Pudiera
parecer irreverente, y me disculpo de antemano por ello, después de apenas
habernos introducido en las incómodas, a la vez que apasionantes ideas del
constructivismo, comenzar esta reseña aludiendo al gran humorista, actor y
guionista manchego José Mota, pero es que uno empieza ya a ser consciente de
que no va a poder resistirse a emprender esta breve crítica con la frase que ha
estado rondando su cabeza a lo largo de toda la lectura, y es que: si hay que ir se va, pero ir pa' na' es
tontería. ¿Se trata de una simple disfunción cognitiva?, ¿es una simple falta
de comprensión lectora o puede tener algún tipo de relación con la obra de
Langdon? Intentaré desarrollarlo más adelante. Y, en cualquier caso – advierto por
adelantado – no ha de ser una excusa que despiste al incauto lector de esta
reseña, de introducirse en las finísimas e influyentes reflexiones del catedrático
de Humanidades y Ciencias Sociales en el Departamento de Estudios de Ciencia y
Tecnología del Rensselaer Polytechnic
Institute (Troy, NY, USA)[1]: “founded
in 1824, is America’s first technological research university. […] Rensselaer
Polytechnic Institute has long been a leader in educating men and women in
vanguard technological and scientific fields. […] The Institute is has an
established record of success in the transfer of technology from the laboratory
to the marketplace, fulfilling its founding mission of applying science ‘to the
common purposes of life.’ We usher along new discoveries and inventions that
benefit humankind, protect the environment, and strengthen economic
development, shaping the very way we live in the 21st century”.
¿Se
puede ser crítico con la tecnología sin ser calificado por ello como poco menos
que neoludita? El profesor Langdon asegura que sí, pero se pregunta además si podemos
pararnos siquiera un segundo, ya no a reflexionar sobre hacia dónde vamos sino,
simplemente, si nos dirigimos a un futuro mejor. Quizás hayamos llegado a
convencernos de que, el del progreso, es un camino inevitable – como diría
Thanos – y es que, de algún extraño modo, parece que siempre es más cómodo
dejarse llevar por la idea de que algo nos arrastra, más si como es el caso, lo
que nos empuja se presenta, por ejemplo, como una espléndida y maravillosa
energía “barata” y “segura”. Barata y segura en más sentidos de los que nunca
hasta ahora habíamos imaginado. Tal como Langdon afirma, nos hemos convertido
en simples sonámbulos tecnológicos en
manos de aventajados y más despiertos individuos – me atrevo aquí a presentar
libremente su más provocativa teoría – que ya dieron buena cuenta de ciertas
propiedades políticas muy poco evidentes de ciertos artefactos tecnológicos que,
intuitivamente, solo aplicaríamos a las personas.
Partiendo
de la no menos provocativa tesis de Mumford sobre las tecnologías autoritarias
y democráticas, Langdon se pregunta además si, independientemente del sistema
de organización elegido o impuesto, puede prescindirse de esa autoridad, más si
nos dirigimos de manera aparentemente irremediable hacia la adopción y
mantenimiento de ciertas tecnologías – como la energía nuclear y la bomba
atómica – que llevan implícitos, insisto, de manera muy poco manifiesta,
modelos de gobierno autoritarios en un contexto global, además, de recursos
evidentemente finitos. Dicho esto, aunque cueste reconocer que un concepto tan
simple como la limitación de esos recursos sea tan relativamente nuevo.
La
pregunta es, sin duda: ¿podemos establecer límites al cambio tecnológico? Es
más, ¿podemos antes decidir qué tipo de sociedad queremos y no aceptar acríticamente
cualquier cambio tecnológico como inexorable? O, dicho de otro modo, si hay que
adoptar una nueva y fantástica tecnología que va a cambiarnos la vida – otra
vez – a mejor, para luego ir (ya no tan) sorpresivamente, a peor, pues se hace,
pero hacerlo pa’ na’ – sin reflexionar antes – pues es tontería. Si podemos
realizar esta reflexión a priori, Langdon nos invita a realiza una completa
inversión en el razonamiento y preguntarnos qué clase de tecnología es
compatible con el mundo al que queremos aspirar.
A
través del concepto de tecnología apropiada, Langdon nos pone frente a un
espejo y se pregunta si esa sonrisa llena de orgullo que se nos esboza en la
cara, cuando oímos hablar de la conquista Marte, no debería tornarse en mueca
de dolor al pensar en los recursos que estamos malgastando teniendo en cuenta,
por ejemplo, que cada día mueren por desnutrición casi 8.000 niños[2]. Este libro es, en
definitiva, una invitación a reflexionar sobre dónde estamos invirtiendo
nuestras capacidades y esfuerzos, una llamada de atención sobre el hecho de
que, quizás, estemos caminando en la dirección incorrecta para con nuestros
coetáneos e hipotecando el futuro de las próximas generaciones.
La
solución debería ser, sin duda, recuperar los valores, que es lo que uno
correría el riesgo de acabar pensando de manera aparentemente lógica; pero sólo
– según Langdon y el menos común de los sentidos – si conseguimos evitar que el
hablar de valores se convierta en otro eufemismo que nos impida debatir sobre
problemas como la justicia social o el abuso de poder.
En
definitiva, Langdon nos plantea, desde un punto de vista accesible y ameno,
muchas preguntas, además de ofrecernos algunas valiosísimas respuestas y
dejarnos una puerta abierta a otro enfoque sobre la relación entre sociedad y
tecnología. Huyendo de un lenguaje académico tantas veces críptico, nuestro investigador
hace accesible para el más común de los lectores una nueva visión de la
tecnología que, a fuerza de tornarla tan evidente, sorprende por no haberla
descubierto antes. Pero no confunda el lector la apariencia de lo evidente con
la dificultad en alcanzarla, pues son muchas las distracciones y las fuerzas en
acción. Le invito, estimado amigo, a que se acerque a Langdon con la mente
abierta, descubrirá que una ballena y un reactor nuclear pueden establecer una
relación tan íntima que permita descubrir otros vínculos mucho más complejos.