¿Sabían los bárbaros que eran
bárbaros? Nuestra imagen de las gentes barbarae a través de las fuentes (Antigüedad
y cristianismo, 2008, no 25), 35.