Recuerdo mi primera asignatura de historia. Empezaba, como no podía ser de otra manera, presentándonos a una gran desconocida, la epistemología de la historia, de nombre extraño y más extraño significado para la gran mayoría de historiadores positivistas, con o sin título, que rondan por los grandes medios de comunicación. Se iniciaba, a modo de perfecta y clara declaración de intenciones, con una frase del grandísimo García Márquez que decía así: La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla.
Y es que no puede
negarse que, en los complejos tiempos que corren, resulta difícil no sucumbir a
la tentación de creerse que el pasado es una irremediable cadena de hechos
matemáticamente calculados, transmitido a través de unos mecanismos científicos
irrefutables para que YO, lo único importante, esté en el preciso lugar en el
que me encuentro, si se me permite la ironía.
Basándonos
exclusivamente en la historiografía corremos el riesgo no solo de olvidar a
quienes no pudieron participar de ella, sino también de obviar como ha calado
en nosotros o, en definitiva, cómo ha sido utilizada para que cale de una
manera u otra.