Me atrevo a imaginar que el gran medievalista francés Georges Duby debiera sentir el mismo miedo del que habla al pensar en sus colegas historiadores del siglo XVIII [1] (en referencia a la gran cantidad de información de la que disponían) que sus otros colegas más fascinados por los hechos que se desarrollaron hace de 6 a 7 millones de años, aunque en este último caso, su miedo pudiera ser fruto más bien de las enormes lagunas que debería afrontar.
De hecho, arqueólogos y paleoantropólogos, sólo han contado hasta hace relativamente poco, con los vestigios materiales de los yacimientos objeto de sus estudios, aunque conviene tener siempre presente que no dejan de ser una ínfima parte de la muestra original. No es de extrañar entonces que éstos se hayan venido utilizando como herramienta cronológica y clasificatoria, refiriéndose siempre a ellos a la hora de establecer periodos.
No ha sido hasta la aplicación en el estudio de la historia de disciplinas científicas como la etoprimatología, la etnología, la arqueología experimental o la ecoetología cuando se han podido superar los anteriores criterios que relacionaban la aparición del género homo con la fabricación de las primeras herramientas de piedra.
Dos hechos relevantes vendrían a confrontarse a la clásica afirmación, por un lado, el descubrimiento de los restos del “Australopithecus garhi” (Etiopía, 2.500.000 años)[2] que se asocian con marcas en huesos de animales producidos por herramientas líticas, lo que probaría, per se, su uso anterior a la aparición del género homo. Por otro lado, y gracias a la etología, se ha comprobado que diversos primates son capaces de fabricar herramientas con elementos vegetales (madera, hojas,...), la naturaleza de las mismas haría muy complicada su conservación hasta nuestros días, pero cabe suponer que si, por ejemplo, chimpancés actuales son capaces de utilizar palos para coger hormigas, sorber el agua de lluvia recogida en una hoja o defenderse, sea poco menos que imposible imaginar a nuestros primeros ancestros homínidos sin la misma capacidad.
Por tanto, parece lícito pensar que la fabricación de herramientas, sean o no de piedra, no sea un elemento diferenciador de nuestra propia especie (homo sapiens), siquiera tampoco del género homo. Sería por tanto una característica común a toda la familia de los homínidos a la que pertenecemos, incluyendo por supuesto a los grandes simios : chimpancés, bonobos, gorilas y orangutanes.
La pregunta en este punto se hace entonces evidente, si no es la capacidad de fabricar herramientas, ¿qué es lo que nos define como humanos?
La respuesta a esta pregunta puede ser abordada desde diversos ángulos. Quizás el lingüista nos convenciera de que sólo con la aparición del lenguaje nos diferenciamos del resto de los animales, pero sólo hasta que los biólogos nos hablaran, por ejemplo, de la complejidad de la comunicación entre ballenas o delfines. No sin antes hablar con el filósofo, que podría argumentar que sólo nos convertimos en humanos cuando llegamos a preguntamos, precisamente, qué es lo que nos convierte en humanos.
En cualquiera de estos dos ejemplos, lingüistas y filósofos, no tendrán ningún problema en razonar su tesis mediante diferentes argumentos, pero en última instancia, se enfrentarán a las mismas dos cuestiones, estas son, ¿cuándo sucedió? y ¿de qué evidencias científicas se dispone para apoyar la tesis?
El cuándo se presenta como una pregunta de capital importancia ya que, evidentemente, todos somos capaces de enumerar hoy en día multitud de nuestras diferencias con el resto del reino animal, unas más evidentes que otras, aunque convenga en ocasiones no generalizar en este aspecto y tener presente que no siempre será nuestra especie la que reciba la mejor valoración. En definitiva, nos estamos preguntando cuándo porque buscamos el primer hecho diferenciador, en qué momento nos convertimos en humanos, para ello deberemos huir del antropocentrismo que tan bien (y también) nos define como especie, pero volvamos a la pregunta inicial, ¿qué nos define como humanos?
Historiadores, arqueólogos y paleoantropólogos han encontrado en la preocupación por la muerte un hecho diferencial primigenio que les permite situarlo además cronológicamente y argumentarlo gracias al registro fósil. La clave son los enterramientos, su práctica implica una elevada capacidad de reflexión y auto-consciencia, una preocupación trascendente por su futuro, demostrando que se hacían unas primeras preguntas que ningún otro animal se había hecho hasta entonces. Se había plantado la semilla de la preocupación religiosa, que más adelante, en el Neolítico, formaría la base de nuestras religiones actuales.
Superado el qué (nos define como humanos) y el cómo (gracias al registro fósil), nos enfrentamos, en mi opinión, a la principal cuestión, ¿cuándo?, su respuesta implica el hecho contradictorio de que quizás, en definitiva, no hayamos sido la única especie que pueda haberse considerado humana según este criterio. En 1886, fue descubierta en la cueva de Brèche (Bélgica), una sepultura Neanderthal que, en principio, no fue calificada como tal por las implicaciones que conllevaba aceptar ese nivel de reflexión en una especie extinta diferente de la nuestra. Se entiende ahora mejor la necesidad de dejar a un lado nuestro antropocentrismo para abordar la cuestión inicial de este texto.
Es posible que ateos, incluso agnósticos, quisieran presentar alguna objeción a estas conclusiones, argumentando especialmente los primeros, que el ser humano no tiene por qué ser espiritual, mi respuesta a ambos sería que, sin duda, un hombre de Neanderthal que se hubiera definido a sí mismo como ateo o agnóstico podría recibir, sin duda y de forma directa, la calificación de humano al igual que lo definía su religiosidad, simplemente por la complejidad conceptual que implicaría, otra cosa sería que pudiera verse reflejado también en el registro fósil.
Intentar encontrar lo que nos define como humanos no es desde luego una cuestión baladí, tengo que confesar que he estada dándole innumerables vueltas al asunto. Dejando a un lado el cuándo, así como la posibilidad o no de demostrar cualquier afirmación que pueda hacerse para contestarla y, en la medida de posible, mi propio antropocentrismo, tengo la intuición de que la respuesta no puede ser única y que con el avance de las disciplinas científicas y los métodos que estudian el comportamiento de los animales van a ir reduciéndose poco a poco.
He tenido tentaciones de hablar del pensamiento abstracto, aunque sin haber profundizado, tengo la impresión de que estamos todavía tan solo rascando la superficie de las capacidades de determinadas especies. No me atrevo tampoco a hablar de sentimientos como el amor, el perdón, el altruismo o la capacidad de superación como propios únicamente de nuestra especie.
Me he dado cuenta también que hay quien piensa que no existe absolutamente nada que nos diferencie como especie, y que nuestra característica principal es que llevamos algunos factores cruciales a unos niveles superiores. Quizás sea la antítesis del antropocentrismo y aunque es tentador hablar desde el extremo opuesto del concepto del que pretendía huir, tampoco creo que sea del todo correcto.
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[1] Duby, G. (1988). “Un nominalismo moderado”. A: Diálogo sobre la historia. Conversaciones con Guy Lardreau (cap. I, pág. 40). Madrid: Alianza.
[2] Serrallonga, J. (2005, febrer). “Hominización”. La Vanguardia Magazine (pág. 45)